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lunes, 21 de febrero de 2011

Shortbus



Shortbus es el nombre de un local extraño, mezcla de club de sexo y de espacio cultural alternativo (de difícil verosimilitud, todo sea dicho, pero quíén sabe: son tan raros estos americanos...), y es el lugar donde las vidas de los diferentes protagonistas se van a cruzar: James y Jamie, una pareja homosexual que busca, a instancias de Jamie, abrir la relación a otras experiencias; su terapeuta sexual, una mujer que nunca ha conocido el orgasmo, en compañía de su marido; Severin, una dominatrix dominada por la tristeza y la sensación de vacío; Ceth, un joven prendado de James y Jamie, y Caleb, un vecino que no deja de espiar a la pareja. Todos los personajes buscan en el sexo una vía de realización personal, y la visión del mismo es completamente desprejuiciada, luminosa. Y en eso reside lo más notable de la película, lo que la convierte en un especimen raro dentro del cine actual (y, sobre todo, dentro del norteamericano): su tratamiento del sexo, que es explícito hasta límites antes nunca vistos en el cine no pornográfico. Esto la convierte en un interesante experimento: el espectador tiene ocasión de contemplar escenas de orgía, cuerpos que no dejan de follar, penes erectos, eyaculaciones, masturbaciones, tríos, cuartetos, y, sin embargo -y esto es lo más interesante de todo-, la mirada limpia de su director, James Cameron Mitchell, otorga a sus imágenes el don de la transparencia. Si se va a reflexionar sobre el papel del sexo en el mundo contemporáneo, era necesaria esa explicitud, llevando a su plenitud lo que ya estaba apuntado en Nine songs o en Intimidad. Un personaje que no siente el orgasmo, otro que no se atreve a pedir a su pareja que cumpla sus deseos -masoquistas, en este caso-, otro que sufre por no acabar de entregarse completamente a su pareja. Parejas y solteros aparecen igualmente solitarios, quebradizos, frágiles, deseosos de un cambio que no saben cómo acometer.
La película se acaba contagiando del espíritu underground del local que le da título, y desde ese presupuesto todo lo que sucede -por inverosímil que pueda parecer- tiene justificación. Los disfrutes del cuerpo tienen buena parte de importancia en los del alma, y toda la carnalidad de la película se acaba convirtiendo en una abstracción sobre el ser humano, su felicidad y sus sufrimientos en un marco estrictamente contemporáneo. No he visto Hedwig and the angry inch, pero el visionado de esta película me ha despertado las ganas de disfrutarla.


