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sábado, 2 de julio de 2011

Insidious



¿Por qué es tan difícil ver una buena película de terror? Es como si ese género se hubiera agotado, o como si los buenos directores hubieran elegido otros géneros para demostrar su valía, aunque encontremos, claro está, excepciones. Pero qué difícil es ver buen cine de terror actual. Los directores, sumidos en un mareo de referencias metacinematográficas, sucumben a un manierismo que no hace disfrutar realmente. Y la sutileza, ese gran ingrediente del buen cine de terror, brilla por su ausencia, al mismo tiempo que este género -si es que puede seguir llamándose así- se dirige a un público adolescente que sólo pide sustos, no importa que zafios, sólo sustos. Y sangre. No voy a criticar el gore -género contra el que no tengo nada-, sólo la falta de ideas, el páramo en el que el terror cinematográfico parece encontrarse.
Todo esto me viene a la mente después de haber visto Insidious, la última película de James Wan (el iniciador de la saga Saw), cuyo estreno venía precedido de buenas críticas. Lo que mis ojos han visto ha sido una película mediocre, exánime, un refrito de otras (Poltergeist y todas las de casas encantadas, Los otros, El exorcista) que, sobre todo, no daba miedo. Solo esos sustos que tanto desean los adolescentes. La visión del más allá es circense, ridícula en una película de miedo, y los malos de la función -sobre los que se generan unas ciertas expectativas de miedo- acaban siendo más un diseño visual que unos entes realmente temibles. En fin, hay películas que no merecen que se gaste muchas palabras en hablar de ellas. Pensé omitirla en este blog, pero no he podido sustraerme a la tentación de dejar constancia de la decepción, una vez más, de la última película promesa de miedo.

jueves, 23 de junio de 2011

Hannah y sus hermanas



Contadas, las películas de Woody Allen parecen muy difíciles, enrevesadas, pero en la pantalla son fluidas, fáciles, naturales. Hannah y sus hermanas no es una excepción. Hannah, Holly y Lee son hermanas, hijas de un viejo matrimonio de actores. Hannah (Mia Farrow) es la más estable, fuerte, equilibrada. Se casó con un empresario (Michael Caine) y sirve de apoyo moral y económico a sus hermanas. Holly (Dianne Wiest) es inestable, bohemia, de esas personas que van dando bandazos espirituales y vitales: hoy son actrices vocacionales, mañana cocineras, el otro escritoras o bailarinas.Quiere una pareja y no la encuentra. Lee (Barbara Hershey) es sensible, exalcohólica y vive con un pintor misántropo (Max von Sydow). La película empieza cuando el marido de Hannah, Elliot, empieza a enamorarse -o a creer que se enamora- de su cuñada, Lee, y nos cuenta todo el arco de esa relación, desde las miradas de deseo iniciales, pasando por el cortejo y la seducción, hasta la ruptura. Por supuesto, esa relación tendrá consecuencias en el matrimonio de Hannah, que no comprende qué le sucede a su marido -un hombre egoísta, mentiroso, mezquino pero también real, humano. Al hilo de ese argumento -mínimo-, Allen nos cuenta cómo el tiempo -en forma de celebraciones familiares- va pasando sobre este grupo humano (y sobre el primer marido de Hannah, Mickey, interpretado por Woody Allen, un productor televisivo que entre en crisis existencial después de una falsa alarma de cáncer).
Si la especie humana se extinguiera, las películas de Woody Allen serivirían para dar cuenta exacta de cómo era el hombre perteneciente a la burguesía acomodada e ilustrada en el Nueva York de finales del siglo XX y principios del XXI (y, por extensión, del ser humano), y de hecho sus películas son como capítulos diferentes -así parece indicarlo el que sus títulos de crédito sean siempre idénticos- de un gran fresco social y vital. Y en ésta -para mí, la más redonda, la indiscutible obra maestra de su autor-, Allen reflexiona sobre grandes temas con la naturalidad y la aparente sencillez de los genios: las relaciones de pareja, el sentido de la vida y los vínculos familiares son vistos de una forma amable, dulce, pero también melancólica, pesimista. El ser humano aparece descrito en toda su pequeñez: ansía el amor, pero cuando lo tiene, no sabe apreciarlo. El amor, que hace surgir en quien lo siente los más hermosos sentimientos, es inconstante, volátil, caprichoso, vano. Quien hace años nos producía enojo, por arte de magia puede llegar a encandilarnos.
La familia, en cambio, es el sostén necesario, la bendición. A pesar de los egoísmos, de las mentiras, de los desencuentros, la familia aparece como la red que nos recoge cuando caemos.
El sentido de la vida aparece tratada de forma tragicómica, con una frescura y un tono agridulce que sólo los grandes genios pueden emplear. El asedio de la enfermedad y el temor a una muerte inminente acaban desencadenando en Mickey, el exmarido de Hannah, una auténtica crisis: primero se plantea la necesidad de adoptar una religión (inolvidable la escena en que Mickey vuelve de hacer compras y saca de la misma bolsa libros religiosos, botes de mayonesa y crucifijos) y, a la deriva, después de un intento de suicidio frustrado, acaba recuperando el convencimiento de que la vida merece la pena en un cine, delante de unas delirantes imágenes de los hermanos Marx.
El amor de Allen por sus personajes, por los seres humanos, vuelven la película cálida, entrañable, y el pesimismo y el humor se entrelazan de una forma única. Cuenta lo mismo que todas sus películas, cierto, y utiliza la misma forma, pero ésta fue la primera vez en que presentó su universo temático de esa manera tan reconocible hoy día. Antes de Hannah y sus hermanas ya habló de los vaivenes sentimentales del ser humano en Annie Hall, en La comedia sexual de una noche de verano y en Interiores, pero el relato coral que luego presidiría su cine empezó en esta película. Y a ella pertenecen algunas de esas escenas que uno ya nunca podrá olvidar: Caine corriendo por la manzana para hacerse el encontradizo con su cuñada; Woody Allen en una cita desastrosa con Dianne Wiest; una comida tormentosa de las tres hermanas...
Estamos acostumbrados a ver una película anual de Woody Allen y hemos llegado a acostumbrarnos a ese privilegio como si fuera lo más natural del mundo. Yo me siento orgulloso de ser su contemporáneo.


