jueves, 30 de diciembre de 2010

Two lovers




Te llamas Leonard, y sólo tú sabes cuánto llevas sufrido. Sufres de esquizofrenia, y tus padres, con exquisito tacto, te cuidan, te dan trabajo en su tintorería y no hablan de lo que puede recordar la realidad y hacerte daño. Miras vivir a los demás y te parece que tu vida es un simulacro. Detrás de tus ojos, e inundándolo todo, la melancolía. Has intentado suicidarte más de una vez. No quieres hacer sufrir a nadie, y sabes que la normalidad es imposible. Y, justo en ese momento, dos mujeres se cruzan en tu vida. Una es la que tus padres quieren adjudicarte, una mujer morena, sensible, hermosa, a la que de entrada rechazas porque es el proyecto de tus padres para ti; la otra, una vecina conocida por accidente, hermosa, escurridiza, manipuladora, egoísta. Y rubia.
Ése es el conflicto dramático, tan antiguo como el mundo: un hombre entre dos mujeres, enfrentado al terrible desgarro de la elección, como decía el poeta. El gran amor que uno sabe que va a hacer sufrir frente al amor domesticado, que va a aportar serenidad y comodidad a tu vida. James Gray, del que sólo había visto La noche es nuestra (también con Joaquin Phoenix, que es su actor fetiche), borda una película llena de tristeza, de comprensión hacia sus criaturas, de buena narración, atenta a los pequeños gestos de unas interpretaciones que te dejan sin habla. Se te olvida que Gwyneth Paltrow es la rubia, que Phoenix es el sufriente y que la morena es la(hasta ahora) desconocida para mí Vinessa Shaw, porque los personajes están tan bien dibujados y -sobre todo- interpretados, que una bocanada de verdad y de sentimiento atraviesa de parte a parte esta película que todo el mundo debería ver.
La fotografía mortecina, crepuscular, los silencios, las miradas, la tristeza de la madre (una Isabella Rossellini prodigiosa, que construye un personaje con tres frases), un futuro que se adivina carente de atractivos, el deseo de escapar de uno mismo cogiendo trenes imposibles... El director asegura que ha intentado contar en plan realista lo que las comedias románticas suelen narrar, y lo que le ha salido es una crónica vital llena de verdad y de fracasos. Aunque La noche es nuestra me pareció una magnífica película, creo que la voz del director se vuelve más auténtica, más rica, cuando se olvida del género negro (y eso que lo que hace con él es desestructurarlo, llenarlo de esa sutil desolación que impregna todo su cine).



martes, 28 de diciembre de 2010

Canino



El otro día leí en una revista de cine la palabra marcianada para referise a Canino, de Giorgos Lanthimos, y puedo aceptar que lo sea si despojamos a esa palabra de todas sus connotaciones negativas. Efectivamente, es una película de otro planeta (el planeta Lanthimos, que yo espero que nos depare muchas marcianadas más), y mi  boca abierta durante horas, después de verla, y el recuerdo de la película rondándome días después, son la mejor prueba de que es algo insólito, nunca visto. Y es una de esas películas que te impactan, que no olvidas, pero su impacto no es meramente visual, ni su violencia es epidérmica, sino que se instalan en la parte más profunda de uno, creando una inquietud, una turbación que hacía mucho tiempo que no sentía en el cine. No es una película que uno pueda recomendar a sus amigos, porque igual que genera entusiasmos incondicionales, igual produce desagrados y rechazos.
Unos padres (griegos, aunque podrían ser de cualquier parte) deciden criar a sus hijos de espaldas a un mundo que consideran dañino, y para ello levantan una casa en el campo y una verja altísima. Los hijos, que ya son jóvenes, no conocen nada del mundo que bulle fuera de esa casa, porque en esa casa no hay radio, ni televisión, ni nada que haga referencia a lo de fuera. Si en El bosque Shyamalan planteaba una premisa parecida, pero con una comunidad en lugar de una familia y con el formato de una película de misterio, Lanthimos se complace en mostrarnos la vida cotidiana de unos seres ingenuos que confían ciegamente en el padre y aceptan resignadamente sus duros castigos. A medias infantilizados, a medias dedicados a juegos crueles para matar el tiempo (no pueden leer, ni ver la tele, ni escuchar la radio...), viven en un limbo feliz que se destruye cuando el padre decide que su hijo mayor debe tener desahogos sexuales si no quiere que le pase como a un cuarto hijo, que huyó y que proyecta una larga sombra sobre los que quedan.
Y la vida cotidiana de esos seres ultraprotegidos está narrada con imágenes llenas de luz, de color, de planos medios y generales, y el sentido último de esta perturbadora historia no nos lo da el director masticado. Así que sale uno del cine con una terrible sensación de orfandad y de no saber si lo que uno ha interpretado es correcto o no. En cualquier caso, independientemente de su significado, Canino (cuyo título resulta explicado en una de las escenas más terribles que un servidor haya visto en el cine reciente) es un regalo para los ojos y la presentación en sociedad de un director que demuestra tener un mundo propio y una forma propia de mostrarlo. Porque, más que narración, en esta película hay mostración. Qué gustazo encontrar una voz propia que tiene algo que decir, aunque ese algo quede al arbitrio de cada cual.
Y se me ocurre pensar que el cine griego (por lo menos el de los dos directores que conozco, Angelopoulos y Lanthimos -Costa-Gavras se hizo amerciano hace muchos años-) es uno de los más tristes que conozco, de los más originales, como si sus directores se hubieran propuesto deliberadamente dinamitar el mito del griego expansivo, gritón, mediterráneo, feliz.

