martes, 31 de mayo de 2011

The wire



La gran novela decimonónica intentó mostrar la sociedad con el mayor grado de realidad posible. Su intención variaba según el autor, pero la crítica de las contradicciones personales y sociales era la más frecuente. En Guerra y paz o en Fortunata y Jacinta nos encontramos con novelas de andadura larga en las que sus respectivos autores quisieron mostrar la realidad de su tiempo tal cual ellos la vieron -ellos pensaban que la estaban mostrando tal cual era- y la sociedad de una forma pormenorizada -de ahí la abundancia de personajes, representantes de diferentes realidades sociales. Pero no era raro, además, encontrar a un mismo personaje apareciendo en diferentes novelas, como si cada una de ellas no fuera más que un episodio en la gigantesca novela del conjunto de la obra de su autor. De este modo, Balzac tituló al conjunto de su obra La comedia humana. Y los periodistas de la última temporada de The wire hablan todo el tiempo de la necesidad de un aliento dickensiano. No en vano Dickens, igual que los autores citados, se interesó en la denuncia de las lacras sociales en sus novelas.
Las series -las buenas, las serias, las que se toman al espectador en serio- tienen mucho de aquella novela del XIX, y de algún modo son sus herederas: también son de andadura larga, y, cuando son buenas, su mirada sobre la sociedad y el ser humano es crítica y compleja. En ese sentido -y desde mi punto de vista- ninguna serie ha llegado tan lejos en la representación de la realidad, de la sociedad capitalista de finales del siglo XX y principios del XXI como The wire. Aunque la acción transcurra en Baltimore, esa ciudad acaba alcanzando las dimensiones míticas -por representativas- de Vetusta o del Londres de Dickens. En ninguna serie se muestra un mayor número de vidas, todas paralelas, formando la urdimbre de un tejido social complejo. Vidas deleznables, agitadas, insignificantes, tranquilas, heroicas... El número de personajes de The wire es abrumador, y el espectador, avanzada la serie, tiene muchas veces la impresión de que lo que está viendo no es televisión ni cine, sino la realidad misma. ¿A qué se debe esto?
En primer lugar, a la forma en que está planteada la narración: atomizada, dispersa, escindida en multitud de tramas. Jamás una serie se tomó tanto tiempo en contar un caso policíaco. Lo que en otras narraciones suele durar una hora, dos como máximo, en The wire tarda trece horas, que es la duración normal de sus temporadas. Esa morosidad tiene la ventaja de que, en el camino, no sólo se nos ha narrado un caso policial, sino la vida de una ciudad entera, el funcionamiento de un sistema social. Porque la serie está atenta al individuo y sus particularidades, pero también al grupo social al que pertenece y al funcionamiento de la sociedad misma. Y el pesimismo que sus autores han derrochado deja al espectador desolado, anonadado al final de cada temporada: nada tiene remedio, los ricos seguirán ensimismados en su burbuja de privilegios, los políticos no podrán hacer nada para cambiar las cosas (o se aprovecharán de su posición para escalar en la jerarquía del poder, como Carcetti, o para enriquecerse, como Clay Davis), los marginados seguirán hundiéndose en el lodazal en que han nacido. El gran edificio del capitalismo se tambalea y la podredumbre socava sus cimientos de forma inexorable, creciente. En medio de un sistema inválido, corrupto, sólo la iniciativa personal puede intentar imponer valores como la justicia, el orden, la libertad. Pero para conseguirlo tendrá que enfrentarse a la ineficacia de las leyes, a la burocracia más exasperante, a la desidia de los que han de hacer que la ley se cumpla y al poder de los corruptos, que harán lo imposible por seguir gozando de sus privilegios. Y, evidentemente, esa iniciativa personal, que es lo único que en The wire puede redimir al ser humano, acaba fracasando (como en el caso de Colvin o McNulty) o trayendo funestas consecuencias para los que la intentan poner en práctica (Omar, Frank Sobotka). Dicen sus creadores que la estructura de la serie se basa en los principios de la tragedia griega, sólo que, en lugar de mostrar al individuo enfrentado al fatum, al destino trágico, en su serie lo han enfrentado a las instituciones sociales. Pero el resultado es el mismo.