martes, 14 de junio de 2011

La jauría humana



Una pequeña ciudad en el Sur de los Estados Unidos. Un sábado. Mucho aburrimiento. Prejuicios, habladurías, hipocresía, mezquindad. Bubber se escapa de la cárcel y en la pequeña ciudad esa huida despierta curiosidad en unos, temor en otros, morbo en todos. Y el tedio de la existencia, que hay que llenar como se pueda. Y un sábado tarda tanto en pasar...
Con esos mimbres Lillian Hellman construyó un espléndido guión -basado en la novela de Horton Foote- en el que se analizaban los mecanismos sociales que conducen al linchamiento. Bubber (Robert Redford), el preso huido, no es más que un muchacho más travieso de la cuenta que acaba pagando por sus amigos decentes y, sobre todo, un hombre con mala suerte, una víctima social. Para poder sentirnos respetables, necesitamos la figura del delincuente, y la ciudad ha creado a Bob para que sus conciudadanos puedan sentirse libres de culpa. Por eso, cuando Bubber escapa -y todo parece indicar que se dirige a la ciudad- sus ciudadanos, por una parte, se ponen a temblar, y, por la otra, se prepara para la diversión. Su mujer, Anna (Jane Fonda), tiene un romance con Jake Rogers (James Fox), hijo de un potentado local, Val Rogers (E.G. Marshall), que justo ese día celebra su cumpleaños. James lleva toda la vida obedeciendo a su padre y disgustándolo, a partes iguales. Para complacerlo se casó con una mujer a la que no quería, porque su amor de siempre fue Anna. El sheriff Calder (Marlon Brando) intenta poner coto a los excesos de los que intentan sofocar el vacío de sus vidas con la violencia (racista o no), y tiene que aguantar las habladurías de los lugareños, que le suponen al servicio del ricachón. Los padres de Bubber, la mujer del sheriff (Angie Dickinson) un gris empleado de Val Rogers (Robert Duvall), su insatisfecha esposa, su amante y vecinos que puntean la acción con sus comentarios maliciosos completan un grupo social deslumbrante. La visión que Penn nos ofrece sobre el grupo social es desoladora: la maledicencia, la envidia, el hastío, el alcohol, la maldad parecen ser los motores de ese grupo, necesitado de víctimas propiciatorias. La conocida tendencia norteamericana al linchamiento, a la violencia ciega, brutal, resulta analizada de forma brillante por su guionista, que no en vano estuvo acusada de actividades antiamericanas durante los cincuenta. Su mirada crítica, izquierdista, no deja títere con cabeza: los ricos compran a la gente (o lo intentan), la clase media se ahoga en su afán por medrar o en su grisura, los pobres se limitan a sobrevivir y a ser maltratados por el resto. Los únicos personajes positivos son el sheriff y su esposa, que intentan mantener su independencia en medio de una sociedad enloquecida, la esposa del fugado y el hijo del acaudalado Val Rogers, que son justamente los únicos personajes que  se apartan del grupo social e intentan llevar una vida más ajustada a sus propios deseos que a los de sus vecinos.
En el momento de su estreno, La jauría humana fue un fracaso de taquilla, y no es extraño: el espejo que les mostraba a los norteamericanos no era complaciente. Aunque la consideración de la industria le llegó a Penn al año siguiente, con Bonnie and Clyde, La jauría humana es una obra maestra que merecería mayor reconocimiento. Por su guión -que hace avanzar de forma magistral la trama y enrarecerse la atmósfera de esa ciudad, de esas vidas-, por sus interpretaciones, por su narración, pausada y firme, por su fotografía...
En la memoria queda, sobre todo, la sensación de una derrota, la de un sheriff que intenta aplacar la violencia ciega y que no puede evitar sucumbir a ella en una escena imposible de olvidar. Y el convencimiento de que la mirada del director sobre la naturaleza humana -tan pesimista- no anda desencaminada.



jueves, 19 de mayo de 2011

Midnight in Paris



En la extensa producción de Woody Allen podemos encontrar diferentes patrones, y uno de los más vistosos es aquel que engloba las películas mágicas de su director. Y con ese adjetivo quiero referirme a los films donde lo extraordinario se abre paso en el argumento para poner en solfa la vida de alguien: en La rosa púrpura de El Cairo el personaje que se escapaba de la pantalla para vivir una historia de amor con una espectadora; en Alice, las visitas al curandero chino; en La maldición del escorpión de jade, el hipnotismo; en Scoop, las visitas desde el más allá de un periodista... En todas ellas, el ingenio de Allen sabe exprimir todo su jugo a ese elemento mágico para mostrar ideas simples pero poderosas (La rosa púrpura de El Cairo, Alice) o para hacer avanzar un guión y crear situaciones ricas (Scoop, La maldición del escorpión de jade).
Midnight in Paris se inscribe dentro de este subgénero alleniano, y en concreto dentro del primer grupo. La trama es sencilla: Gil (Owen Wilson) es un guionista en crisis que viaja a París con su prometida, Inez (Rachel McAdams), y con los padres de ésta. La crisis de Gil es de diversa índole: por una parte, quiere abandonar un trabajo que no le gusta y dedicarse a la escritura; por otra, no acaba de estar seguro de querer casarse con su prometida, que no sabe comprenderlo. Ama París y le gustaría vivir allí, pero a todos les parece una locura. Es amante de las antigüedades y vive convencido de que el tiempo que le ha tocado vivir es el más prosaico de todos: tiene mitificados los años veinte. Una noche, después de una cena con unos amigos insufribles, decide dar un paseo nocturno por la ciudad, y surge la magia: un coche de época -la original máquina del tiempo del director- se para y los ocupantes insisten para que suba, y cuando baja, Gil se encuentra en sus adorados años veinte. Va a conocer a toda la fauna de artistas e intelectuales que pobló París en esa época. La lista es interminable (hasta el punto de requerir una cultura mediana del espectador para que ciertos gags, o la película entera, funcionen): Scott Fitgerald y su mujer, Cole Porter, Josephine Baker, Picasso, Dalí, Buñuel, Hemingway, Gertrude Stein, Juan Belmonte, Toulouse-Lautrec, Gauguin, Dégas... La manera que tiene Allen de mostrar lo extraordinario es sencilla y tremendamente efectiva: el espectador inmediatamente cae hechizado por el truco y se mete en el pellejo de Gil, porque ¿quién, que ame la cultura, no ha soñado -y más, en París- con esa época dorada? La jugada de Allen es maestra: por una parte, le permite crear situaciones interesantes dramáticamente -se enamora de una mujer del pasado-; por otra, regodearse en la reconstrucción cultural y en el homenaje; por otra, crear situaciones de comedia y gags inolvidables. Y, por último, le permite abordar la tarea más peliaguda de todas: ser americano, rodar en París y no caer en el cliché... a base de zambullirse de lleno en él, pero desde otra perspectiva. Al centrarse en los artistas célebres norteamericanos que vivieron en París y adoraron la ciudad -creando el tópico cultural norteamicano de la ville lumière-, Allen adquiere un salvoconducto: su protagonista, que es amante de esa época y de la cultura, es norteamericano y quiere venirse a vivir a la capital francesa.
Aparte de la habilidad del guión -donde, por cierto, se cae en una cierta reiteración-, la película es una hermosa reflexión, en clave amable y distendida, sobre la insatisfacción del ser humano con respecto al tiempo que le ha tocado vivir; sobre el arte enfrentado a la vida; sobre la fragilidad de los sentimientos; sobre cómo nos puede inmovilizar la mirada puesta en el pasado... El único camino que lleva a la felicidad parte de nuestro presente. Y quizá no es el arte, sino el amor.
La película se deja ver con una sonrisa -y varias carcajadas- que dura todo el metraje. Resulta increíble que un director tan mayor sepa cantar a la vida de una forma tan luminosa, tan ingeniosa, tan tierna y a la vez inteligente. Y, por encima de todo, la película es un canto a la ciudad de París, de la que se dicen cosas conmovedoras. De hecho, el director, antes de los títulos de crédito, dedica unos minutos a fotografiarla al compás de la música, como hizo con Manhattan en la película del mismo título, al son de la Rhapsody in blue. Un rincón cualquiera de cualquier bulevar, una calle bajo la lluvia, un callejón que sube a Montmartre mientras una melodía cálida envuelve las imágenes... Las mejores declaraciones de amor son las que no necesitan palabras.


