domingo, 30 de enero de 2011

El concierto




Andrei Filipov trabaja como limpiador en el Bolshoi, pero treinta años atrás fue el director de orquesta del famosísimo teatro ruso. Mientras limpia en el despacho del director actual, encuentra un fax de París en que el director del Chatelet solicita un concierto en la ville lumière, y decide convocar a todos sus antiguos músicos, enfrentarse a mil contratiempos -muchos de ellos, procedentes del indómito carácer ruso- y dirigir un concierto que hace treinta años fue interrumpido por Brezhnev, por albergar dentro de la orquesta a músicos judíos. Entre otras tramas (que no quiero desvelar), ése es el hilo argumental de El concierto, la última película del rumano Radu Mihaileanu. Ese hilo ensarta muchas cuentas: una crítica feroz al decadente comunismo, a su antisemitismo, al carácter caótico del pueblo ruso; un canto al arte, capaz de trascender nacionalidades, épocas, ideologías; una reflexión sobre la tenacidad del artista, consagrado a su arte hasta las últimas consecuencias, a veces gravísimas; un intento de acabar en el presente aquello en lo que mucha gente se dejó la piel...
Muchos temas para una sola película. Sobre todo cuando el director no es un genio. Y Mihaileanu no lo es. Es un creador aplicado, que intenta poner pasión en lo que cuenta, y contagiar esa pasión al espectador, pero en mi caso no lo ha conseguido. El concierto me ha parecido una película bastante digna, pero era muy difícil casar el tono de farsa (que predomina en gran parte del metraje) con el íntimo, reflexivo y emotivo de, sobre todo, la parte final. Especialmente durante toda la parte del concierto, el director consigue despojarse de todo lo anterior y se vuelca en la difícil tarea de hacernos entender la locura por el arte, el contagio de la belleza, conceptos abstractos pero que el rumano vuelve sencillos, puramente visuales. Y eso hace que uno acabe con buen sabor de boca, pero todas las vicisitudes de sus personajes hasta empezar ese concierto se le antojan a uno fruto del capricho del guionista -que, al parecer, se inspiró en un caso real- y están narradas de forma atropellada, caótica, como -parece sugerir el director- es el alma eslava.


miércoles, 26 de enero de 2011

En tierra hostil




La guerra es una droga, reza una cita al principio de esta película que hace referencia al personaje protagonista, interpretado por Jeremy Renner, de oficio, desactivador de explosivos. De hecho, la película nos cuenta el día a día -en cuanta atrás hasta el soñado regreso a casa- de un equipo de desactivadores de explosivos. Después de la muerte de un compañero, William James (Jeremy Renner) llega a sustituirlo. La profesionalidad del fallecido choca contra el sistema de trabajo caótico, temerario, casi suicida, del sustituto, y la película nos muestra la convivencia entre los integrantes de ese equipo, el desactivador, un sargento y un especialista. Los iniciales enfrentamientos entre ellos dejan paso a un cierto entendimiento, y en la película se nos narran diferentes episodios de desactivación de explosivos, con (pocos) tramos de ocio. La estructura de la película me parece acertadísima: esos episodios que se suceden -todos narrados de forma magistral, con una tensión casi insoportable, construida sobre un montaje que quita el aliento- dan al espectador la sensación de que, por muchos explosivos que desactiven, a pesar del peligro, del riesgo, de la intervención casi milagrosa de la intuición y del azar, siempre van a aparecer más y más bombas. Como un trabajo que no tiene fin, ni recompensa. Todos y cada uno de los episodios -el tiroteo en las afueras de Bagdad, la primera desactivación, el intento de salvar al hombre-bomba, etc, etc- están narrados con una fuerza que hacía tiempo que no veía en el cine. Y uno de los elementos que produce mayor tensión es la ausencia visual del enemigo. Cuando aparece -excepto en una ocasión-, siempre es de lejos y entrevisto, con lo que se consigue que el enemigo se convierta en un ente abstracto, que puede encarnarse en cualquiera que pasa por la calle, cualquiera de las cabezas que miran el trabajo de los desactivadores desde sus casas. Y eso otorga mayor tensión al conjunto. 
La película está desprovista de una mirada política, aunque es realista. La directora, Kathryn Bigelow, nos muestra un presente radical con la mayor cantidad de realismo posible, pero sólo nos cuenta la versión norteamericana, o, mejor dicho, la versión de tres personas, de tres jóvenes muy distintos que sufren de forma diferente la situación que viven. Los traumas que vendrán luego, después de los hechos narrados, serán otra historia, otra película. Las vidas truncadas, deshechas o destinadas al alcohol, las drogas o los psiquiatras, se pueden intuir durante el visionado de En tierra hostil.
Casi todo el film transcurre en Bagdad y sus alrededores, y esa ciudad destrozada, sus alrededores desérticos, el calor y el polvo tienen una importancia decisiva en la historia. Sólo en un par de secuencias aparecen los Estados Unidos, y se trata de dos secuencias fundamentales para entender a William James y la profunda monstruosidad de la guerra: de regreso en casa, el desactivador de bombas se encuentra con una vida que no entiende. Buscar los cereales para su hijo en la enorme sección de unos grandes almacenes es una tarea más complicada para él que desactivar un artefacto explosivo. La vida real, para él, ha dejado de existir. Necesita esa adrenalina que su trabajo le despierta. La película, así, se convierte en un discurso (sin palabras) sobre cómo la violencia deshumaniza de raíz al ser humano y lo convierte en un extraño para sí mismo y para los suyos.
Todas las consideraciones que se hicieron sobre lo extraño de que una película de acción, rebosante de testosterona y adrenalina, estuviera dirigida por una mujer me parecen, sencillamente, ridículas.