sábado, 25 de diciembre de 2010

The walking dead

No pude evitarlo: todo el tiempo me estuve acordando de La carretera, sólo que los hombres malos de aquella peripecia, los caníbales que me tuvieron pegado al asiento, en esta ocasión son zombis. Pero el mundo es el mismo: una atmósfera apocalíptica, donde la civilización ha quedado abolida en poco tiempo. Y lo mejor de esta miniserie no está en las interpretaciones, ni en los diálogos -que, en muchas ocasiones, provocan vergüenza ajena-, sino en el retrato de ese mundo donde ya nada tiene sentido. Los gobiernos no existen, ni las leyes, sólo la imperiosa ley de la supervivencia. Y esas cartas las juega la serie a la perfección.
Es cierto que toma prestados elementos de 28 días después -el despertar en el hospital-, de Amanecer de los muertos -el grupo humano refugiado en un supermercado-, y que desconozco el cómic original, pero Frank Darabont consigue dejar a los zombis como telón de fondo de un grupo de personas cuyas disputas y tensiones son el auténtico centro del relato. La desesperanza, la reflexión sobre el fin de la especie o el sentido de la vida, el profundo pesimismo del relato brotan a cada paso. También hay emoción, y tensión bien resuelta, y el equilibrio entre la acción y la descripción es perfecto. Sobran, como digo, algunos diálogos penosos. Y, sobre todo, sobraría una continuación. El final abierto -pero lógico- sería pulverizado por una segunda temporada.
Quedan para el recuerdo algunos momentos espeluznantes, dignos del mejor cine: toda la secuencia del tanque; la hermana esperando el despertar de la otra hermana; el abandono del compañero hiperviolento esposado a la cañería... Y jamás podré olvidar el camino de dos personajes embadurnados en vísceras de zombi para pasar desapercibidos entre una multitud de no-muertos, donde uno parece seguirlos a un palmo de sus nucas.


martes, 21 de diciembre de 2010

Wonderful Town

Empezaron siendo unos pocos, pero ya son muchos los directores de cine asiáticos que han demostrado ser lo suficiente interesantes como para seguirles la pista, pero me considero incapaz de retener esos nombres endemoniados, por mucho que me guste la película. Kurosawa se me quedó, como se quedan los nombres de los clásicos; luego Zang Yimou, que durante varias películas hermosísimas nos convenció de que el cine chino merecía la pena. Luego se dejó caer por una pendiente legendaria y esteticista que me interesa bastante poco. El último nombre que se me ha quedado ha sido el del no menos esteticista Wong Kar-Wai. Y he visto muchas películas asiáticas que me han encantado, pero no recuerdo a sus directores. El nombre del director de Wonderful Town, Aditya Assarat, lo olvidaré en poco tiempo, pero el recuerdo de su película de 2007 tardará mucho tiempo en borrárseme de la memoria. Como en Naturaleza muerta, de Jia Zhang Ke -otro nombre que habré olvidado de aquí a diez minutos-, el director se sitúa en un tiempo histórico concreto: tres años después del tsunami. Y la sombra de ese tsunami, sin ser obvia, planea y respira por la película entera. Los personajes se dedican a reconstruir sus vidas y sus edificios, y a intentar vivir sin los ausentes. Y, sobre todo, se entregan al amor. Un amor sencillo, sin empalagos ni dramatismos, que florece en un verdadero paraíso destrozado, en un lugar alejado de todo, en medio de ningún sitio.
La película, con una sencillez y una melancolía pasmosas, nos cuenta el nacimiento y desarrollo de un amor de imprevisibles consecuencias. Un amor hecho de naranjas, picnics en el campo, recogida de toallas secas en el tendedero, hoteles casi vacíos, lluvias repentinas. Y me lo creo todo, y me emociono. La naturaleza y los personajes se convierten en uno, dos personajes solitarios que aprenden a mirarse a los ojos, a echar de menos el olor del otro.