miércoles, 11 de mayo de 2011

La red social



Lo confesaré: David Fincher nunca ha sido santo de mi devoción. Le reconozco su habilidad a la hora de presentar productos de impecable factura, pero en todos ellos acabo encontrando una tendencia a la vacuidad que acaba por desinteresarme de su cine. Seven, su primera obra notable, me pareció una mezcla de El silencio de los corderos y Taxi driver, con un guión que jugaba a la sorpresa más que a la seriedad; The game, que jugaba también la misma baza, me pareció, literalmente, increíble; El club de la lucha, que empezó gustándome mucho, acabó convirtiéndose en una de esas películas donde nada-de-lo-que-has-visto-era-lo-que-parecía. A partir de ahí, Fincher acabó autoconsiderándose el gran autor al que todos  coreaban, y creó Zodiac y El curioso caso de Benjamin Button, dos proyectos ambiciosos que de nuevo naufragaron en el mismo escollo. ¿Era necesaro tanto metraje para contar, respectivamente, la podredumbre del mundo contemporáneo y las dificultades del amor, respectivamente? Siempre, como digo, con una factura muy atractiva, estilosa, fascinante.
A pesar de mis objeciones, siempre acabo dándole una nueva oportunidad a su cine, en la esperanza de que el director se enmiende y pula "esos defectillos". Para mi sorpresa, La red social es la primera película que me gusta íntegramente de su director. Y digo "para mi sorpresa" porque la temática elegida caía a años luz de mis intereses. Facebook no me atrae nada, y la mentalidad americana del éxito me resulta bastante aburrida como tema. Y, a pesar de todo, La red social me parece una historia contada de forma inteligente que me tragué de pe a pa sin rechistar. Lo cual demuestra que cuando algo está bien contado, nos va a interesar, aunque de entrada no caiga dentro de nuestras preferencias. Y en este caso concreto, el guión de Aaron Sorkin levanta el armazón de un edificio que luego Fincher ha sabido terminar con sabiduría.
Como todo el mundo sabe, La red social cuenta la creación de Facebook. De entrada, resulta asombroso que se pueda adoptar un punto de visto histórico sobre unos acontecimientos tan cercanos en el tiempo, pero es que, detrás de esa anécdota, la película es un retrato fascinante -empleo por segunda vez el adjetivo porque creo que las imágenes de Fincher son exactamente eso: facinantes- de la Norteamérica más elitista -en concreto, de sus cachorros, retozando a placer en esos parques temáticos llamados campus universitarios. Los retoños aprenden a desenvolverse por su cuenta y a hacer sus deberes: crear nuevas empresas con las que ganar muchísima pasta, igual que hicieron sus papás. Y en ese entorno de privilegiados, un muchacho alelado, inexpresivo, introvertido, con graves problemas de relación, crea un instrumento nuevo y sucumbre a la vorágina del éxito. Un éxito que acabará haciéndolo rico pero instalándolo, al mismo tiempo, en una soledad pesadillesca. Desde Ciudadano Kane, a nadie extraña esa temática, más que retratada en el cine. Pero Fincher ha sabido describir muy bien un grupo social, con sus tics más notables, y se ha centrado en la figura rabiosamente actual: el multimillonario juvenil, que normalmente se ha enriquecido gracias a algún invento relacionado con la informática.
El sueño americano estaba podrido, eso ya nos lo dijeron muchas veces, pero no está de más una reactualización del tópico, sobre todo si se basa en un guión inteligente, sólido y eficaz. Las interpretaciones, por descontado, son impecables, y, especialmente, la del joven Jesse Eisenberg, que crea a un Zuckerberg al mismo tiempo soberbio y frágil, brillante y torpe. 
La red social es una buena película, la película que yo estaba esperando de su director. Que continúe la racha.

martes, 3 de mayo de 2011

Todos rieron


 George e Ira Gershwin compusieron en 1937 la canción They all laughed para una película musical. Todos se rieron de Colón cuando dijo que el mundo era redondo, todos se rieron de Marconi cuando grabó el sonido... Todos se rieron de mí por desearte, dijeron que pretendía la luna, y ahora estás aquí, y han tenido que cambiar de cantinela... La canción, amable y optimista, cantaba el triunfo del amor de dos enamorados. Y ese mismo tono es el que Peter Bogdanovich aplicó en su deliciosísima Todos rieron (y que debería ser Todos se rieron para mantener el sentido de la letra que le sirvió de título), comedia alada y primaveral donde el amor está en el aire, inundando los pulmones y los corazones de todos los personajes. 
La historia se centra en dos detectives, interpretados por John Ritter y Ben Gazzara, encargados de seguir a sendas mujeres. Uno, Ritter, es joven, enamoradizo, y se ha enamorado hasta las trancas de la rubia despampanante (Dorothy Stratten, que fue asesinada tras el rodaje por su marido) a la que tiene que espiar. Pero lo tiene crudo: ella está casada y, al parecer, tiene un novio. El otro detective, Gazzara, un hombre maduro, interesante y mujeriego, se encarga de seguir a la esposa (Audrey Hepburn) de un millonario que va a quedarse sola unos días en Nueva York. Y se enamorará de ella como nunca lo había hecho. A este grupo se unen numerosos personajes secundarios, todos deliciosos: el jefe de la agencia de detectives, su secretaria y amante, una taxista pecosa, dos patinadoras, las hijas de Gazzara, el hijo de Hepburn, una cantante country verborreica y, al final, deus ex machina. Todos buscan y encuentran el amor mientras corren, se esconden, patinan, conducen, se equivocan, cantan, bailan... La cámara, ingrávida, los sigue por una Nueva York que es el personaje principal del film. Y el director desafía las normas de la verosimilitud en los diálogos, en las reacciones de los personajes, en los acontecimientos que les suceden, en las increíbles casualidades que jalonan la trama y que son una celebración del amor. La fotografía de Robbie Müller presta luminosidad y alegría a una Nueva York que nunca se ha visto mejor retratada, y la música -como anunciaba el título- no deja de sonar. Aunque siempre procede de alguna fuente real -la radio de un coche, un bar country, un tocadiscos-,  emana en realidad del interior de los personajes, que no dejan de ser peleles en manos del amor, que los lleva y los trae, como un oleaje inevitable. A algunos, hacia la felicidad; a otros, hacia un corazón destrozado.
El director, que ya había jugado con casi todos los géneros -el melodrama existencial en La última película; el musical en At long last love; la screwball comedy en Qué me pasa, doctor?, el psycho-thriller en El héroe anda suelto, etc, etc), vuelve a la comedia y se despoja casi por completo de su debilidad por la cita y el homenaje cinéfilo. Digo casi porque el personaje de John Ritter es un claro homenaje a los héroes atolondrados, torpes y tiernos de la comedia clásica americana (el Cary Grant de La fiera de mi niña es su más claro referente -o, en juego autorreferencial, el Ryan O'neal de Qué me pasa, doctor?-) o toda la escena del helicóptero, que remite a Casablanca, igual que todo el dibujo y los diálogos de Gazzara recuerdan a Bogart, pero en tono y en estilo esta comedia se aparta de los clásicos, sabe encontrar una voz y un tono propios, únicos. Se trata de una comedia contracorriente, moderna, valiente, de las que uno se atreve a filmar cuando está enamorado, y de las que lo reconcilian a uno con -por utilizar un título más de su director- esa cosa llamada amor.

