lunes, 4 de abril de 2011

Un plan sencillo



Sam Raimi es un caso curioso. Lanzado con Posesión infernal y sus continuaciones, inmediatamente encontró una legión de seguidores. A medias gamberros, a medias aficionados al terror paródico, a medias cinéfilos rastreadores de gemas -y Raimi lo es, en el sentido de que es creador de imágenes potentes, de narraciones eficaces-, sus seguidores se pusieron todos de acuerdo con Darkman, esa fantasía oscura donde sumó el cómic de superhéroes a la parábola gótica. Dio rienda suelta a su barroquismo visual en ese homenaje a Leone que fue Rápida y mortal, se entregó a la producción de series de bajo presupuesto y, al fin, fue abducido por la serie de Spiderman. En medio de todo ese cine de género, paródico o no, y del vértigo de los blockbusters, hay una película que no parece suya: contenida, pausada, de narración clásica. Me refiero a Un plan sencillo (1998), protagonizada por Bill Paxton, Bridget Fonda y Billy Bob Thornton.
La película se inscribe en lo que podríamos llamar cine nevado, ese subsubgénero al que también pertenecen Fargo o Ni un pelo de tonto, entre otras muchas. Se trata, de nuevo, de la revisión de un género (el cine negro), pero está hecha con tanto respeto (y con tanta inteligencia), que acaba pareciendo un ejemplo canónico del mismo. El argumento es sencillo: dos hermanos (uno de ellos, discapacitado mental) y un amigo encuentran por accidente una avioneta estrellada en medio de un bosque nevado. Dentro, un cadáver y cuatro millones y pico de dólares. A partir de ahí, el guión avanza imparable, como un tren expreso, lógico y terrible, mostrando cómo el dinero puede pudrir los afectos, las relaciones, pulverizarlo todo. Lo que empieza siendo una historia de cine negro acaba desembocando en una gran tragedia, grandiosa, desoladora. El hallazgo del guionista (Scott B. Smith, basado en su propia novela) consiste en hacer que los protagonistas, en lugar de ser policías o delincuentes, sean personas normales y corrientes, de esos que saludan a todo el mundo por la calle en las ciudades pequeñas del cine americano, de los que tienen existencias pequeñas pero satisfactorias. Pero el dinero viene a sacar de sus corazones toda la ponzoña oculta, el egoísmo feroz, el animal deprimente que somos. Saimi muestra de forma sencilla, nada enfática, la evolución de los personajes, y su cámara está atenta a los pequeños detalles, que muchas veces son más significativos que los diálogos.
El uso de los símbolos es también inteligente -los cuervos, de un negro intenso en ese paisaje blanco; el dinero, la casa paterna...-, pero se lleva la palma esa nieve, que servirá para ocultar sólo durante un tiempo la avioneta estrellada y que se convierte en metáfora de los personajes: una fachada limpia que esconde un interior sucio, podrido. 
Ojalá a su director le diera por seguir el camino de esta obra (o de Premonición, otro de sus mejores títulos), en lugar de abandonarse a ese dinero cuyas maldades tan bien muestra en esta gran película.


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