domingo, 24 de abril de 2011

El hombre que mató a Liberty Valance




Algún alquimista debería ponerse a investigar de dónde nacen la poesía y la fuerza de las películas de John Ford, e inmediatamente publicar sus averiguaciones. Y digo alquimista y no científico porque hay algo de magia en el conjunto de cada una de sus películas, y, cuando ésta es redonda, se convierte en una aleación indestructible, valiosísima, inimitable. Si tomamos, por ejemplo, El hombre que mató a Liberty Valance, no alcanzamos a ver en su argumento la grandeza del conjunto:  el anciano senador Ransom Stoddard llega a Shinbone, un pueblo con el que, desde el comienzo, queda claro que está vinculado de una forma íntima. El motivo, privado, es la muerte de Tom Doniphon. Interrogado por un periodista local, el senador le cuenta el porqué de su visita, la importancia de ese muerto en su vida. Su relato es el grueso de la pelicula, y en él se desgrana la historia de cómo el bandido Liberty Valance lo agredió cuando, siendo un abogado joven y sin experiencia, llegaba en diligencia a aquel mismo pueblo, un lugar infecto lleno de forajidos, hombres rudos, borrachos, donde la ley no existe y el sheriff, su representante, es un borracho sin dignidad. El joven Ransom es acogido por Hallie, una mujer joven que trabaja en el restaurante del pueblo, y, para pagar su estancia allí, trabaja como lavaplatos. Con su mandil, su ausencia de armas y su creencia ciega en la ley, Ransom se convierte en una rara avis en el pueblo, donde es visto con lástima y con burla. Tom Doniphon, el rudo pistolero que lo recoge malherido al principio de la película, ama a Hallie pero, como es hombre de pocas palabras, todavía no se ha declarado. El resto de la película es previsible: los dos hombres se enamorarán de la misma mujer pero, lejos de enfrentarse, competirán en bonhomía, honor y generosidad. No voy a destrozar más el argumento por si, a estas alturas, hay alguien que aún no la haya visto. Baste decir que todo el argumento se estructura en torno a la antítesis, que es la forma más primitiva de poesía: la confianza en la ley, respresentada por Ransom, frente a la justicia privada, representada por Tom. La cultura, la educación, frente la la fuerza, los sentimientos ciegos. Los triunfadores frente a los perdedores (siendo éstos los causantes del triunfo de aquéllos). El hombre que ama tanto que salva la vida de su rival para no privar de felicidad a la mujer que ama. La leyenda frente a la realidad de la historia. Los héroes anónimos frente a los héroes oficiales. Todos estos mimbres no habrían dado lugar por sí mismos a una obra maestra si el conjunto no estuviera teñido de una mirada inmensamente melancólica: el hecho de que Tom haya muerto y el resto de los personajes sean viejos; el de que el pueblo, que era un lugar de tugurios y pasto de desaprensivos, se haya convertido en un lugar civilizado -gracias a la labor de los protagonistas-, ayudan a dar una profundidad, una tristeza, una amargura que la historia, por sí misma no habría tenido. Y el uso poético de los objetos acaba por dotar a la película de un lirismo de altos vuelos. Los cactus floridos, el cartel de abogado, la casa ruinosa de Doniphon, el mandil de lavaplatos, las armas, el tren mismo -que abre y cierra el film, y nos habla de los nuevos tiempos, de la civilización- llenan de congoja los ojos del espectador. Ford nos cuenta, en 1962,  un episodio más de la construcción de un país, y canta a los héroes anónimos que ayudaron a construirlo y que yacen, olvidados, en tumbas azotadas por el polvo del desierto. 
Seguro que Homero y Ford comparten ambrosía y cerveza en algún lugar soleado, allá arriba, donde descansen los genios.


martes, 12 de abril de 2011

En terapia (3ªTemporada)