martes, 25 de enero de 2011

Villa Amalia



Una mujer espía a su esposo y lo descubre besando a otra. A partir de ese momento, su mundo, el que había creado con su vida, con su trabajo, con su pareja, se desmorona. Y, en un arrebato, decide acabar no sólo con su marido, sino con el gigantesco decorado de su propia vida. Liquida cuentas con todo y con todos y se marcha. A empezar una nueva vida. Una vida completamente nueva. 
Isabelle Huppert encarna a una protagonista que parece prima hermana de otros personajes suyos: fría, misteriosa, silenciosa, con reacciones raras, insólitas. Sus decisiones las conocemos cuando se encarnan en actos, y el más frecuente de ellos es la huida, el acto repentino: no sólo se escapa del marido, sino que se marcha de repente del restaurante donde come con él, da por zanjadas conversaciones que sólo han empezado y, sobre todo, corre, corre siempre, como si tuviera prisa por llegar a algún lado. Quizá el lugar que busca es ella misma. 
Ésta es la sinopsis de una película hermosa y abrupta: el director nos escatima gran parte de la información, las acciones resultan casi siempre interrumpidas, y la elipsis acaba erigiéndose en la emperatriz de la función. Entre las elipsis y los silencios, el espectador está obligado a orientarse contemplando el rostro, la mirada de la Huppert -que es más elocuente que todos los diálogos: de hecho, toda la película descansa sobre sus hombros-, y lo que halla en ellos es la satisfacción de alguien que acaba haciendo eso que suena tan manido de encontrarse a sí mismo. Desde mi punto de vista, el ritmo entrecortado del montaje, las mencionadas elipsis, no aportan gran cosa: al revés, acaban subrayando innecesariamente el estilo, restando importancia a la historia. Afortunadamente, el director, Benoît Jacquot, podía permitirse errores estilísticos: la deslumbrante interpretación de Isabelle Huppert distrae al espectador de todos ellos.