En segundo lugar, llama poderosamente la atención el cuidado -y la complejidad, y la ternura- con que están dibujados los personajes, y es inevitable encariñarse con seres como Bubbles, Omar, Kima, McNulty, Lester, Daniels, Michael, Randy, pero también con los "malos" (Stringer Bell, D. Angelo, Avon Barksdale, Snoop): al fin y al cabo no tuvieron muchas oportunidades en el entorno en que vivieron. A ese respecto, la cuarta temporada es decisiva, ya que se adentra en el entorno social y educativo de unos chavales que no tenían más opción que convertirse en yonquis, en matones o morir en alguna esquina. Esa es la razón de que los "malos" dejen de ser el prototipo que siempre han sido para convertirse en seres complejos, a los que se presta tanta atención como a los policías, los políticos, lo yonquis... Todas las personas, independientemente de su clase social o su circunstancia personal, son merecedoras de una mirada atenta, y en The wire tienen la misma importancia.
También contribuye a ese realismo del que antes hablábamos la escritura del guión. Preciso, pausado, atento a los detalles significativos, se demora en la descripción durante capítulos para, de pronto, estallar en una violencia inesperada. Las muertes de personajes centrales suceden de improviso, y el espectador experimenta una sorpresa inédita. Todas las temporadas tienen un núcleo temático: la primera se ocupa de contar un caso de narcotráfico y la consiguiente escucha policial; la segunda, además de continuar con lo anterior, nos describe el mundo portuario de Baltimore y la decadencia de los sindicatos; la tercera muestra el ocaso del mundo mostrado en las dos primeras y el surgimiento de unas nuevas maneras que convertirán en bueno el mundo que acaba; la cuarta se centra en la educación de los jóvenes que tuvieron la desdicha de nacer en el lado equivocado de la ciudad y de la vida; la quinta muestra la decadencia del periodismo, ocupado en sobrevivir y, para ello, en la tergiversación de la verdad para hacer más atractivo el producto. Y la estructura siempre es la misma: después de bastantes capítulos descriptivos, minuciosos, la acción se dispara en los tres o cuatro capítulos últimos. Cada temporada concluye con una canción y, mientras suena, el espectador puede asistir, desolado, a cómo van a seguir las vidas que le han sido mostradas en esa temporada, en una sucesión de imágenes que rezuman belleza, tristeza e impotencia.
A pesar del pesimismo -que es brutal, quizá el más grande que yo he visto en televisión-, la profunda humanidad de la mirada de su creador, David Simon, vuelve absolutamente recomendable su visionado. Y eso a pesar de que la serie no es fácil de ver, tal es la profusión de detalles que hay que tener en cuenta para poder seguir la trama: son los inconvenientes de que el espectador sea considerado como un ser inteligente.
Quizá ha llegado el momento de dejar de distinguir entre cine y series y conviene hablar de productos audiovisuales, porque The wire no sólo es la mejor serie que un servidor ha tenido la oportunidad de ver, sino que también es una de las mejores películas -larguísima, eso sí- que no han pasado por las salas de cine.


domingo, 22 de mayo de 2011

Breaking bad (3ª temporada)



Weeds y Breaking bad comparten el mismo esquema argumental: sus protagonistas son personas normales y corrientes que, después de un incidente grave (la muerte del marido en la primera, el diagnóstico de cáncer en la segunda), para salir de una situación económica apurada deciden buscar dinero en el negocio de la droga. Esa decisión cambiará sus vidas, y los lanzará a un tobogán angustioso de sorpresas continuas, pero, mientras en Weeds el tono es amable, de comedia amarga e irónica, en Breaking bad el conjunto rezuma negrura. El profesor de instituto Walter White,  el sombrío protagonista, aprovecha sus conocimientos de química para cocinar metanfetamina y poder pagarse el carísimo tratamiento que necesita su cáncer de pulmón. Contacta con un antiguo alumno, Jesse Pinkman, para que le sirva como distribuidor. Y ése es el comienzo de una espiral que el espectador no puede ni imaginar, tal es la habilidad de los guionistas para colocar a sus personajes en situaciones inesperadas, lógicas y, muchas veces, absurdas. El tono, sin embargo, es pausado, contemplativo, como corresponde a una mirada existencial, amarga, sobre el ser humano y sus contradicciones. La oscuridad de la trama y de la mirada contrasta con la luminosidad casi hiriente de New Mexico, con unos desiertos desolados que sirven para mostrar los páramos anímicos de los personajes, encerrados en unas formas de vida insatisfactorias, muchas veces deleznables. La relación de Walter con su entorno -su mujer, Skyler; sus cuñados, Hank y Marie; sus hijos; sus compañeros de trabajo, su camello, sus clientes- se va deteriorando a medida que la situación avanza, y se va conviertiendo en un personaje cada vez más solitario, más callado, más violento... Por debajo del apacible, poco expresivo y manso profesor late el corazón de una bestia cuando se trata de defender a los suyos. Y, aunque los malos de la función son los capos a los que, de forma un tanto irreflexiva, se enfrenta, la policía y sus indagaciones -su cuñado Hank trabaja en la D.E.A.- lo van rodeando poco a poco, produciendo en el espectador una incontenible ansiedad. Hay capítulos (magistrales) que son auténticos tours de force: en ellos Walter se encuentra en situaciones de las que es imposible salir indemne, y, sin embargo, los guionistas conducen al espectador de sorpresa en sorpresa (todas lógicas, ninguna caprichosa) hasta unas conclusiones de temporada literalmente magistrales. El uso de imágenes distorsionadas, con colores sombríos o saturados, la ausencia de música -excepto la que proviene de fuentes reales en la trama- y la extrema violencia de algunas de sus imágenes, crean un todo voluntariamente asfixiante y kafkiano. La alternancia entre quietud, parsimonia y los estallidos súbitos de violencia, establecen un vínculo con Los Soprano. Y en más de un nivel. Si lo pensamos bien, una buena parte de las series actuales tiene como tema la revisión de la familia americana sometida a un elemento desestabilizador. Los Soprano, Weeds, Breaking bad, A dos metros bajo tierra, Big love... Los tiempos actuales necesitan una visión actual, realista y alejada de tópicos sobre los temas de siempre. Así ha sido siempre en la historia del arte, y las series actuales realizan esa labor de forma mucho más efectiva que el cine de nuestros días.