El doctor Paul Weston tiene nuevos pacientes: Sunil, un hombre maduro hindú que, tras enviudar, abandona su tierra natal para vivir con su hijo, la nuera y los nietos, y que se siente atrapado, asfixiado, en un mundo que no comprende y cuyos valores desprecia; Frances, una actriz que, tras años de inactividad, ha vuelto a los escenarios y que esconde unas relaciones familiares problemáticas; Jesse, un adolescente adoptado que tiene que bregar con su carácter irascible, con su tendencia a mentir, con su homosexualidad y con unos padres biológicos que quieren ponerse en contacto con él. Por último, y finalizada la relación con Gina, Paul recurre a una terapeuta para tratarse en un momento crítico: cree estar teniendo los síntomas de la enfermedad que mató al padre, el Parkinson. La terapeuta se llama Adele y, a pesar de su juventud, demostrará llevar bien cogidas las riendas de su profesión. 
Para los que siguieron las dos temporadas anteriores, nada nuevo. Un muestrario de debilidades humanas, de situaciones desesperadas o cotidianas que producen dolor, de personajes creíbles y actores deslumbrantes, que consiguen abrir su intimidad lentamente, de forma natural, pasmosa, produciendo en el espectador la auténtica sensación de estar asistiendo a la contemplación del interior de un alma humana (aunque todos los actores están soberbios, las actuaciones de Debra Winger -Frances- y Amy Ryan -Adele- son, sencillamente, portentosas). A ello contribuyen la planificación de los capítulos -ese tête a tête entre doctor y paciente-, el sabio uso de las elipsis, el escenario (casi) único: la consulta de Paul Weston, esa alma atormentada que tiene que infundir ánimo y afán de mejora en la de sus pacientes. Y, junto a las interpretaciones, unos guiones espectaculares en su sutileza, en su trabajo de insinuación, de autenticidad. Resulta muy llamativa, en estos tiempos de narración fascinante, espectacular, visual, la declarada voluntad de despojamiento de esta serie que, definitivamente, nada contracorriente. En los tiempos de la acción, reposo y tranquilidad; sólo dos personajes por capítulo, en un plano/contraplano, en los tiempos del entretenimiento. Y, sobre todo, diálogo, mucho diálogo, como camino para llegar al interior de los personajes. La iluminación -en penumbra-, la música -muy escasa- y los conflictos personales abordados conducen a una melancolía que lo impregna todo, una visión de tristeza irremediable ante la vida. Pero, junto a la tristeza, encontramos siempre una mirada compasiva sobre el ser humano, tan frágil y tan capaz, al mismo tiempo, de enfrentarse a sus propias limitaciones y a su dolor. 
Resulta milagroso que, hoy día, alguien sea capaz de producir una serie tan absolutamente anticomercial como ésta, y, aunque la idea general está extraída de una serie israelí, la mirada sobre la intimidad humana de la versión americana procede directamente del mejor Rodrigo García (el de Cosas que diría con sólo mirarla, Nueve vidas, Mother and child y bastantes episodios de A dos metros bajo tierra).


lunes, 4 de abril de 2011

Un plan sencillo



Sam Raimi es un caso curioso. Lanzado con Posesión infernal y sus continuaciones, inmediatamente encontró una legión de seguidores. A medias gamberros, a medias aficionados al terror paródico, a medias cinéfilos rastreadores de gemas -y Raimi lo es, en el sentido de que es creador de imágenes potentes, de narraciones eficaces-, sus seguidores se pusieron todos de acuerdo con Darkman, esa fantasía oscura donde sumó el cómic de superhéroes a la parábola gótica. Dio rienda suelta a su barroquismo visual en ese homenaje a Leone que fue Rápida y mortal, se entregó a la producción de series de bajo presupuesto y, al fin, fue abducido por la serie de Spiderman. En medio de todo ese cine de género, paródico o no, y del vértigo de los blockbusters, hay una película que no parece suya: contenida, pausada, de narración clásica. Me refiero a Un plan sencillo (1998), protagonizada por Bill Paxton, Bridget Fonda y Billy Bob Thornton.
La película se inscribe en lo que podríamos llamar cine nevado, ese subsubgénero al que también pertenecen Fargo o Ni un pelo de tonto, entre otras muchas. Se trata, de nuevo, de la revisión de un género (el cine negro), pero está hecha con tanto respeto (y con tanta inteligencia), que acaba pareciendo un ejemplo canónico del mismo. El argumento es sencillo: dos hermanos (uno de ellos, discapacitado mental) y un amigo encuentran por accidente una avioneta estrellada en medio de un bosque nevado. Dentro, un cadáver y cuatro millones y pico de dólares. A partir de ahí, el guión avanza imparable, como un tren expreso, lógico y terrible, mostrando cómo el dinero puede pudrir los afectos, las relaciones, pulverizarlo todo. Lo que empieza siendo una historia de cine negro acaba desembocando en una gran tragedia, grandiosa, desoladora. El hallazgo del guionista (Scott B. Smith, basado en su propia novela) consiste en hacer que los protagonistas, en lugar de ser policías o delincuentes, sean personas normales y corrientes, de esos que saludan a todo el mundo por la calle en las ciudades pequeñas del cine americano, de los que tienen existencias pequeñas pero satisfactorias. Pero el dinero viene a sacar de sus corazones toda la ponzoña oculta, el egoísmo feroz, el animal deprimente que somos. Saimi muestra de forma sencilla, nada enfática, la evolución de los personajes, y su cámara está atenta a los pequeños detalles, que muchas veces son más significativos que los diálogos.
El uso de los símbolos es también inteligente -los cuervos, de un negro intenso en ese paisaje blanco; el dinero, la casa paterna...-, pero se lleva la palma esa nieve, que servirá para ocultar sólo durante un tiempo la avioneta estrellada y que se convierte en metáfora de los personajes: una fachada limpia que esconde un interior sucio, podrido. 
Ojalá a su director le diera por seguir el camino de esta obra (o de Premonición, otro de sus mejores títulos), en lugar de abandonarse a ese dinero cuyas maldades tan bien muestra en esta gran película.