lunes, 24 de enero de 2011

Mataharis

Llevado del entusiasmo por la última película de Icíar Bollaín, me pongo a ver la única película que me faltaba de ella. Y lo único que no me ha gustado de esta película tersa, sin miedo a hablar de sentimientos de forma sencilla, ha sido el título. Mataharis hace pensar en espías sofisticadas, mujeres devorahombres -en mi mente, la imagen de Garbo embutida en trajes exóticos-, y nada más lejos de todo ese glamour que las tres mujeres protagonistas de esta estupenda película. Las tres trabajan como detectives para la misma empresa, liderada por un jefe impresentable, pero la película no se detiene en contarnos cuáles son sus relaciones, sino que nos describe la vida de cada una. Con sus carencias afectivas, sus dudas, sus cansancios, sus ilusiones, sus amores y desamores, las tres mujeres representan tres modelos, tres edades, tres posturas. Inés (María Vázquez), la más joven, está ilusionada con su trabajo, busca una estabilidad sentimental que no acaba de llegar -sólo encuentra amigos con derecho a sexo- y acabará enfrentada, en su investigación, ante un dilema ético; Eva (Nawja Nimri), sobrepasada por su maternidad, intenta compaginar su vida privada con la laboral, pero un descubrimiento sobre su propio marido la hará ejercer su oficio sobre éste; la última, la madura Carmen (Nuria González), mientras espía un naufragio matrimonial, acaba planteándose si el suyo no estará haciendo aguas también. Bollaín nos muestra las incertidumbres vitales, los sentimientos de estas tres mujeres, que se van a ver interferidos por su trabajo, por la vida que llevan. Unas espías muy alejadas del tópico cinematográfico. La directora nos enseña sus momentos de aburrimiento, de fastidio, la parte menos peliculera de esas existencias, llenas de soledad, polvos insatisfactorios, pañales por poner, pero también -y en eso reconocemos a la Bollaín humanista- la reflexión sobre la trascendencia de nuestros pequeños actos. 
Se trata de una película pequeña, intimista, hecha como al descuido -en busca de una naturalidad visual que las interpretaciones apoyan sólidamente-, pero mimada en los más pequeños detalles: miradas, silencios, lágrimas y suspiros se trenzan con el estrés de la gran ciudad, con un oficio que enfrenta a quienes lo ejercen con sus propios secretos al mirarse en el espejo de los secretos ajenos.
Como decía antes, sólo el título me parece desacertado, porque puede hacer esperar al espectador una ironía de la que la cinta carece por completo. Y de una mujer que ha elegido títulos tan hermosos como Te doy mis ojos o También la lluvia podríamos esperar algo más. Pero se lo perdonamos.

domingo, 23 de enero de 2011

También la lluvia



En cine no se llevan las buenas intenciones, al menos en España. Las películas que pretenden denunciar algo, sobre todo las españolas, acaban siendo criticadas por diferentes motivos. Digo esto porque no acierto a comprender por qué el estreno de También la lluvia fue recibido con unas críticas tibias, cuando no frías. Para mí, la última película de Icíar Bollaín es una gran película, narrada con elegancia y pericia -y no era fácil ensartar los dos niveles de la narración: el del presente y el del pasado. 
El argumento de la película es sencillo: un equipo de filmación se traslada a Cochabamba (Bolivia) para rodar en sus inmediaciones una película de denuncia sobre la colonización de los indígenas a manos de Colón y sus hombres. La rapiña, la codicia, la inhumanidad de aquellos hombres fueron descritos por Bartolomé de las Casas, que forma parte del grupo. Pero, mientras tiene lugar el rodaje, se desata en Cochabamba la Guerra del Agua, un episodio más de la explotación de los bolivianos a cargo de empresas norteamericanas. Ambas explotaciones (la que se hizo en nombre de Dios y la Corona y la actual, hecha en nombre de las multinacionales) se suman a una tercera: la del equipo de rodaje, que paga una miseria a unos extras necesarios para la existencia de la película. Los dos niveles se van superponiendo, complementándose, y a medida que los conflictos del presente aumentan, los diferentes personajes mostrarán diferentes actitudes, desde la solidaridad al miedo y al egoísmo. La directora sabe sacar significados y sugerencias de los contrastes (entre pasado y presente, realidad y ficción, compromiso y egoísmo, poderosos y explotados), con un guión del habitual del cine de Ken Loach, Paul Laverty. Es cine comprometido, sí; es cine de izquierdas, sí; es cine que intenta mostrar un resquicio de esperanza en ciertos cambios en el comportamiento de algunos personajes, sí. Es cierto que en la vida real esos cambios son raros, pero ¿no hay gente que ayuda a los menesterosos, a los explotados, o que por lo menos lo intenta? ¿Por qué mostrar eso ha de restar méritos a una película honesta, transparente, bien contada, llena de personajes creíbles? ¿Sólo el cine de Loach o los Dardenne han de aunar calidad y denuncia? ¿Es un delito -narrativamente hablando- mostrar un rayo de esperanza?
Bollaín ya demostró en anteriores trabajos que es una estupenda directora de actores, y aquí lo vuelve a confirmar, consiguiendo interpretaciones sutiles y verdaderas de Luis Tosar y Karra Elejalde, sobre todo, y demostrando que es una maestra a la hora de extraer lo mejor de actores no profesionales.
Yo aconsejo a todos que vayan a verla, antes de los goyas y los oscars y todo ese ruido mediático. La misma mirada honesta que ya había en Flores de otro mundo o Te doy mis ojos se encuentra en esta película, que denuncia algo que el cine español, hasta ahora, nunca se había planteado: muestro papel real en el descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo.