jueves, 19 de mayo de 2011

Midnight in Paris



En la extensa producción de Woody Allen podemos encontrar diferentes patrones, y uno de los más vistosos es aquel que engloba las películas mágicas de su director. Y con ese adjetivo quiero referirme a los films donde lo extraordinario se abre paso en el argumento para poner en solfa la vida de alguien: en La rosa púrpura de El Cairo el personaje que se escapaba de la pantalla para vivir una historia de amor con una espectadora; en Alice, las visitas al curandero chino; en La maldición del escorpión de jade, el hipnotismo; en Scoop, las visitas desde el más allá de un periodista... En todas ellas, el ingenio de Allen sabe exprimir todo su jugo a ese elemento mágico para mostrar ideas simples pero poderosas (La rosa púrpura de El Cairo, Alice) o para hacer avanzar un guión y crear situaciones ricas (Scoop, La maldición del escorpión de jade).
Midnight in Paris se inscribe dentro de este subgénero alleniano, y en concreto dentro del primer grupo. La trama es sencilla: Gil (Owen Wilson) es un guionista en crisis que viaja a París con su prometida, Inez (Rachel McAdams), y con los padres de ésta. La crisis de Gil es de diversa índole: por una parte, quiere abandonar un trabajo que no le gusta y dedicarse a la escritura; por otra, no acaba de estar seguro de querer casarse con su prometida, que no sabe comprenderlo. Ama París y le gustaría vivir allí, pero a todos les parece una locura. Es amante de las antigüedades y vive convencido de que el tiempo que le ha tocado vivir es el más prosaico de todos: tiene mitificados los años veinte. Una noche, después de una cena con unos amigos insufribles, decide dar un paseo nocturno por la ciudad, y surge la magia: un coche de época -la original máquina del tiempo del director- se para y los ocupantes insisten para que suba, y cuando baja, Gil se encuentra en sus adorados años veinte. Va a conocer a toda la fauna de artistas e intelectuales que pobló París en esa época. La lista es interminable (hasta el punto de requerir una cultura mediana del espectador para que ciertos gags, o la película entera, funcionen): Scott Fitgerald y su mujer, Cole Porter, Josephine Baker, Picasso, Dalí, Buñuel, Hemingway, Gertrude Stein, Juan Belmonte, Toulouse-Lautrec, Gauguin, Dégas... La manera que tiene Allen de mostrar lo extraordinario es sencilla y tremendamente efectiva: el espectador inmediatamente cae hechizado por el truco y se mete en el pellejo de Gil, porque ¿quién, que ame la cultura, no ha soñado -y más, en París- con esa época dorada? La jugada de Allen es maestra: por una parte, le permite crear situaciones interesantes dramáticamente -se enamora de una mujer del pasado-; por otra, regodearse en la reconstrucción cultural y en el homenaje; por otra, crear situaciones de comedia y gags inolvidables. Y, por último, le permite abordar la tarea más peliaguda de todas: ser americano, rodar en París y no caer en el cliché... a base de zambullirse de lleno en él, pero desde otra perspectiva. Al centrarse en los artistas célebres norteamericanos que vivieron en París y adoraron la ciudad -creando el tópico cultural norteamicano de la ville lumière-, Allen adquiere un salvoconducto: su protagonista, que es amante de esa época y de la cultura, es norteamericano y quiere venirse a vivir a la capital francesa.
Aparte de la habilidad del guión -donde, por cierto, se cae en una cierta reiteración-, la película es una hermosa reflexión, en clave amable y distendida, sobre la insatisfacción del ser humano con respecto al tiempo que le ha tocado vivir; sobre el arte enfrentado a la vida; sobre la fragilidad de los sentimientos; sobre cómo nos puede inmovilizar la mirada puesta en el pasado... El único camino que lleva a la felicidad parte de nuestro presente. Y quizá no es el arte, sino el amor.
La película se deja ver con una sonrisa -y varias carcajadas- que dura todo el metraje. Resulta increíble que un director tan mayor sepa cantar a la vida de una forma tan luminosa, tan ingeniosa, tan tierna y a la vez inteligente. Y, por encima de todo, la película es un canto a la ciudad de París, de la que se dicen cosas conmovedoras. De hecho, el director, antes de los títulos de crédito, dedica unos minutos a fotografiarla al compás de la música, como hizo con Manhattan en la película del mismo título, al son de la Rhapsody in blue. Un rincón cualquiera de cualquier bulevar, una calle bajo la lluvia, un callejón que sube a Montmartre mientras una melodía cálida envuelve las imágenes... Las mejores declaraciones de amor son las que no necesitan palabras.


