jueves, 3 de febrero de 2011

Los protectores



Me gusta leer los artículos de Javier Marías, y, aunque suelo coincidir en sus argumentos y opiniones, la verdad es que en la mayoría de las veces el enfoque que elige es la protesta, el gruñido -cultivadísimo, eso sí- casi perpetuo. Por eso me llamó tanto la atención que, en lugar de la sempiterna queja, hace unas semanas dedicara un encendido elogio a una película, Los productores, de Walter Hill. Tengo que confesar que este director nunca ha sido santo de mi devoción: en su momento vi Calles de fuego, Forajidos de leyenda, The Warriors y La presa, películas todas que quedan en el horizonte de mis recuerdos y que, si mi memoria no me engaña, me agradaron, pero sin estusiasmo alguno. De sus películas más recientes -aunque tienen una pinta no muy seductora- no puedo decir nada, aunque he de reconocer que me resulta simpático su empeño por revitalizar el cine de género, sobre todo el western. Así que decidí hacer caso de Marías.
El encendido entusiasmo del escritor ante Los protectores (cuyo título original es Broken trail) no se produjo en mí durante el visionado. Maruja Torres afirma que Javier Marías es un apasionado cinéfilo y no lo dudo, pero creo que su debilidad confesa por un género, el western, le impide distinguir el grano de la paja. O lo que es lo mismo, que sus argumentos (que siempre parecen tan lógicos y aplastantes) a veces son bastante subjetivos. Lo que para él era una gran película para mí no pasa de un producto agradable, discreto, un homenaje a muchos de los clásicos de ese género. Para empezar, descubrir que se trataba de un telefilm (una TV movie, como la llaman ahora) no fue agradable. Y no porque yo tenga prejuicios sobre los productos televisivos (bien saben los dioses que algunos de mis mayores disfrutes cinematográficos los han protagonizado ciertas series), sino porque ese telefilm adolece del lenguaje ramplón que los telefilms tenían: sus encadenados a negro para dejar paso a la publicidad enmarcan fragmentos regulares de la trama que aportan poco a la historia: todo funciona por acumulación, y el montaje toma por tonto al espectador y abusa de los subrayados. Planos medios y primeros planos innecesarios por doquier hacen que el interés por la historia se me vaya difuminando poco a poco. Y esa historia nos cuenta cómo un viejo (Robert Duvall) aparece en la vida de su adusto sobrino (Thomas Haden Church) para comunicarle que su madre -la del sobrino- ha muerto y no ha dejado nada a su hijo. El viejo, intentando remediar esa injusticia, decide comprar cientos de caballos y conducirlos muchas millas más allá para venderlos y conseguir así un dinero con el que ayudar a su sobrino, y la película es el relato de ese viaje. Hasta aquí, todo suena a ya visto: un trayecto a través de espacios abiertos (hermosísimos, por cierto) donde un viejo y un joven nos muestran el conflicto de la edad (inevitable acordarse de Río Rojo, de Hawks) y el proceso de aprendizaje y relevo. Pero el viejo y su sobrino se encuentran con cinco jóvenes chinas compradas por un tahúr que transporta a las muchachas para venderlas a un burdel. Como el tahúr intenta robarles, el sobrino lo mata y las cinco jóvenes, en lo sucesivo, acompañarán a los protagonistas en su viaje. La convivencia entre los rudos vaqueros y las chinas se verá enriquecida con la presencia de más fugitivos: una prostituta ya madura (Greta Scacchi) y un chino (que servirá de intérprete entre unas y otros). Para rematar el conjunto, la dueña de las chinas, propietaria de un burdel, envía a un matón en su busca. Un matón cuya peligrosidad resulta resaltada cada poco tiempo, en un intento de mantener las expectativas del espectador, que se verán finalmente frustradas en un climax bastante anticlimático.
A los ecos de Río Rojo podríamos sumar los de La diligencia (la presencia de la prostituta en un carruaje remite a ella), Sin perdón (el tema de la vejez del héroe está siempre presente) o Dos cabalgan juntos, en el principal mérito del film: la descripción de la convivencia de personajes diferentes y la atención no a las escenas de acción, sino a esos pequeños momentos cotidianos que describen a los personajes y sus relaciones. Aunque más que personajes son arquetipos (un género se nutre de ellos, y la dirección de Hill no puede sacar más de los actores, con la excepción de Duvall), no deja de ser agradable el carácter descriptivo de los pasajes en que éstos interactúan. Lo que guardaré en mi memoria serán esos momentos: un viejo y una prostituta con los pies en el agua, al atardecer. Él caballeroso, ella recuperando de pronto todos sus pudores y anhelos, y, mientras, las brasas del día apagándose en el agua tranquila de un meandro del río.

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