miércoles, 19 de enero de 2011

Luther




Acabo de ver el último episodio de esta miniserie (en total, seis), y estoy realmente asombrado. No esperaba, cuando vi los dos primeros, que la serie fuera a tomar el giro que acaba tomando. Al principio, he de reconocerlo, lo único que me atraía era que el papel protagonista lo interpretaba Idris Elba (el Stringer Bell de The Wire), que es un actor que me gusta muchísimo. Vistos los dos primeros episodios, sufrí una pequeña desilusión: aunque la trama era interesante, había una superabundancia de lugares comunes: Luther, el policía del título, es heterodoxo y se encuentra en una difícil situación personal (se está divorciando y su mujer, a la que ama todavía, está con otro); además, le cuesta dominar sus impulsos violentos; además, está especializado en casos de psicópatas. ¿Cuántas veces hemos visto estas mismas características en un policíaco, sobre todo a partir de El silencio de los corderos?
Cada capítulo nos cuenta un caso distinto, pero a partir del tercero la trama habitual empieza a cambiar y cada pieza comienza a ocupar un lugar diferente del que esperabas. Las interpretaciones y el montaje tienen nervio, y la ambientación y la luz -grises, deprimentes, como corresponde a una mirada a las porquerías del ser humano- nos invitan a la intranquilidad y a la desolación. En fin, que parece que fuera de la HBO hay vida inteligente para las series (aunque se trate de series sin grandes pretensiones, como ésta).
Me ha hecho gracia ver a Idris Elba en otro papel diferente. Para mí era el sinuoso, frío y fascinante lugarteniente del capo Avon Barksdale, en unas cuantas temporadas de The Wire, y me acostumbré a esa forma de andar, de mirar, de hablar. Aquí es un hombre maduro, hundido por las circunstancias, impulsivo, violento, sentimental, desgarrado. Dos personas diferentes, y no me lo esperaba. Como tampoco me esperaba verlo en un producto de la BBC, ese otro marchamo de calidad.


