Mostrando entradas con la etiqueta Woody Allen. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Woody Allen. Mostrar todas las entradas

jueves, 23 de junio de 2011

Hannah y sus hermanas



Contadas, las películas de Woody Allen parecen muy difíciles, enrevesadas, pero en la pantalla son fluidas, fáciles, naturales. Hannah y sus hermanas no es una excepción. Hannah, Holly y Lee son hermanas, hijas de un viejo matrimonio de actores. Hannah (Mia Farrow) es la más estable, fuerte, equilibrada. Se casó con un empresario (Michael Caine) y sirve de apoyo moral y económico a sus hermanas. Holly (Dianne Wiest) es inestable, bohemia, de esas personas que van dando bandazos espirituales y vitales: hoy son actrices vocacionales, mañana cocineras, el otro escritoras o bailarinas.Quiere una pareja y no la encuentra. Lee (Barbara Hershey) es sensible, exalcohólica y vive con un pintor misántropo (Max von Sydow). La película empieza cuando el marido de Hannah, Elliot, empieza a enamorarse -o a creer que se enamora- de su cuñada, Lee, y nos cuenta todo el arco de esa relación, desde las miradas de deseo iniciales, pasando por el cortejo y la seducción, hasta la ruptura. Por supuesto, esa relación tendrá consecuencias en el matrimonio de Hannah, que no comprende qué le sucede a su marido -un hombre egoísta, mentiroso, mezquino pero también real, humano. Al hilo de ese argumento -mínimo-, Allen nos cuenta cómo el tiempo -en forma de celebraciones familiares- va pasando sobre este grupo humano (y sobre el primer marido de Hannah, Mickey, interpretado por Woody Allen, un productor televisivo que entre en crisis existencial después de una falsa alarma de cáncer).
Si la especie humana se extinguiera, las películas de Woody Allen serivirían para dar cuenta exacta de cómo era el hombre perteneciente a la burguesía acomodada e ilustrada en el Nueva York de finales del siglo XX y principios del XXI (y, por extensión, del ser humano), y de hecho sus películas son como capítulos diferentes -así parece indicarlo el que sus títulos de crédito sean siempre idénticos- de un gran fresco social y vital. Y en ésta -para mí, la más redonda, la indiscutible obra maestra de su autor-, Allen reflexiona sobre grandes temas con la naturalidad y la aparente sencillez de los genios: las relaciones de pareja, el sentido de la vida y los vínculos familiares son vistos de una forma amable, dulce, pero también melancólica, pesimista. El ser humano aparece descrito en toda su pequeñez: ansía el amor, pero cuando lo tiene, no sabe apreciarlo. El amor, que hace surgir en quien lo siente los más hermosos sentimientos, es inconstante, volátil, caprichoso, vano. Quien hace años nos producía enojo, por arte de magia puede llegar a encandilarnos.
La familia, en cambio, es el sostén necesario, la bendición. A pesar de los egoísmos, de las mentiras, de los desencuentros, la familia aparece como la red que nos recoge cuando caemos.
El sentido de la vida aparece tratada de forma tragicómica, con una frescura y un tono agridulce que sólo los grandes genios pueden emplear. El asedio de la enfermedad y el temor a una muerte inminente acaban desencadenando en Mickey, el exmarido de Hannah, una auténtica crisis: primero se plantea la necesidad de adoptar una religión (inolvidable la escena en que Mickey vuelve de hacer compras y saca de la misma bolsa libros religiosos, botes de mayonesa y crucifijos) y, a la deriva, después de un intento de suicidio frustrado, acaba recuperando el convencimiento de que la vida merece la pena en un cine, delante de unas delirantes imágenes de los hermanos Marx.
El amor de Allen por sus personajes, por los seres humanos, vuelven la película cálida, entrañable, y el pesimismo y el humor se entrelazan de una forma única. Cuenta lo mismo que todas sus películas, cierto, y utiliza la misma forma, pero ésta fue la primera vez en que presentó su universo temático de esa manera tan reconocible hoy día. Antes de Hannah y sus hermanas ya habló de los vaivenes sentimentales del ser humano en Annie Hall, en La comedia sexual de una noche de verano y en Interiores, pero el relato coral que luego presidiría su cine empezó en esta película. Y a ella pertenecen algunas de esas escenas que uno ya nunca podrá olvidar: Caine corriendo por la manzana para hacerse el encontradizo con su cuñada; Woody Allen en una cita desastrosa con Dianne Wiest; una comida tormentosa de las tres hermanas...
Estamos acostumbrados a ver una película anual de Woody Allen y hemos llegado a acostumbrarnos a ese privilegio como si fuera lo más natural del mundo. Yo me siento orgulloso de ser su contemporáneo.