domingo, 24 de abril de 2011

El hombre que mató a Liberty Valance




Algún alquimista debería ponerse a investigar de dónde nacen la poesía y la fuerza de las películas de John Ford, e inmediatamente publicar sus averiguaciones. Y digo alquimista y no científico porque hay algo de magia en el conjunto de cada una de sus películas, y, cuando ésta es redonda, se convierte en una aleación indestructible, valiosísima, inimitable. Si tomamos, por ejemplo, El hombre que mató a Liberty Valance, no alcanzamos a ver en su argumento la grandeza del conjunto:  el anciano senador Ransom Stoddard llega a Shinbone, un pueblo con el que, desde el comienzo, queda claro que está vinculado de una forma íntima. El motivo, privado, es la muerte de Tom Doniphon. Interrogado por un periodista local, el senador le cuenta el porqué de su visita, la importancia de ese muerto en su vida. Su relato es el grueso de la pelicula, y en él se desgrana la historia de cómo el bandido Liberty Valance lo agredió cuando, siendo un abogado joven y sin experiencia, llegaba en diligencia a aquel mismo pueblo, un lugar infecto lleno de forajidos, hombres rudos, borrachos, donde la ley no existe y el sheriff, su representante, es un borracho sin dignidad. El joven Ransom es acogido por Hallie, una mujer joven que trabaja en el restaurante del pueblo, y, para pagar su estancia allí, trabaja como lavaplatos. Con su mandil, su ausencia de armas y su creencia ciega en la ley, Ransom se convierte en una rara avis en el pueblo, donde es visto con lástima y con burla. Tom Doniphon, el rudo pistolero que lo recoge malherido al principio de la película, ama a Hallie pero, como es hombre de pocas palabras, todavía no se ha declarado. El resto de la película es previsible: los dos hombres se enamorarán de la misma mujer pero, lejos de enfrentarse, competirán en bonhomía, honor y generosidad. No voy a destrozar más el argumento por si, a estas alturas, hay alguien que aún no la haya visto. Baste decir que todo el argumento se estructura en torno a la antítesis, que es la forma más primitiva de poesía: la confianza en la ley, respresentada por Ransom, frente a la justicia privada, representada por Tom. La cultura, la educación, frente la la fuerza, los sentimientos ciegos. Los triunfadores frente a los perdedores (siendo éstos los causantes del triunfo de aquéllos). El hombre que ama tanto que salva la vida de su rival para no privar de felicidad a la mujer que ama. La leyenda frente a la realidad de la historia. Los héroes anónimos frente a los héroes oficiales. Todos estos mimbres no habrían dado lugar por sí mismos a una obra maestra si el conjunto no estuviera teñido de una mirada inmensamente melancólica: el hecho de que Tom haya muerto y el resto de los personajes sean viejos; el de que el pueblo, que era un lugar de tugurios y pasto de desaprensivos, se haya convertido en un lugar civilizado -gracias a la labor de los protagonistas-, ayudan a dar una profundidad, una tristeza, una amargura que la historia, por sí misma no habría tenido. Y el uso poético de los objetos acaba por dotar a la película de un lirismo de altos vuelos. Los cactus floridos, el cartel de abogado, la casa ruinosa de Doniphon, el mandil de lavaplatos, las armas, el tren mismo -que abre y cierra el film, y nos habla de los nuevos tiempos, de la civilización- llenan de congoja los ojos del espectador. Ford nos cuenta, en 1962,  un episodio más de la construcción de un país, y canta a los héroes anónimos que ayudaron a construirlo y que yacen, olvidados, en tumbas azotadas por el polvo del desierto. 
Seguro que Homero y Ford comparten ambrosía y cerveza en algún lugar soleado, allá arriba, donde descansen los genios.


lunes, 4 de abril de 2011

Un plan sencillo



Sam Raimi es un caso curioso. Lanzado con Posesión infernal y sus continuaciones, inmediatamente encontró una legión de seguidores. A medias gamberros, a medias aficionados al terror paródico, a medias cinéfilos rastreadores de gemas -y Raimi lo es, en el sentido de que es creador de imágenes potentes, de narraciones eficaces-, sus seguidores se pusieron todos de acuerdo con Darkman, esa fantasía oscura donde sumó el cómic de superhéroes a la parábola gótica. Dio rienda suelta a su barroquismo visual en ese homenaje a Leone que fue Rápida y mortal, se entregó a la producción de series de bajo presupuesto y, al fin, fue abducido por la serie de Spiderman. En medio de todo ese cine de género, paródico o no, y del vértigo de los blockbusters, hay una película que no parece suya: contenida, pausada, de narración clásica. Me refiero a Un plan sencillo (1998), protagonizada por Bill Paxton, Bridget Fonda y Billy Bob Thornton.
La película se inscribe en lo que podríamos llamar cine nevado, ese subsubgénero al que también pertenecen Fargo o Ni un pelo de tonto, entre otras muchas. Se trata, de nuevo, de la revisión de un género (el cine negro), pero está hecha con tanto respeto (y con tanta inteligencia), que acaba pareciendo un ejemplo canónico del mismo. El argumento es sencillo: dos hermanos (uno de ellos, discapacitado mental) y un amigo encuentran por accidente una avioneta estrellada en medio de un bosque nevado. Dentro, un cadáver y cuatro millones y pico de dólares. A partir de ahí, el guión avanza imparable, como un tren expreso, lógico y terrible, mostrando cómo el dinero puede pudrir los afectos, las relaciones, pulverizarlo todo. Lo que empieza siendo una historia de cine negro acaba desembocando en una gran tragedia, grandiosa, desoladora. El hallazgo del guionista (Scott B. Smith, basado en su propia novela) consiste en hacer que los protagonistas, en lugar de ser policías o delincuentes, sean personas normales y corrientes, de esos que saludan a todo el mundo por la calle en las ciudades pequeñas del cine americano, de los que tienen existencias pequeñas pero satisfactorias. Pero el dinero viene a sacar de sus corazones toda la ponzoña oculta, el egoísmo feroz, el animal deprimente que somos. Saimi muestra de forma sencilla, nada enfática, la evolución de los personajes, y su cámara está atenta a los pequeños detalles, que muchas veces son más significativos que los diálogos.
El uso de los símbolos es también inteligente -los cuervos, de un negro intenso en ese paisaje blanco; el dinero, la casa paterna...-, pero se lleva la palma esa nieve, que servirá para ocultar sólo durante un tiempo la avioneta estrellada y que se convierte en metáfora de los personajes: una fachada limpia que esconde un interior sucio, podrido. 
Ojalá a su director le diera por seguir el camino de esta obra (o de Premonición, otro de sus mejores títulos), en lugar de abandonarse a ese dinero cuyas maldades tan bien muestra en esta gran película.