martes, 18 de enero de 2011

Submarino

El danés Thomas Vinterberg, seguidor del movimiento Dogma -aquel novedoso estilo que no innovaba absolutamente nada pero fue una habilísima plataforma publicitaria-, acabó abandonando aquella religión visual y este Submarino es prueba fehaciente de ello. La película, que describe dos existencias marcadas por una tragedia del pasado, dos seres sin rumbo, entregados a la autodestrucción, es sólida y hábil. Consigue describir a la perfección las vidas elegidas, y uno llega a imaginarse hasta lo que no aparece en el cuadro. La miseria moral, el autoabandono, la conciencia atroz de una culpa que no fue tal, marcan las existencias de dos hermanos que sirven al director para mostrar la parte menos amable de los civilizadísimos y deprimentes países nórdicos. La dirección es solvente, los actores efectivos, pero la historia se resiente de una complacencia en la desgracia que en algunos momentos vuelve inverosímil el conjunto. Es como si el director se hubiera propuesto narrar las existencias más desgraciadas del mundo, y da pena que una propuesta tan estimulante a muchos niveles funcione a medio gas por simples problemas de guión. Otra cosa que me desagrada es ese exceso de paralelismos, esa obsesión por la geometría del guión. No quiero destrozar la historia a quien aún no la ha visto, pero el prólogo encuentra un final demasiado forzado cuando averiguamos el origen del nombre del hijo, igual que tampoco funciona la visión exageradamente determinista del conjunto: los dos hermanos reaccionan de forma diferentemente destructiva al acontecimiento del prólogo, pero sus vidas resultan encorsetadas por un guión empeñado en demostrar, una y otra vez, que es imposible llevar una vida feliz si tu infancia ha venido marcada por una madre alcohólica y un accidente imprevisto. Decir que es una película bonita sería ridículo -demasiado drama, demasiada sordidez-, pero sí que merece la pena un visionado. Eso sí: se quitan las ganas de visitar cualquiera de los países nórdicos, porque el retrato que hace de ellos es implacable, con esa paleta de grises, esa frialdad -fuera y dentro de los personajes-, esa nieve medio derretida en las aceras, ese alcohol omnipresente...


domingo, 16 de enero de 2011

The cove

  Como documental, The cove te impacta, porque muestra una realidad brutal que se produce en uno de los países supuestamente más desarrollados del mundo, Japón. Además, se trata de un documental bastante particular, porque recurre a ciertos elementos del cine de ficción para dar sentido al conjunto: ¿conseguirán Ric O'Barry -el antiguo entrenador de los delfines que interpretaron a Flipper- y sus  hombres acceder, a pesar de la estrecha vigilancia japonesa, a la cala -el cove del título- donde anualmente se celebra una horrenda matanza de esos animales? Se trata de una película descaradamente activista. El director, Louie Psihoyos, ha resuelto que el arte puede (y debe) cambiar el mundo, y su película es un intento de concienciar al planeta entero de una realidad que hace que el ser humano se avergüence de lo que hacen sus congéneres. 
La historia se sigue con intriga -como si fuera un policíaco ecologista-, e investiga no sólo lo relacionado con ese tema principal -la matanza anual de delfines en un pueblecito japonés-, sino que, como en todo documental bien trenzado, ese tema conduce a otros no menos jugosos, e igual de espeluznantes: la conciencia de los gobiernos de la existencia de hechos como este y su silenciamiento por cuestiones económicas; el maltrato a animales (en este caso, dotados de unas excepcionales sensibilidad e inteligencia); los intereses económicos por encima de la salud pública (la carne de delfín, con un elevadísimo índice de toxicidad a causa del mercurio, se vende y consume luego en todo Japón); la impunidad con que los países poderosos se saltan a la torera normas internacionales, comprando el voto de países tercermundistas. El espectador, al final de la proyección, no puede evitar sentir indignación, y ganas de colaborar con todas las organizaciones necesarias para que acaben de una vez semejantes atrocidades.