miércoles, 11 de mayo de 2011

La red social



Lo confesaré: David Fincher nunca ha sido santo de mi devoción. Le reconozco su habilidad a la hora de presentar productos de impecable factura, pero en todos ellos acabo encontrando una tendencia a la vacuidad que acaba por desinteresarme de su cine. Seven, su primera obra notable, me pareció una mezcla de El silencio de los corderos y Taxi driver, con un guión que jugaba a la sorpresa más que a la seriedad; The game, que jugaba también la misma baza, me pareció, literalmente, increíble; El club de la lucha, que empezó gustándome mucho, acabó convirtiéndose en una de esas películas donde nada-de-lo-que-has-visto-era-lo-que-parecía. A partir de ahí, Fincher acabó autoconsiderándose el gran autor al que todos  coreaban, y creó Zodiac y El curioso caso de Benjamin Button, dos proyectos ambiciosos que de nuevo naufragaron en el mismo escollo. ¿Era necesaro tanto metraje para contar, respectivamente, la podredumbre del mundo contemporáneo y las dificultades del amor, respectivamente? Siempre, como digo, con una factura muy atractiva, estilosa, fascinante.
A pesar de mis objeciones, siempre acabo dándole una nueva oportunidad a su cine, en la esperanza de que el director se enmiende y pula "esos defectillos". Para mi sorpresa, La red social es la primera película que me gusta íntegramente de su director. Y digo "para mi sorpresa" porque la temática elegida caía a años luz de mis intereses. Facebook no me atrae nada, y la mentalidad americana del éxito me resulta bastante aburrida como tema. Y, a pesar de todo, La red social me parece una historia contada de forma inteligente que me tragué de pe a pa sin rechistar. Lo cual demuestra que cuando algo está bien contado, nos va a interesar, aunque de entrada no caiga dentro de nuestras preferencias. Y en este caso concreto, el guión de Aaron Sorkin levanta el armazón de un edificio que luego Fincher ha sabido terminar con sabiduría.
Como todo el mundo sabe, La red social cuenta la creación de Facebook. De entrada, resulta asombroso que se pueda adoptar un punto de visto histórico sobre unos acontecimientos tan cercanos en el tiempo, pero es que, detrás de esa anécdota, la película es un retrato fascinante -empleo por segunda vez el adjetivo porque creo que las imágenes de Fincher son exactamente eso: facinantes- de la Norteamérica más elitista -en concreto, de sus cachorros, retozando a placer en esos parques temáticos llamados campus universitarios. Los retoños aprenden a desenvolverse por su cuenta y a hacer sus deberes: crear nuevas empresas con las que ganar muchísima pasta, igual que hicieron sus papás. Y en ese entorno de privilegiados, un muchacho alelado, inexpresivo, introvertido, con graves problemas de relación, crea un instrumento nuevo y sucumbre a la vorágina del éxito. Un éxito que acabará haciéndolo rico pero instalándolo, al mismo tiempo, en una soledad pesadillesca. Desde Ciudadano Kane, a nadie extraña esa temática, más que retratada en el cine. Pero Fincher ha sabido describir muy bien un grupo social, con sus tics más notables, y se ha centrado en la figura rabiosamente actual: el multimillonario juvenil, que normalmente se ha enriquecido gracias a algún invento relacionado con la informática.
El sueño americano estaba podrido, eso ya nos lo dijeron muchas veces, pero no está de más una reactualización del tópico, sobre todo si se basa en un guión inteligente, sólido y eficaz. Las interpretaciones, por descontado, son impecables, y, especialmente, la del joven Jesse Eisenberg, que crea a un Zuckerberg al mismo tiempo soberbio y frágil, brillante y torpe. 
La red social es una buena película, la película que yo estaba esperando de su director. Que continúe la racha.