martes, 15 de marzo de 2011

Origen



La inconsistencia de la vida, de lo real, era el centro de La vida es sueño, de Calderón, igual que de tantas otras obras del Barroco, el arte que elevó el pesimismo de una época de crisis a un nivel sublime. Si nos fijamos, en las últimas décadas empiezan a ser recurrentes las películas que muestran la vida como una apariencia, como un simulacro, un sueño, una sombra de algo. ¿Signo de desconfianza en la realidad, de crisis en la perspectiva del hombre sobre el mundo? Quién sabe. Harán falta tiempo y distancia para poder enjuiciar nuestro tiempo. Pero quizá no sea casual que obras tan dispares como El show de Truman, Matrix, Shutter Island, El sexto sentido, El club de la lucha, La isla u Origen muestren una realidad que en realidad es un engaño, un sueño, un simulacro, una distorsión.
Origen, la última obra de Christopher Nolan, se presentaba -como todo lo que hace su prestigioso director- con un halo de gran obra que, desde mi punto de vista, está absolutamente injustificado. Memento, esa obra originalísima y arriesgada hasta el extremo (pero también manierista y, en el fondo, un poco hueca) extendió una alfrombra roja a los pies de su director que hace que una legión de seguidores jaleen todos y cada uno de sus estrenos. Es cierto que es un buen director, que tiene una mirada propia, pero también que hay una solemnidad en su tono, una autocomplacencia, que hace sospechar que se considera a sí mismo un genio y que lo vuelve -al menos, eso me pasa a mí- algo antipático. Origen es un cine original en su puesta en escena, pero toda la supuesta originalidad -valga la redundancia- del argumento (que tan secretamente se llevó, como si fuera una gema de incalculable valor) acaba desembocando en una película de acción con más pretensiones que otra cosa. Todo el cuidado en diseñar ese mundo donde es posible ingresar en los sueños y las mentes ajenas con diferentes finalidades es verdad que sorprende en la primera parte de la película, la de la exposición. Pero, una vez que el espectador ha asimilado lo que está sucediendo y las características de la misión de los protagonistas, Origen se convierte en una película de acción trepidante, con la única particularidad de que la acción, al transcurrir en un sueño que a su vez transcurre en un sueño que a su vez transcurre en un sueño, se eleva al cubo. Está bien planificado todo: el espectador, superado el impacto inicial, no se pierde en esa maraña de sueños, y es ingenioso el tratamiendo del tiempo en cada nivel del sueño y la mirada melancólica hacia los amores del pasado. Pero no nos encontramos ante La Obra Grandiosa que su autor pretende, sino ante una interesante película de acción que, a veces, cae en la banalidad (toda la parte de la persecución y tiroteo en el búnker en la nieve parece extraída de una mala película de James Bond). Me habría encantado que el original planteamiento se hubiera desarrollado en una historia a su altura, pero no es así. Es una buena película de acción con interesantes planteamientos, pero tendremos que esperar a ver si Nolan consigue superar el listón de su ópera prima, que, hasta ahora, sigue siendo su cima.


martes, 1 de marzo de 2011

Valor de ley



Los Coen nunca han mirado bien a sus criaturas. Desde los lejanos tiempos de Sangre fácil hasta la actualidad, las películas de Joel y Ethan son un muestrario magníficamente surtido de imbéciles, torpes, mediocres, ególatras, seres patéticos que nunca son conscientes de sus enormes limitaciones. Para los Coen, el ser humano es una calamidad, una criatura zarandeada por el mundo -implacable- y por sus propias pulsiones, que casi siempre suelen empujarlo al dinero, el sexo, el ego o al poder. Pero casi nunca consigue lo que busca, porque es tan torpe que, en la consecución de sus metas -siempre prosaicas, siempre ilusiorias-, suele estropearlo todo. Para los hermanos de Missouri, el mundo es un caos, algo sin sentido . Pienso en Fargo, en El gran Lebowski, en Quemar después de leer, y la distancia con que sus autores miran el mundo que han creado, y a sus criaturas, es insalvable. Es como si los Coen se sientieran muy por encima de ese mundo que presentan, sabedores de su propia inteligencia y superioridad, y por eso a menudo hay una mirada cruel  -cuando no enigmática- sobre esas personas. Su amor por los personajes grotescos, presuntuosos, violentos o rijosos son una marca de la casa, igual que sus imágenes perfectas, su sentido casi matemático de la narración, sus guiones a menudo milimétricos, su gusto por la deconstrucción y el homenaje a los géneros. Son una de las grandes voces del cine contemporáneo, a pesar de que sus películas no siempre están a la misma altura, como es natural.
En la de hoy, Valor de ley, quizá por provenir de una obra ajena a ellos, encontramos, para variar, una mirada más compasiva sobre los seres humanos, sus afectos y sus lazos, y eso otorga una rara cualidad humana a este film, que contrasta con la negrura, el pesimismo de su cine. Las relaciones que se establecen entre Mattie Ross, la niña que quiere vengar la muerte de su padre, y los dos hombres que la ayudan en su tarea (un borracho cazarrecompensas, genial Jeff Bridges, y un ranger de Texas, interpretado por un excelente Matt Damon), son al principio frías pero, poco a poco, acaban formando un equipo bien compenetrado. Entre los dos hombres surgen disputas (no en vano uno representa la vejez, la sabiduría, el estar ya de vuelta de todo, y ha conocido todo de lo que el ser humano es capaz, y el otro representa la juventud, el afán, la inexperiencia, la nobleza de carácter -aunque también la arrogancia, la petulancia-), pero acaban los dos comiendo en la mano de una niña de catorce años que los maneja con su inteligencia y su obstinación sin límites, una niña redicha, sabelotodo, que acaba robando el corazón de sus acompañantes y del espectador. En la película hay espacio para el humor (no son pocas las situaciones en que quedan a la vista los defectos de los dos acompañantes, pero sin la distancia, sin la crueldad que suele ser habitual en el cine de los Coen), pero también para la emoción, para la crueldad, para el lirismo. Al acorde de una música de piano melancólica (obra de su habitual Carter Burwell) se van desgranando las imágenes majestuosas, clásicas, de una narración que se inscribe en el más puro western, por mucho que sus autores afirmen que no intentaron crear un western, sino la adaptación de una novela que sucedía en esa época. Un western melancólico, sucio, que presenta un mundo caótico (como sin duda debió de serlo), donde el imperio de la violencia es la única ley. Y, en mitad de ese mundo salvaje, podrido, despiadado, la inocencia de una niña que quiere vengar a su padre se convierte en una fuerza capaz de enfrentarse con todas las amenazas y de dar un sentido a todo.
Los Coen ya tenían en su haber grandes obras maestras, pero ésta, desde mi punto de vista, está a la altura de Fargo o de Muerte entre las flores.