jueves, 13 de enero de 2011

Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas



Yo no sé si tanto ver cine y leer críticas no me ha servido de nada, o si todos los críticos están ansiosos por descubrir a un nuevo Genio del Séptimo Arte. Me explico. Llevo toda la vida amando el cine, disfrutando con él, y poco a poco se han ido deshaciendo prejuicios que tenía contra ciertos géneros o directores. Creo que soy de mente abierta y gusto amplio, igual que también considero que no tengo mal paladar para las buenas películas, así que cuando he visto Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas y no me he derretido por dentro de placer mientras la veía, he pensado: "Aquí hay un problema: o las críticas entusiastas que he leído sobre ella exageraban, o yo no sé discernir cuándo una película es excepcional". Siendo mucho más probable lo segundo que lo primero, no deja de sorprenderme ese afán de los críticos, como decía antes, por ser descubridores de gemas exquisitas -si es en cinematografías exóticas, mejor que mejor- cueste lo que cueste.
No se trata de que la última película de Apichatpong Weerasethakul -¡toma nombre para memorizar!- haya obtenido la Palma de Oro en Cannes (hay muchas palmas de oro que no me han parecido nada del otro mundo), sino de que su estreno en España (y en las crónicas del festival de festivales) ha venido precedido de una catarata de críticas deslumbradas, reverenciales, ante el que muchos consideran un cineasta con mayúsculas, uno de los llamados a renovar el lenguaje cinematográfico. Y yo he leído muchas de ellas, y tenía unas ganas enormes de disfrutar ante el motivo de tantas loas. Y lo que he visto me ha gustado bastante, pero no ha producido la conmoción estética que yo esperaba y deseaba, y eso me ha dejado con mal sabor de boca. Dicho esto, pasemos a la película.
Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas nos cuenta los últimos días ese tío Boonmee del título (¿por qué habrán conservado el inglés en el título español?), que vive en la selva, en una casa sencilla pero agradable, y que es dueño de un terreno donde trabajan varios peones. Para acompañar a Boonmee han venido de la ciudad un enfermero y cuidador -Boonmee tiene un problema renal grave- y la cuñada del enfermo. La película nos narra, de forma sencilla y a la vez enigmática, los pequeños actos de esos personajes y otras historias que el espectador ha de averiguar cómo ensamblar con el conjunto -la huida de un buey al principio, un cuento fantástico-erótico y un final desconcertante). En medio de un ritmo sereno, plácido, donde la inminencia de la muerte no provoca nervios, ni llantos, ni dramatismo alguno -el enfermo se refiere varias veces a su propia y cercana muerte sin atisbo alguno de pena-, circundados por una selva espesa, hermosa y misteriosa, mientras charlan después de la cena en el porche, vienen a visitar a estos personajes el fantasma de la mujer de Boonmee, muerta hace muchos años, y el hijo de ambos, que regresa convertido en un espectro peludo de ojos rojos, a medio camino entre el hombre-lobo y Chewbacca. Ambos seres se sientan en el porche con los vivos, cuentan cómo les va en su existencia de no-vivos, y los vivos les hacen preguntas sobre el más allá- con la misma naturalidad con que hablarían con ellos si vivieran. La película resulta fascinante, sobre todo, por el poderío visual que el director sabe imprimir a sus imágenes, por su capacidad para sugerir sin mostrar, por el modo en que, durante dos horas, el espectador se sumerge en una experiencia diferente a cuanto haya visto antes. A mí me resultó especialmente turbadora la coexistencia de la vida y la muerte, con una armonía difícil de encontrar en las cinematografías occidentales. Claro que  no sé si eso es mérito del director o una característica cultural o religiosa de la zona. Lo que sí es mérito del director son las imágenes, que son sencillas y al mismo tiempo misteriosas, poéticas. Al parecer, para apreciar todo el potencial de la película -según las críticas y las entrevistas hechas al director-, habría que conocer el cine popular thailandés, porque toda la película es un homenaje a esas diferentes formas de cine popular, lo cual hace que un espectador occidental se pierda ese disfrute -a excepción de los críticos, claro-; además, y siempre según los críticos, la película es una reflexión sobre el mismo cine, sobre su capacidad fantasmática (sic). Yo, por supuesto, no he captado nada de eso, pero ello, además de la oleada de alabanzas que la precedía, no ha obstado para que haya pasado un muy buen rato disfrutando de un mundo absolutamente diferente al nuestro, donde la vida y la muerte coexisten sin violencia, y donde lo real y lo extraordinario se traban de forma natural y sorprendente.

