Los Coen nunca han mirado bien a sus criaturas. Desde los lejanos tiempos de Sangre fácil hasta la actualidad, las películas de Joel y Ethan son un muestrario magníficamente surtido de imbéciles, torpes, mediocres, ególatras, seres patéticos que nunca son conscientes de sus enormes limitaciones. Para los Coen, el ser humano es una calamidad, una criatura zarandeada por el mundo -implacable- y por sus propias pulsiones, que casi siempre suelen empujarlo al dinero, el sexo, el ego o al poder. Pero casi nunca consigue lo que busca, porque es tan torpe que, en la consecución de sus metas -siempre prosaicas, siempre ilusiorias-, suele estropearlo todo. Para los hermanos de Missouri, el mundo es un caos, algo sin sentido . Pienso en Fargo, en El gran Lebowski, en Quemar después de leer, y la distancia con que sus autores miran el mundo que han creado, y a sus criaturas, es insalvable. Es como si los Coen se sientieran muy por encima de ese mundo que presentan, sabedores de su propia inteligencia y superioridad, y por eso a menudo hay una mirada cruel -cuando no enigmática- sobre esas personas. Su amor por los personajes grotescos, presuntuosos, violentos o rijosos son una marca de la casa, igual que sus imágenes perfectas, su sentido casi matemático de la narración, sus guiones a menudo milimétricos, su gusto por la deconstrucción y el homenaje a los géneros. Son una de las grandes voces del cine contemporáneo, a pesar de que sus películas no siempre están a la misma altura, como es natural.
En la de hoy, Valor de ley, quizá por provenir de una obra ajena a ellos, encontramos, para variar, una mirada más compasiva sobre los seres humanos, sus afectos y sus lazos, y eso otorga una rara cualidad humana a este film, que contrasta con la negrura, el pesimismo de su cine. Las relaciones que se establecen entre Mattie Ross, la niña que quiere vengar la muerte de su padre, y los dos hombres que la ayudan en su tarea (un borracho cazarrecompensas, genial Jeff Bridges, y un ranger de Texas, interpretado por un excelente Matt Damon), son al principio frías pero, poco a poco, acaban formando un equipo bien compenetrado. Entre los dos hombres surgen disputas (no en vano uno representa la vejez, la sabiduría, el estar ya de vuelta de todo, y ha conocido todo de lo que el ser humano es capaz, y el otro representa la juventud, el afán, la inexperiencia, la nobleza de carácter -aunque también la arrogancia, la petulancia-), pero acaban los dos comiendo en la mano de una niña de catorce años que los maneja con su inteligencia y su obstinación sin límites, una niña redicha, sabelotodo, que acaba robando el corazón de sus acompañantes y del espectador. En la película hay espacio para el humor (no son pocas las situaciones en que quedan a la vista los defectos de los dos acompañantes, pero sin la distancia, sin la crueldad que suele ser habitual en el cine de los Coen), pero también para la emoción, para la crueldad, para el lirismo. Al acorde de una música de piano melancólica (obra de su habitual Carter Burwell) se van desgranando las imágenes majestuosas, clásicas, de una narración que se inscribe en el más puro western, por mucho que sus autores afirmen que no intentaron crear un western, sino la adaptación de una novela que sucedía en esa época. Un western melancólico, sucio, que presenta un mundo caótico (como sin duda debió de serlo), donde el imperio de la violencia es la única ley. Y, en mitad de ese mundo salvaje, podrido, despiadado, la inocencia de una niña que quiere vengar a su padre se convierte en una fuerza capaz de enfrentarse con todas las amenazas y de dar un sentido a todo.
Los Coen ya tenían en su haber grandes obras maestras, pero ésta, desde mi punto de vista, está a la altura de Fargo o de Muerte entre las flores.