lunes, 21 de febrero de 2011

Shortbus



Shortbus es el nombre de un local extraño, mezcla de club de sexo y de espacio cultural alternativo (de difícil verosimilitud, todo sea dicho, pero quíén sabe: son tan raros estos americanos...), y es el lugar donde las vidas de los diferentes protagonistas se van a cruzar: James y Jamie, una pareja homosexual que busca, a instancias de Jamie, abrir la relación a otras experiencias; su terapeuta sexual, una mujer que nunca ha conocido el orgasmo, en compañía de su marido; Severin, una dominatrix dominada por la tristeza y la sensación de vacío; Ceth, un joven prendado de James y Jamie, y Caleb, un vecino que no deja de espiar a la pareja. Todos los personajes buscan en el sexo una vía de realización personal, y la visión del mismo es completamente desprejuiciada, luminosa. Y en eso reside lo más notable de la película, lo que la convierte en un especimen raro dentro del cine actual (y, sobre todo, dentro del norteamericano): su tratamiento del sexo, que es explícito hasta límites antes nunca vistos en el cine no pornográfico. Esto la convierte en un interesante experimento: el espectador tiene ocasión de contemplar escenas de orgía, cuerpos que no dejan de follar, penes erectos, eyaculaciones, masturbaciones, tríos, cuartetos, y, sin embargo -y esto es lo más interesante de todo-, la mirada limpia de su director, James Cameron Mitchell, otorga a sus imágenes el don de la transparencia. Si se va a reflexionar sobre el papel del sexo en el mundo contemporáneo, era necesaria esa explicitud, llevando a su plenitud lo que ya estaba apuntado en Nine songs o en Intimidad. Un personaje que no siente el orgasmo, otro que no se atreve a pedir a su pareja que cumpla sus deseos -masoquistas, en este caso-, otro que sufre por no acabar de entregarse completamente a su pareja. Parejas y solteros aparecen igualmente solitarios, quebradizos, frágiles, deseosos de un cambio que no saben cómo acometer.
La película se acaba contagiando del espíritu underground del local que le da título, y desde ese presupuesto todo lo que sucede -por inverosímil que pueda parecer- tiene justificación. Los disfrutes del cuerpo tienen buena parte de importancia en los del alma, y toda la carnalidad de la película se acaba convirtiendo en una abstracción sobre el ser humano, su felicidad y sus sufrimientos en un marco estrictamente contemporáneo. No he visto Hedwig and the angry inch, pero el visionado de esta película me ha despertado las ganas de disfrutarla.


martes, 15 de febrero de 2011

Grupo salvaje



Los héroes han dejado de ser jóvenes, van sucios, y para no morirse de hambre se han dedicado a robar y asesinar impunemente. Es lo que tiene la decadencia: que los buenos se acaban convirtiendo en algo que ya no se sabe bien qué es. Ya no recuerdan a amores pasados mientras descansan por la noche haciendo sonar la armónica, con su cabeza en la montura, bajo el cielo estrellado del desierto, sino que se desahogan con putas mexicanas. Y, sobre todo, beben: whisky si están en una parte de la frontera, tequila si en la otra. Pero un resquicio de humanidad anida en ellos, y, de vez en cuando, recuerdan las personas decentes que fueron. Y surge, potente, el antiguo sueño de ser fiel al propio código, el que te permite mirarte al espejo cada mañana sin avergonzarte, aunque la consecuencia de esa fidelidad pueda ser la muerte. Ése es el mundo que nos presenta, de forma melancólica y amarga, el clásico de Sam Peckinpah Grupo salvaje.
La sinopsis es bien conocida: un grupo de atracadores son perseguidos por cazarrecompensas, y recorren la frontera de Estados Unidos y México para ponerse a salvo y para dar el último golpe, el que les permitirá retirarse: robar unas armas del ferrocarril y entregarlas al ejército mexicano. Ya son demasiado maduros, están demasiado cansados, sus huesos ya no son los de antes, y no son unos santos: no dudan en matar a inocentes, en arriesgar vidas de niños o de mujeres. En una narración pausada y -suele decirse- crepuscular, Peckinpah entrevera la descripción de unos paisajes áridos, duros como el alma de los personajes, y la narración lenta, implacable, de las consecuencias de esa última  misión. Y el resultado es una película hermosísima, triste, pesimista, contundente como un puñetazo en el estómago, una elegía a un mundo que, si alguna vez fue hermoso, ya está desapareciendo, corrompido por el afán de dinero. Es el dinero el que ha podrido el alma de los protagonistas, el de sus perseguidores, el del ejército. En medio de todo eso, de vez en cuando -sólo de vez en cuando-, asoman los jóvenes risueños que fueron, los que jugaron ilusionados con muchachas y sintieron la camaradería, la amistad. En nombre de esos jóvenes actúan los protagonistas al final. Ver a los cuatro internarse en el infierno con paso lento y decisión es una de esas escenas que uno no olvida.
Se habló mucho en su momento del tratamiento abusivo de la violencia en Peckinpah, pero ¿quién se acuerda en estos días de aquella polémica? Lo que nos queda es sabor a polvo del desierto en la boca, tristeza, la conciencia, después del visionado, de que se trata del último clásico del western propiamente dicho. Lo que vino después (Sin perdón) fue otra cosa.

lunes, 7 de febrero de 2011

Winter's Bone



Ree (Jennifer Lawrence) tiene diecisiete años y ha de tirar de un carro bien pesado: su madre está discapacitada, tiene dos hermanos pequeños y el padre se largó. Vive en medio del campo, en una casa desvencijada y, si no fuera por unos vecinos que se apiadan de ella y su familia, ni podrían comer todos los días ni podrían tener madera para calentarse en los inviernos. Ree ha tenido que acostumbrarse a su vida, y no se queja. Pero al principio de la película la policía la advierte: si su padre, que se dedicaba a cocinar metanfetamina, no se presenta a juicio, su familia perderá la casa, que el progenitor hipotecó para conseguir la fianza. Así que la joven Ree, a pie -no tiene medio de transporte-, recorre diferentes casas más o menos cercanas en busca del paradero de su padre. La película describe el cuarto trastero del sueño americano: un paisaje gris, invernal, duro, donde viven aisladas personas hurañas, que olvidaron en qué consistía el trato humano, descuidadas, con casas sucias y vidas marginales. Y esa descripción minuciosa, casi terrorífica, del entorno hostil, es tan verosímil y tan poco frecuente en el cine americano, que uno se queda boquiabierto ante tanta fealdad -física y moral- y se explica que la película ganara el Gran Premio del Jurado al mejor drama en el Festival de Sundance. Lo que no cuadra es que esté nominada a un puñado de oscars, porque no hay nada más lejano a los oscars que el espíritu de esta película dirigida por Debra Granik. Lenta, áspera, minuciosa, de fotografía sucia, consigue que el espectador empatice desde las primeras imágenes con esa adolescente que ha de apechugar con la parte fea de la vida y luchar por su familia, que sienta pena y, después, terror. Porque las granjas y las gentes (relacionadas con el tráfico y la creación de drogas) adonde tiene que dirigirse Ree para averiguar dónde está su padre ponen los pelos de punta. Como si tuviera que entrar en casa de la familia psicópata de La matanza de Texas para sacarle información a Leatherface.
Ni que decir tiene que el guión es sencillo pero efectivísimo, que todas las interpretaciones son de las que quedan en el recuerdo y que todas las nominaciones al óscar están más que justificadas. La descripción de ese mundo está hecha con vigor y resulta chocante contrastarlo con la otra cara del sueño americano, ese lugar donde seres inocentes viven en la precariedad más absoluta y ni siquiera, por culpa de la educación y de la forma de vida que llevan, tienen el desahogo de poder expresarlo: toda la película está llena de silencios, de personas hoscas que se niegan a hablar, a recibirte en su casa, a apiadarse de una familia que está a punto de caer en la mendicidad. La joven Ree, como el resto de su entorno, como la película misma, es de pocas palabras. Pero dice mucho.