martes, 11 de enero de 2011

El discurso del rey


Realmente, los ingleses son los que más y mejor partido artístico han sabido sacarle a su monarquía, a la que han convertido en fuente inagotable de temas, figuras y situaciones. Pienso en Richard III, Henry V, Henry VIII y sus mujeres, Elisabeth I y II. Ahora le toca el turno a un personaje secundario, de los que estaban en el rinconcito del retrato de familia.: George V. Esta película se propone arrojar luz sobre una figura histórica ensombrecida por la abdicación de su hermano. Un rey tartamudo, horrorizado ante la idea de que el cargo le pudiera caer a él, y obligado a pronunciar discursos, tanto más decisivos cuanto que su país se encontraba en guerra y la radio ya llegaba al último rincón del imperio británico. Colin Firth interpreta a un personaje con aristas, lleno de matices: acomplejado, aterrorizado, con el único deseo de pasar desapercibido, pero también orgulloso, incapaz de aceptar el trato de tú a tú que exige su logopeda, Geoffrey Rush, porque ha sido educado para considerarse por encima del resto de los mortales, y cuando su lado regio le hace explotar de cólera ante ciertas reacciones de su profesor de dicción, el actor alcanza cimas antes no alcanzadas. Es curiosa la trayectoria de Firth: siempre me pareció un actor inexpresivo, con el eterno gesto de estreñimiento, pero últimamente empiezo a cambiar de opinión: su interpretación en Un hombre soltero, de Tom Ford, y esta película, El discurso del rey, me lo están revalorizando a pasos agigantados. Es en el tira y afloja entre los dos actores principales, el rey obligado a depender de su vasallo a pesar de su orgullo y el vasallo queriendo tratarlo como a un paciente más, como a su igual, donde esta película gana enteros, sobre todo porque las interpretaciones, que son las grandes columnas en las que se apoya el conjunto, son admirables, incluidas las secundarias (Helena Bonham Carter está deliciosa, por ejemplo en la visita a la casa del profesor).
En cambio, todo lo que la película tiene de historia de superación personal me interesa bastante menos, igual que el ya manido tema de los inconvenientes del poder. Los dos saben a algo visto ya muchas veces antes. En mi caso, no pude dejar de acordarme en todo momento de The queen, que me pareció bastante más redonda, una carga de profundidad demoledora y al mismo tiempo sutil sobre el concepto mismo de monarquía, sobre su condición de fósil absurdo. 
No obstante, El discurso del rey me parece una buena película, un producto sólido que presenta una relación insólita con originalidad, verosimilitud y oficio. No todas las películas pueden ser obras maestras.

lunes, 10 de enero de 2011

London river

¿Qué sucede entre el momento en que una madre ve en la tele la noticia de un atentado y aquel en que por fin, ante los empecinados silencios al teléfono de la hija, decide que quizá ha sido una de las víctimas? Ese lapso de tiempo es el que Rachid Bouchareb -director de Indigènes- ha elegido para indagar en el interior de unos seres anónimos vapuleados por el dolor, en este caso una mujer de mediana edad -Brenda Blethyn, soberbia- que vive en una islita, lejos de Londres, y un hombre africano -Sotigui Kouyaté-, afincado en Francia, que busca a su hijo, al que hace tiempo que no ve. Los dos deambulan por Londres en busca de sus respectivos hijos, llenan los tiempos muertos como pueden, ponen carteles en cada pared y farola que encuentran, preguntan a viandantes, visitan hospitales. Se cruzan en numerosas ocasiones y, casi al principio de la película, el espectador intuye que sus respectivos hijos eran pareja y que han muerto en el atentado terrorista. La mirada y la voz de Brenda Blethyn consiguen transmitir al mismo tiempo la esperanza irracional a la que uno se agarra hasta el final y el miedo cerval a las evidencias cada vez más claras de que su hija ha muerto. Sin embargo, el director ha decidido, a la vez que muestra la angustiosa espera de los padres, recordarnos el inevitable racismo que el ciudadano medio lleva dentro, inoculado como un veneno. No quiero desvelar nada más del argumento, pero bastará con decir que el planteamiento de este segundo tema -la desconfianza racista de ella hacia él- empieza y se desarrolla de una forma adecuadísima y concluye de forma insatisfactoria, por simplista. 
Por lo demás, se trata de una historia muy bien contada, llena de tiempos muertos y silencios que contribuyen a crear en el espectador la misma inquietud que sienten los protagonistas, interpretados de forma desigual por los actores: mientras ella borda su papel, él pasea su imponente figura por las calles de Londres con el mismo gesto siempre. Posiblemente el director quería expresar que el dolor se expresa de forma diferente dependiendo de la cultura de la que provengas, pero la cara de palo del sufrido padre africano es, durante todo el metraje, demasiado idéntica a sí misma.