martes, 3 de mayo de 2011

Todos rieron


 George e Ira Gershwin compusieron en 1937 la canción They all laughed para una película musical. Todos se rieron de Colón cuando dijo que el mundo era redondo, todos se rieron de Marconi cuando grabó el sonido... Todos se rieron de mí por desearte, dijeron que pretendía la luna, y ahora estás aquí, y han tenido que cambiar de cantinela... La canción, amable y optimista, cantaba el triunfo del amor de dos enamorados. Y ese mismo tono es el que Peter Bogdanovich aplicó en su deliciosísima Todos rieron (y que debería ser Todos se rieron para mantener el sentido de la letra que le sirvió de título), comedia alada y primaveral donde el amor está en el aire, inundando los pulmones y los corazones de todos los personajes. 
La historia se centra en dos detectives, interpretados por John Ritter y Ben Gazzara, encargados de seguir a sendas mujeres. Uno, Ritter, es joven, enamoradizo, y se ha enamorado hasta las trancas de la rubia despampanante (Dorothy Stratten, que fue asesinada tras el rodaje por su marido) a la que tiene que espiar. Pero lo tiene crudo: ella está casada y, al parecer, tiene un novio. El otro detective, Gazzara, un hombre maduro, interesante y mujeriego, se encarga de seguir a la esposa (Audrey Hepburn) de un millonario que va a quedarse sola unos días en Nueva York. Y se enamorará de ella como nunca lo había hecho. A este grupo se unen numerosos personajes secundarios, todos deliciosos: el jefe de la agencia de detectives, su secretaria y amante, una taxista pecosa, dos patinadoras, las hijas de Gazzara, el hijo de Hepburn, una cantante country verborreica y, al final, deus ex machina. Todos buscan y encuentran el amor mientras corren, se esconden, patinan, conducen, se equivocan, cantan, bailan... La cámara, ingrávida, los sigue por una Nueva York que es el personaje principal del film. Y el director desafía las normas de la verosimilitud en los diálogos, en las reacciones de los personajes, en los acontecimientos que les suceden, en las increíbles casualidades que jalonan la trama y que son una celebración del amor. La fotografía de Robbie Müller presta luminosidad y alegría a una Nueva York que nunca se ha visto mejor retratada, y la música -como anunciaba el título- no deja de sonar. Aunque siempre procede de alguna fuente real -la radio de un coche, un bar country, un tocadiscos-,  emana en realidad del interior de los personajes, que no dejan de ser peleles en manos del amor, que los lleva y los trae, como un oleaje inevitable. A algunos, hacia la felicidad; a otros, hacia un corazón destrozado.
El director, que ya había jugado con casi todos los géneros -el melodrama existencial en La última película; el musical en At long last love; la screwball comedy en Qué me pasa, doctor?, el psycho-thriller en El héroe anda suelto, etc, etc), vuelve a la comedia y se despoja casi por completo de su debilidad por la cita y el homenaje cinéfilo. Digo casi porque el personaje de John Ritter es un claro homenaje a los héroes atolondrados, torpes y tiernos de la comedia clásica americana (el Cary Grant de La fiera de mi niña es su más claro referente -o, en juego autorreferencial, el Ryan O'neal de Qué me pasa, doctor?-) o toda la escena del helicóptero, que remite a Casablanca, igual que todo el dibujo y los diálogos de Gazzara recuerdan a Bogart, pero en tono y en estilo esta comedia se aparta de los clásicos, sabe encontrar una voz y un tono propios, únicos. Se trata de una comedia contracorriente, moderna, valiente, de las que uno se atreve a filmar cuando está enamorado, y de las que lo reconcilian a uno con -por utilizar un título más de su director- esa cosa llamada amor.