domingo, 6 de febrero de 2011

Más allá de la vida


 
Cuando me enteré de que Clint Eastwood estaba rodando una película sobrenatural,  inmediatamenté recelé del proyecto. No me imaginaba al austero director de Gran Torino entregado a una historia sobre espíritus. Cosas de la costumbre. Igual me pasó con Invictus y, como era de esperar, me gustó bastante. Entendámonos: no me apasionó, pero sí me gustó mucho esa historia tan alejada de mí. Las peores películas de los maestros suelen merecer bastante más la pena que la mayoría de los estrenos, y todos mis recelos se esfumaron cuando las luces de la sala se apagaron y empezó la película. Desde el comienzo impactante al final feliz, no pude evitar sentirme arrastrado -como por un tsunami- por las historias de esos seres, habitantes de vidas insatisfactorias, necesitadas de una comunicación imposible con sus seres queridos del más allá. Las peripecias del personaje de Matt Damon, Cécile de France y el niño inglés son los tres hilos de un cañamazo donde aparecen muchos más personajes, todos secundarios pero espléndidos: el hermano de Matt Damon, el socio del hermano, la negra que acude para entablar conexión con su hija, el personaje-bombón de Bryce Dallas Howard... Entre todos forman un mundo melancólico, triste -¿cómo si no podría ser un mundo de personas destinadas a la muerte?-, en el que las personas intentan agarrarse a otras personas para que la corriente -por seguir con la metáfora- no se las lleve. Personas frágiles, doloridas, pero necesitadas de una esperanza con la que seguir adelante. La prodigiosa escena entre Matt Damon y el niño inglés condensa el espíritu de la película: a pesar de todo el dolor por tener que dejar atrás cosas y personas amadas, hay que seguir adelante. 
Hay quien ha acusado a la película de blanda, pero yo no estoy de acuerdo: en ningún caso recurre al sentimentalismo ni al dramatismo de saldo. El único defecto que le encuentro -y no es pequeño- es de guión: la forma de engastar unas historias en otras me parece bastante artificial y forzado. La solución que el guionista adopta para hacer que esas vidas paralelas se acaben cruzando me parece inverosímil, por más que el azar nos pueda sorprender con giros más inesperados.
Pero, en cualquier caso, el acto mismo de narrar de Eastwood se convierte en algo tan placentero que uno tiene la sensación de que da un poco igual lo que nos cuente. Nos dejamos llevar con esa corriente tan potente del film y desembocamos en una sala con las luces encendidas y con las ropas empapadas.

jueves, 3 de febrero de 2011

Los protectores



Me gusta leer los artículos de Javier Marías, y, aunque suelo coincidir en sus argumentos y opiniones, la verdad es que en la mayoría de las veces el enfoque que elige es la protesta, el gruñido -cultivadísimo, eso sí- casi perpetuo. Por eso me llamó tanto la atención que, en lugar de la sempiterna queja, hace unas semanas dedicara un encendido elogio a una película, Los productores, de Walter Hill. Tengo que confesar que este director nunca ha sido santo de mi devoción: en su momento vi Calles de fuego, Forajidos de leyenda, The Warriors y La presa, películas todas que quedan en el horizonte de mis recuerdos y que, si mi memoria no me engaña, me agradaron, pero sin estusiasmo alguno. De sus películas más recientes -aunque tienen una pinta no muy seductora- no puedo decir nada, aunque he de reconocer que me resulta simpático su empeño por revitalizar el cine de género, sobre todo el western. Así que decidí hacer caso de Marías.
El encendido entusiasmo del escritor ante Los protectores (cuyo título original es Broken trail) no se produjo en mí durante el visionado. Maruja Torres afirma que Javier Marías es un apasionado cinéfilo y no lo dudo, pero creo que su debilidad confesa por un género, el western, le impide distinguir el grano de la paja. O lo que es lo mismo, que sus argumentos (que siempre parecen tan lógicos y aplastantes) a veces son bastante subjetivos. Lo que para él era una gran película para mí no pasa de un producto agradable, discreto, un homenaje a muchos de los clásicos de ese género. Para empezar, descubrir que se trataba de un telefilm (una TV movie, como la llaman ahora) no fue agradable. Y no porque yo tenga prejuicios sobre los productos televisivos (bien saben los dioses que algunos de mis mayores disfrutes cinematográficos los han protagonizado ciertas series), sino porque ese telefilm adolece del lenguaje ramplón que los telefilms tenían: sus encadenados a negro para dejar paso a la publicidad enmarcan fragmentos regulares de la trama que aportan poco a la historia: todo funciona por acumulación, y el montaje toma por tonto al espectador y abusa de los subrayados. Planos medios y primeros planos innecesarios por doquier hacen que el interés por la historia se me vaya difuminando poco a poco. Y esa historia nos cuenta cómo un viejo (Robert Duvall) aparece en la vida de su adusto sobrino (Thomas Haden Church) para comunicarle que su madre -la del sobrino- ha muerto y no ha dejado nada a su hijo. El viejo, intentando remediar esa injusticia, decide comprar cientos de caballos y conducirlos muchas millas más allá para venderlos y conseguir así un dinero con el que ayudar a su sobrino, y la película es el relato de ese viaje. Hasta aquí, todo suena a ya visto: un trayecto a través de espacios abiertos (hermosísimos, por cierto) donde un viejo y un joven nos muestran el conflicto de la edad (inevitable acordarse de Río Rojo, de Hawks) y el proceso de aprendizaje y relevo. Pero el viejo y su sobrino se encuentran con cinco jóvenes chinas compradas por un tahúr que transporta a las muchachas para venderlas a un burdel. Como el tahúr intenta robarles, el sobrino lo mata y las cinco jóvenes, en lo sucesivo, acompañarán a los protagonistas en su viaje. La convivencia entre los rudos vaqueros y las chinas se verá enriquecida con la presencia de más fugitivos: una prostituta ya madura (Greta Scacchi) y un chino (que servirá de intérprete entre unas y otros). Para rematar el conjunto, la dueña de las chinas, propietaria de un burdel, envía a un matón en su busca. Un matón cuya peligrosidad resulta resaltada cada poco tiempo, en un intento de mantener las expectativas del espectador, que se verán finalmente frustradas en un climax bastante anticlimático.
A los ecos de Río Rojo podríamos sumar los de La diligencia (la presencia de la prostituta en un carruaje remite a ella), Sin perdón (el tema de la vejez del héroe está siempre presente) o Dos cabalgan juntos, en el principal mérito del film: la descripción de la convivencia de personajes diferentes y la atención no a las escenas de acción, sino a esos pequeños momentos cotidianos que describen a los personajes y sus relaciones. Aunque más que personajes son arquetipos (un género se nutre de ellos, y la dirección de Hill no puede sacar más de los actores, con la excepción de Duvall), no deja de ser agradable el carácter descriptivo de los pasajes en que éstos interactúan. Lo que guardaré en mi memoria serán esos momentos: un viejo y una prostituta con los pies en el agua, al atardecer. Él caballeroso, ella recuperando de pronto todos sus pudores y anhelos, y, mientras, las brasas del día apagándose en el agua tranquila de un meandro del río.