Madre amadísima



Salvador Távora fue relativamente famoso como director teatral, y sus montajes, que dieron que hablar y tuvieron un éxito notable, siempre utilizaban las esencias andaluzas: ya se nos contaran las tribulaciones de Carmen o Medea, se utilizaban la semana santa, los toros, el Rocío o algo similar. Su hija, Pilar Távora, ha decidido, con la ayuda de la Junta de Andalucía, continuar la labor de su padre y erigirse en una voz andaluza dentro del cine nacional. Empezó con la andalucísima Yerma, y su filmografía continúa con Madre amadísima, que es una película llena de enigmas. ¿Qué puede empujar a todas las instituciones públicas y privadas que han invertido en esta película a confiar en esta directora? ¿Cómo es posible que una dirección calamitosa, responsable de una película directamente ridícula, reciba subvenciones? Supongo que la razón debe de hallarse en que se trataba de una apuesta llena de esas esencias andaluzas a las que me refería más arriba. Un mariquita viejo (de esos que hablan de sí mismos en femenino y dicen maricón a cada momento) está vistiendo a una virgen y mantiene un monólogo-diálogo a través del cual vamos asistiendo a su vida. La directora se enorgullece de tocar grandes temas (discriminación del homosexual, hipocresía social, violencia machista, incluso críticas a la Iglesia), pero todo es superficial y falso en esta narración, además de mal contado. Como espectador, esta película es una estafa, y como andaluz, me avergüenzo de ella. Ya estoy harto de tipismos, de vírgenes, de semanas santas. Por favor. Como si en Andalucía no existieran mil temas, mil sensibilidades, mil realidades, mil voces que deberían tener acceso a esas ayudas antes que estos bodrios, que se escudan detrás de buenos sentimientos y grandes temas. No voy a hablar de la música (que va por una parte y las imágenes por otra), ni de las interpretaciones (de vergüenza ajena), ni del montaje. Como muestra, un botón: el protagonista, ya cincuentón, asiste al entierro de su amadísima madre y allí se encuentra con su padre, interpretado por el mismo actor que lo interpretaba de joven, y que parece más joven que su hijo. A la directora la parecía suficiente, seguramente, con decir palabras altisonantes pero huecas. Se supone, desde el mismo título, que el amor a la madre va a ser importantísimo para este personaje rechazado por todos, pero ese amor no queda explicado de ninguna manera, ni es mostrado de forma eficaz en ningún fotograma, más allá de una escena supuestamente dramática en la que Gala Évora le grita a su marido maltratador, cuando éste va a golpear al hijo, que la golpee a ella, que al niño no. La planificación de la escena, redundante y torpe, acaba quitando cualquier atisbo de dramatismo. El espectador, en todo momento, se siente lejano de lo que se le cuenta, como suele suceder cuando nos cuentan mal una historia.
Y no hablemos de la supuesta denuncia al rechazo de la homosexualidad en la España tardofranquista. Es de opereta, y proyecta una mirada carente de cualquier empatía sobre ese colectivo, el gay, que, interpretado por el actor protagonista, alcanza la categoría de esperpento.
Qué pena que las voces oficiales de Andalucía acaben siendo Pilar Távora y otros como ella, en lugar de Benito Zambrano y tantos otros directores que, por no pagar el peaje del tipismo, no reciben la difusión que merecerían.