lunes, 7 de febrero de 2011

Winter's Bone



Ree (Jennifer Lawrence) tiene diecisiete años y ha de tirar de un carro bien pesado: su madre está discapacitada, tiene dos hermanos pequeños y el padre se largó. Vive en medio del campo, en una casa desvencijada y, si no fuera por unos vecinos que se apiadan de ella y su familia, ni podrían comer todos los días ni podrían tener madera para calentarse en los inviernos. Ree ha tenido que acostumbrarse a su vida, y no se queja. Pero al principio de la película la policía la advierte: si su padre, que se dedicaba a cocinar metanfetamina, no se presenta a juicio, su familia perderá la casa, que el progenitor hipotecó para conseguir la fianza. Así que la joven Ree, a pie -no tiene medio de transporte-, recorre diferentes casas más o menos cercanas en busca del paradero de su padre. La película describe el cuarto trastero del sueño americano: un paisaje gris, invernal, duro, donde viven aisladas personas hurañas, que olvidaron en qué consistía el trato humano, descuidadas, con casas sucias y vidas marginales. Y esa descripción minuciosa, casi terrorífica, del entorno hostil, es tan verosímil y tan poco frecuente en el cine americano, que uno se queda boquiabierto ante tanta fealdad -física y moral- y se explica que la película ganara el Gran Premio del Jurado al mejor drama en el Festival de Sundance. Lo que no cuadra es que esté nominada a un puñado de oscars, porque no hay nada más lejano a los oscars que el espíritu de esta película dirigida por Debra Granik. Lenta, áspera, minuciosa, de fotografía sucia, consigue que el espectador empatice desde las primeras imágenes con esa adolescente que ha de apechugar con la parte fea de la vida y luchar por su familia, que sienta pena y, después, terror. Porque las granjas y las gentes (relacionadas con el tráfico y la creación de drogas) adonde tiene que dirigirse Ree para averiguar dónde está su padre ponen los pelos de punta. Como si tuviera que entrar en casa de la familia psicópata de La matanza de Texas para sacarle información a Leatherface.
Ni que decir tiene que el guión es sencillo pero efectivísimo, que todas las interpretaciones son de las que quedan en el recuerdo y que todas las nominaciones al óscar están más que justificadas. La descripción de ese mundo está hecha con vigor y resulta chocante contrastarlo con la otra cara del sueño americano, ese lugar donde seres inocentes viven en la precariedad más absoluta y ni siquiera, por culpa de la educación y de la forma de vida que llevan, tienen el desahogo de poder expresarlo: toda la película está llena de silencios, de personas hoscas que se niegan a hablar, a recibirte en su casa, a apiadarse de una familia que está a punto de caer en la mendicidad. La joven Ree, como el resto de su entorno, como la película misma, es de pocas palabras. Pero dice mucho.




jueves, 30 de diciembre de 2010

Two lovers




Te llamas Leonard, y sólo tú sabes cuánto llevas sufrido. Sufres de esquizofrenia, y tus padres, con exquisito tacto, te cuidan, te dan trabajo en su tintorería y no hablan de lo que puede recordar la realidad y hacerte daño. Miras vivir a los demás y te parece que tu vida es un simulacro. Detrás de tus ojos, e inundándolo todo, la melancolía. Has intentado suicidarte más de una vez. No quieres hacer sufrir a nadie, y sabes que la normalidad es imposible. Y, justo en ese momento, dos mujeres se cruzan en tu vida. Una es la que tus padres quieren adjudicarte, una mujer morena, sensible, hermosa, a la que de entrada rechazas porque es el proyecto de tus padres para ti; la otra, una vecina conocida por accidente, hermosa, escurridiza, manipuladora, egoísta. Y rubia.
Ése es el conflicto dramático, tan antiguo como el mundo: un hombre entre dos mujeres, enfrentado al terrible desgarro de la elección, como decía el poeta. El gran amor que uno sabe que va a hacer sufrir frente al amor domesticado, que va a aportar serenidad y comodidad a tu vida. James Gray, del que sólo había visto La noche es nuestra (también con Joaquin Phoenix, que es su actor fetiche), borda una película llena de tristeza, de comprensión hacia sus criaturas, de buena narración, atenta a los pequeños gestos de unas interpretaciones que te dejan sin habla. Se te olvida que Gwyneth Paltrow es la rubia, que Phoenix es el sufriente y que la morena es la(hasta ahora) desconocida para mí Vinessa Shaw, porque los personajes están tan bien dibujados y -sobre todo- interpretados, que una bocanada de verdad y de sentimiento atraviesa de parte a parte esta película que todo el mundo debería ver.
La fotografía mortecina, crepuscular, los silencios, las miradas, la tristeza de la madre (una Isabella Rossellini prodigiosa, que construye un personaje con tres frases), un futuro que se adivina carente de atractivos, el deseo de escapar de uno mismo cogiendo trenes imposibles... El director asegura que ha intentado contar en plan realista lo que las comedias románticas suelen narrar, y lo que le ha salido es una crónica vital llena de verdad y de fracasos. Aunque La noche es nuestra me pareció una magnífica película, creo que la voz del director se vuelve más auténtica, más rica, cuando se olvida del género negro (y eso que lo que hace con él es desestructurarlo, llenarlo de esa sutil desolación que impregna todo su cine).