martes, 15 de febrero de 2011

Grupo salvaje



Los héroes han dejado de ser jóvenes, van sucios, y para no morirse de hambre se han dedicado a robar y asesinar impunemente. Es lo que tiene la decadencia: que los buenos se acaban convirtiendo en algo que ya no se sabe bien qué es. Ya no recuerdan a amores pasados mientras descansan por la noche haciendo sonar la armónica, con su cabeza en la montura, bajo el cielo estrellado del desierto, sino que se desahogan con putas mexicanas. Y, sobre todo, beben: whisky si están en una parte de la frontera, tequila si en la otra. Pero un resquicio de humanidad anida en ellos, y, de vez en cuando, recuerdan las personas decentes que fueron. Y surge, potente, el antiguo sueño de ser fiel al propio código, el que te permite mirarte al espejo cada mañana sin avergonzarte, aunque la consecuencia de esa fidelidad pueda ser la muerte. Ése es el mundo que nos presenta, de forma melancólica y amarga, el clásico de Sam Peckinpah Grupo salvaje.
La sinopsis es bien conocida: un grupo de atracadores son perseguidos por cazarrecompensas, y recorren la frontera de Estados Unidos y México para ponerse a salvo y para dar el último golpe, el que les permitirá retirarse: robar unas armas del ferrocarril y entregarlas al ejército mexicano. Ya son demasiado maduros, están demasiado cansados, sus huesos ya no son los de antes, y no son unos santos: no dudan en matar a inocentes, en arriesgar vidas de niños o de mujeres. En una narración pausada y -suele decirse- crepuscular, Peckinpah entrevera la descripción de unos paisajes áridos, duros como el alma de los personajes, y la narración lenta, implacable, de las consecuencias de esa última  misión. Y el resultado es una película hermosísima, triste, pesimista, contundente como un puñetazo en el estómago, una elegía a un mundo que, si alguna vez fue hermoso, ya está desapareciendo, corrompido por el afán de dinero. Es el dinero el que ha podrido el alma de los protagonistas, el de sus perseguidores, el del ejército. En medio de todo eso, de vez en cuando -sólo de vez en cuando-, asoman los jóvenes risueños que fueron, los que jugaron ilusionados con muchachas y sintieron la camaradería, la amistad. En nombre de esos jóvenes actúan los protagonistas al final. Ver a los cuatro internarse en el infierno con paso lento y decisión es una de esas escenas que uno no olvida.
Se habló mucho en su momento del tratamiento abusivo de la violencia en Peckinpah, pero ¿quién se acuerda en estos días de aquella polémica? Lo que nos queda es sabor a polvo del desierto en la boca, tristeza, la conciencia, después del visionado, de que se trata del último clásico del western propiamente dicho. Lo que vino después (Sin perdón) fue otra cosa.

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