martes, 3 de mayo de 2011

Todos rieron


 George e Ira Gershwin compusieron en 1937 la canción They all laughed para una película musical. Todos se rieron de Colón cuando dijo que el mundo era redondo, todos se rieron de Marconi cuando grabó el sonido... Todos se rieron de mí por desearte, dijeron que pretendía la luna, y ahora estás aquí, y han tenido que cambiar de cantinela... La canción, amable y optimista, cantaba el triunfo del amor de dos enamorados. Y ese mismo tono es el que Peter Bogdanovich aplicó en su deliciosísima Todos rieron (y que debería ser Todos se rieron para mantener el sentido de la letra que le sirvió de título), comedia alada y primaveral donde el amor está en el aire, inundando los pulmones y los corazones de todos los personajes. 
La historia se centra en dos detectives, interpretados por John Ritter y Ben Gazzara, encargados de seguir a sendas mujeres. Uno, Ritter, es joven, enamoradizo, y se ha enamorado hasta las trancas de la rubia despampanante (Dorothy Stratten, que fue asesinada tras el rodaje por su marido) a la que tiene que espiar. Pero lo tiene crudo: ella está casada y, al parecer, tiene un novio. El otro detective, Gazzara, un hombre maduro, interesante y mujeriego, se encarga de seguir a la esposa (Audrey Hepburn) de un millonario que va a quedarse sola unos días en Nueva York. Y se enamorará de ella como nunca lo había hecho. A este grupo se unen numerosos personajes secundarios, todos deliciosos: el jefe de la agencia de detectives, su secretaria y amante, una taxista pecosa, dos patinadoras, las hijas de Gazzara, el hijo de Hepburn, una cantante country verborreica y, al final, deus ex machina. Todos buscan y encuentran el amor mientras corren, se esconden, patinan, conducen, se equivocan, cantan, bailan... La cámara, ingrávida, los sigue por una Nueva York que es el personaje principal del film. Y el director desafía las normas de la verosimilitud en los diálogos, en las reacciones de los personajes, en los acontecimientos que les suceden, en las increíbles casualidades que jalonan la trama y que son una celebración del amor. La fotografía de Robbie Müller presta luminosidad y alegría a una Nueva York que nunca se ha visto mejor retratada, y la música -como anunciaba el título- no deja de sonar. Aunque siempre procede de alguna fuente real -la radio de un coche, un bar country, un tocadiscos-,  emana en realidad del interior de los personajes, que no dejan de ser peleles en manos del amor, que los lleva y los trae, como un oleaje inevitable. A algunos, hacia la felicidad; a otros, hacia un corazón destrozado.
El director, que ya había jugado con casi todos los géneros -el melodrama existencial en La última película; el musical en At long last love; la screwball comedy en Qué me pasa, doctor?, el psycho-thriller en El héroe anda suelto, etc, etc), vuelve a la comedia y se despoja casi por completo de su debilidad por la cita y el homenaje cinéfilo. Digo casi porque el personaje de John Ritter es un claro homenaje a los héroes atolondrados, torpes y tiernos de la comedia clásica americana (el Cary Grant de La fiera de mi niña es su más claro referente -o, en juego autorreferencial, el Ryan O'neal de Qué me pasa, doctor?-) o toda la escena del helicóptero, que remite a Casablanca, igual que todo el dibujo y los diálogos de Gazzara recuerdan a Bogart, pero en tono y en estilo esta comedia se aparta de los clásicos, sabe encontrar una voz y un tono propios, únicos. Se trata de una comedia contracorriente, moderna, valiente, de las que uno se atreve a filmar cuando está enamorado, y de las que lo reconcilian a uno con -por utilizar un título más de su director- esa cosa llamada amor.

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