domingo, 19 de diciembre de 2010

Balada triste de trompeta

Álex de la Iglesia no es uno de esos directores por quienes yo apostaría el cuello. Todos los creadores tienen derecho a equivocarse en su creación, y en las filmografías de los más grandes hay resbalones, por lo cual sería bastante comprometedor apostar el cuello por alguno, por genial que sea.
Álex de la Iglesia quiso desmarcarse de la ramplonería visual existente y lo consiguió: su Acción mutante era radicalmente distinto de todo lo visto hasta entonces en el cine español, independientemente de su calidad. Lo que luego vino fue una filmografía donde el actual director de la academia quiso dejar muy claro que tenía un mundo propio, que su mundo estaba hecho de imágenes potentes y de historias diferentes, y lo consiguió. Pero sus películas se han acabado resintiendo de ese exceso de autoría, de egolatría creadora. Para empezar, De la Iglesia parece tener bien poco que decir (y su habitual coguionista, igual), pero confía de una forma ciega en su poderío visual, y a él se encomienda, como otros a la Virgen del Rocío. El día de la bestia y La comunidad (sus dos mejores trabajos, en mi opinión) funcionaron porque el director se puso al servicio de las respectivas historias. En 800 balas, Muertos de risa o Crimen ferpecto, por ejemplo, la películas están al servicio del creador, para demostrar que es un genio de la imagen, un director de cine español diferente, y en su última película, Balada triste de trompeta, la vanidad del autor alcanza cotas inimaginables. Su forma de autocitarse (a él y a otros genios que, seguro que lo piensa, están a su altura) resulta bochornosa: el final megalómano en la Cruz de los Caídos es una forma de ombliguismo que recuerda al final de La comunidad o a escenas muy recordadas de El día de la bestia. Se trata de emparentarse con el Hitchcock de Con la muerte en los talones. Da igual que venga a cuento o no: el clímax del relato será más guay si lo ubica en un escenario tan conocido por todos (y tan relacionado con el franquismo) y tan poco o nada utilizado en nuestro cine.
Que la película contenga una dimensión simbólica, poética, no lo pongo en duda, pero yo no la he visto por ningún sitio: o mejor, me han parecido símbolos fallidos. Álex de la Iglesia ha querido explorar los límites de su cine, llegar a un cine radical en su crueldad, en su violencia, en su puesta en escena, y ha fracasado en el intento. Lo único que me resulta simpático en una película tan mala como ésta es la valentía del autor: ha hecho lo que la ha apetecido, sin importarle el beneplácito del público -cosa a la que, de un modo u otro, venía aspirando siempre. Claro que, en contrapartida, ha conseguido premios en Venecia y el ingreso en la nómina de los Grandes Autores, lo cual lo vuelve bastante antipático. ¿Había que estafar al público para subir al Parnaso? Los grandes autores de verdad llegaron a ser grandes a base de respetar a su público, no al contrario.
Y queda en el aire mi gran duda: la crítica encomiástica de Boyero -a quien tengo por honrado, por fiel a sí mismo, aunque su forma de hacer crítica sea discutible- será un expediente X que algún día alguien tendrá que investigar.



martes, 14 de diciembre de 2010

La muchacha cortada en dos

Acabo de ver La muchacha cortada en dos (La fille coupée en deux), la penúltima película de Chabrol, y antes de ir a la cama me he acordado de Violette Nozière (Prostituta de día, señorita de noche),la primera película que vi de él, en lo que un compañero llamaba el Aula Maña o Baturra de la Facultad de Letras. Creo que fue aquella mañana -qué horas más raras de ver películas- cuando conocí a Isabelle Huppert. Quién me iba a decir que aquella mujer menuda, de cara entre insolente y fría, me iba a proporcionar tantas horas de disfrute inigualable. Y quién le iba a decir a Chabrol, que ya había dirigido obras maestras como El carnicero (Le boucher), que aún rodaría tantas grandes películas, de las mejores del cine francés, de esa forma pequeña, enemiga de la grandilocuencia, tan atenta a los pequeños detalles, ésos que retratan a los personajes, a las ciudades, mejor que los grandes gestos.
En el caso de La muchacha cortada en dos me ha parecido admirable cómo la inocencia de la protagonista es zarandeada, pulverizada por unos y otros. Los directivos de la cadena donde ella trabaja, los literatos, la alta burguesía, todos reciben un varapalo implacable. Qué viejo cascarrabias el viejo Chabrol, que se ha ido a la tumba batallando contra la estupidez , la hipocresía, la avaricia, la envidia, toda la cochambre humana. Que tiemblen allá donde él esté, porque encontrará la manera de sacar a la vista la basurita escondida. Y seguro que lo hace con elegancia y humildad, como quien no quiere la cosa.