jueves, 19 de mayo de 2011

Midnight in Paris



En la extensa producción de Woody Allen podemos encontrar diferentes patrones, y uno de los más vistosos es aquel que engloba las películas mágicas de su director. Y con ese adjetivo quiero referirme a los films donde lo extraordinario se abre paso en el argumento para poner en solfa la vida de alguien: en La rosa púrpura de El Cairo el personaje que se escapaba de la pantalla para vivir una historia de amor con una espectadora; en Alice, las visitas al curandero chino; en La maldición del escorpión de jade, el hipnotismo; en Scoop, las visitas desde el más allá de un periodista... En todas ellas, el ingenio de Allen sabe exprimir todo su jugo a ese elemento mágico para mostrar ideas simples pero poderosas (La rosa púrpura de El Cairo, Alice) o para hacer avanzar un guión y crear situaciones ricas (Scoop, La maldición del escorpión de jade).
Midnight in Paris se inscribe dentro de este subgénero alleniano, y en concreto dentro del primer grupo. La trama es sencilla: Gil (Owen Wilson) es un guionista en crisis que viaja a París con su prometida, Inez (Rachel McAdams), y con los padres de ésta. La crisis de Gil es de diversa índole: por una parte, quiere abandonar un trabajo que no le gusta y dedicarse a la escritura; por otra, no acaba de estar seguro de querer casarse con su prometida, que no sabe comprenderlo. Ama París y le gustaría vivir allí, pero a todos les parece una locura. Es amante de las antigüedades y vive convencido de que el tiempo que le ha tocado vivir es el más prosaico de todos: tiene mitificados los años veinte. Una noche, después de una cena con unos amigos insufribles, decide dar un paseo nocturno por la ciudad, y surge la magia: un coche de época -la original máquina del tiempo del director- se para y los ocupantes insisten para que suba, y cuando baja, Gil se encuentra en sus adorados años veinte. Va a conocer a toda la fauna de artistas e intelectuales que pobló París en esa época. La lista es interminable (hasta el punto de requerir una cultura mediana del espectador para que ciertos gags, o la película entera, funcionen): Scott Fitgerald y su mujer, Cole Porter, Josephine Baker, Picasso, Dalí, Buñuel, Hemingway, Gertrude Stein, Juan Belmonte, Toulouse-Lautrec, Gauguin, Dégas... La manera que tiene Allen de mostrar lo extraordinario es sencilla y tremendamente efectiva: el espectador inmediatamente cae hechizado por el truco y se mete en el pellejo de Gil, porque ¿quién, que ame la cultura, no ha soñado -y más, en París- con esa época dorada? La jugada de Allen es maestra: por una parte, le permite crear situaciones interesantes dramáticamente -se enamora de una mujer del pasado-; por otra, regodearse en la reconstrucción cultural y en el homenaje; por otra, crear situaciones de comedia y gags inolvidables. Y, por último, le permite abordar la tarea más peliaguda de todas: ser americano, rodar en París y no caer en el cliché... a base de zambullirse de lleno en él, pero desde otra perspectiva. Al centrarse en los artistas célebres norteamericanos que vivieron en París y adoraron la ciudad -creando el tópico cultural norteamicano de la ville lumière-, Allen adquiere un salvoconducto: su protagonista, que es amante de esa época y de la cultura, es norteamericano y quiere venirse a vivir a la capital francesa.
Aparte de la habilidad del guión -donde, por cierto, se cae en una cierta reiteración-, la película es una hermosa reflexión, en clave amable y distendida, sobre la insatisfacción del ser humano con respecto al tiempo que le ha tocado vivir; sobre el arte enfrentado a la vida; sobre la fragilidad de los sentimientos; sobre cómo nos puede inmovilizar la mirada puesta en el pasado... El único camino que lleva a la felicidad parte de nuestro presente. Y quizá no es el arte, sino el amor.
La película se deja ver con una sonrisa -y varias carcajadas- que dura todo el metraje. Resulta increíble que un director tan mayor sepa cantar a la vida de una forma tan luminosa, tan ingeniosa, tan tierna y a la vez inteligente. Y, por encima de todo, la película es un canto a la ciudad de París, de la que se dicen cosas conmovedoras. De hecho, el director, antes de los títulos de crédito, dedica unos minutos a fotografiarla al compás de la música, como hizo con Manhattan en la película del mismo título, al son de la Rhapsody in blue. Un rincón cualquiera de cualquier bulevar, una calle bajo la lluvia, un callejón que sube a Montmartre mientras una melodía cálida envuelve las imágenes... Las mejores declaraciones de amor son las que no necesitan palabras.