miércoles, 26 de enero de 2011

En tierra hostil




La guerra es una droga, reza una cita al principio de esta película que hace referencia al personaje protagonista, interpretado por Jeremy Renner, de oficio, desactivador de explosivos. De hecho, la película nos cuenta el día a día -en cuanta atrás hasta el soñado regreso a casa- de un equipo de desactivadores de explosivos. Después de la muerte de un compañero, William James (Jeremy Renner) llega a sustituirlo. La profesionalidad del fallecido choca contra el sistema de trabajo caótico, temerario, casi suicida, del sustituto, y la película nos muestra la convivencia entre los integrantes de ese equipo, el desactivador, un sargento y un especialista. Los iniciales enfrentamientos entre ellos dejan paso a un cierto entendimiento, y en la película se nos narran diferentes episodios de desactivación de explosivos, con (pocos) tramos de ocio. La estructura de la película me parece acertadísima: esos episodios que se suceden -todos narrados de forma magistral, con una tensión casi insoportable, construida sobre un montaje que quita el aliento- dan al espectador la sensación de que, por muchos explosivos que desactiven, a pesar del peligro, del riesgo, de la intervención casi milagrosa de la intuición y del azar, siempre van a aparecer más y más bombas. Como un trabajo que no tiene fin, ni recompensa. Todos y cada uno de los episodios -el tiroteo en las afueras de Bagdad, la primera desactivación, el intento de salvar al hombre-bomba, etc, etc- están narrados con una fuerza que hacía tiempo que no veía en el cine. Y uno de los elementos que produce mayor tensión es la ausencia visual del enemigo. Cuando aparece -excepto en una ocasión-, siempre es de lejos y entrevisto, con lo que se consigue que el enemigo se convierta en un ente abstracto, que puede encarnarse en cualquiera que pasa por la calle, cualquiera de las cabezas que miran el trabajo de los desactivadores desde sus casas. Y eso otorga mayor tensión al conjunto. 
La película está desprovista de una mirada política, aunque es realista. La directora, Kathryn Bigelow, nos muestra un presente radical con la mayor cantidad de realismo posible, pero sólo nos cuenta la versión norteamericana, o, mejor dicho, la versión de tres personas, de tres jóvenes muy distintos que sufren de forma diferente la situación que viven. Los traumas que vendrán luego, después de los hechos narrados, serán otra historia, otra película. Las vidas truncadas, deshechas o destinadas al alcohol, las drogas o los psiquiatras, se pueden intuir durante el visionado de En tierra hostil.
Casi todo el film transcurre en Bagdad y sus alrededores, y esa ciudad destrozada, sus alrededores desérticos, el calor y el polvo tienen una importancia decisiva en la historia. Sólo en un par de secuencias aparecen los Estados Unidos, y se trata de dos secuencias fundamentales para entender a William James y la profunda monstruosidad de la guerra: de regreso en casa, el desactivador de bombas se encuentra con una vida que no entiende. Buscar los cereales para su hijo en la enorme sección de unos grandes almacenes es una tarea más complicada para él que desactivar un artefacto explosivo. La vida real, para él, ha dejado de existir. Necesita esa adrenalina que su trabajo le despierta. La película, así, se convierte en un discurso (sin palabras) sobre cómo la violencia deshumaniza de raíz al ser humano y lo convierte en un extraño para sí mismo y para los suyos.
Todas las consideraciones que se hicieron sobre lo extraño de que una película de acción, rebosante de testosterona y adrenalina, estuviera dirigida por una mujer me parecen, sencillamente, ridículas.


jueves, 30 de diciembre de 2010

Two lovers




Te llamas Leonard, y sólo tú sabes cuánto llevas sufrido. Sufres de esquizofrenia, y tus padres, con exquisito tacto, te cuidan, te dan trabajo en su tintorería y no hablan de lo que puede recordar la realidad y hacerte daño. Miras vivir a los demás y te parece que tu vida es un simulacro. Detrás de tus ojos, e inundándolo todo, la melancolía. Has intentado suicidarte más de una vez. No quieres hacer sufrir a nadie, y sabes que la normalidad es imposible. Y, justo en ese momento, dos mujeres se cruzan en tu vida. Una es la que tus padres quieren adjudicarte, una mujer morena, sensible, hermosa, a la que de entrada rechazas porque es el proyecto de tus padres para ti; la otra, una vecina conocida por accidente, hermosa, escurridiza, manipuladora, egoísta. Y rubia.
Ése es el conflicto dramático, tan antiguo como el mundo: un hombre entre dos mujeres, enfrentado al terrible desgarro de la elección, como decía el poeta. El gran amor que uno sabe que va a hacer sufrir frente al amor domesticado, que va a aportar serenidad y comodidad a tu vida. James Gray, del que sólo había visto La noche es nuestra (también con Joaquin Phoenix, que es su actor fetiche), borda una película llena de tristeza, de comprensión hacia sus criaturas, de buena narración, atenta a los pequeños gestos de unas interpretaciones que te dejan sin habla. Se te olvida que Gwyneth Paltrow es la rubia, que Phoenix es el sufriente y que la morena es la(hasta ahora) desconocida para mí Vinessa Shaw, porque los personajes están tan bien dibujados y -sobre todo- interpretados, que una bocanada de verdad y de sentimiento atraviesa de parte a parte esta película que todo el mundo debería ver.
La fotografía mortecina, crepuscular, los silencios, las miradas, la tristeza de la madre (una Isabella Rossellini prodigiosa, que construye un personaje con tres frases), un futuro que se adivina carente de atractivos, el deseo de escapar de uno mismo cogiendo trenes imposibles... El director asegura que ha intentado contar en plan realista lo que las comedias románticas suelen narrar, y lo que le ha salido es una crónica vital llena de verdad y de fracasos. Aunque La noche es nuestra me pareció una magnífica película, creo que la voz del director se vuelve más auténtica, más rica, cuando se olvida del género negro (y eso que lo que hace con él es desestructurarlo, llenarlo de esa sutil desolación que impregna todo su cine).