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lunes, 13 de junio de 2011

Bande à part



Bande à part no es una película policíaca, una série noire, como dirían los franceses. Hay pistolas, atracos, muertos, pero nada de eso está contado literalmente: la estructura de cine negro, los protagonistas (dos muchachos y una joven que coinciden en clase de inglés), hasta el mismo París (fotografiado por Raoul Coutard en un maravilloso blanco y negro), todo está al servicio del único tema de la película: el inconmensurable amor por el cine de su director, la avidez, más que de contar historias, de hacer películas. Y ésta, de camino, es un canto a la juventud. Y no a cualquier juventud, sino a la que se estaba gestando en Francia en la década de 1960 y que eclosionaría en el mayo del 68. Los jóvenes protagonistas de Bande à part son seres peliculeros, fruto de una imaginación podrida de cine. Sus reacciones, sus palabras, no son más que signos de su excepcionalidad, o, más bien, de la excepcionalidad de su director, que es el auténtico protagonista de todo su cine. Y hay tantas de ganas de romper moldes, de crear desde cero, y de homenajear a los clásicos al mismo tiempo... Los protagonistas juegan a ser pistoleros en un western, juegan a policías y ladrones, se marcan un número musical en una cafetería (una escena deliciosa, inolvidable), y todo tiene la frescura de lo recién inventado, de la juventud. La nouvelle vague estallaba en delirantes llamadas de atención sobre el mismo lenguaje cinematográfico: con frecuencia se repiten planos y diálogos, como por defecto de montaje, y se juega con el silencio en una escena célebre: los progagonistas, en un café, hablan sobre lo incómodo de los silencios y hacen la apuesta de estar un minuto en silencio. A partir de ese momento, a la película le desaparece toda la banda de sonido, y el espectador se convierte en un miembro más del grupo incómodo. Godard y su godardeces, que en su momento debieron épater al respetable o irritar por su suficiencia, pero que ahora, pasado el tiempo, son el signo de una época, de un cine que abrió las puertas del cine. Godard puede resultar engreído, endiosado, lunático, pero su labor de indagación en el séptimo arte es innegable. Resulta curioso que Bertolucci, en Soñadores, aquella película sobre las contradicciones de una juventud burguesa que acabarían liberándose en el Mayo del 68, homenajeara Bande à part con la carrera de sus protagonistas por el Louvre, una escena que representaba a la perfección el espíritu de la película, del director, de la época entera: tres jóvenes libres, irreverentes, se atrevían a hacer carreras por el Louvre, la representación del arte antiguo.
Conviene ver de vez en cuando una película de Godard y recordar que la juventud, la osadía y la pasión son posibles en el hecho cinematográfico.


lunes, 28 de febrero de 2011

El desprecio




Paul es un guionista que acepta la oferta, al principio de la película, de un arrogante productor americano: escribirá el guión de una versión de La Odisea dirigida por Fritz Lang, interpretándose a sí mismo. El productor le echa el ojo a la mujer del guionista, Camille -una Brigitte Bardot en la cumbre de su belleza-, e intenta llevársela al huerto. Ésta asiste, consternada, a cómo su marido la vende al productor, a cambio del contrato. Así obtendrá la cantidad de dinero suficiente para acabar de pagar el piso, para vivir sin estrecheces. Eso hace que el amor de Camille se transforme en desprecio.
Ése es el argumento. Claro que habría que añadir que hay todo un juego de referencias: el guionista es Ulises, el productor, Neptuno -causante de los males del rey de Ítaca-, y la mujer, Penélope. Y hay más: continuas parrafadas literarias -muy del gusto de la nouvelle vague y de Godard en concreto-, un uso de la música casi minimalista -la melodía, escrita por Delerue, se repite, siempre idéntica, una y otra vez, venga o no a cuento-, reflexiones metaliterarias y, sobre todo, un afán hipertrofiado por ser original, peliculero, genial: desde los títulos de crédito (una voz va recitando los participantes en el film mientras una cámara, rodando, se va acercando al espectador y lo enfoca, como significando que lo que éste va a ver reflejada en la película va a ser su propia experiencia), a la misma escena pasada por diferentes filtros (la celebérrima escena del principio). Se trata de una película que, vista hoy, puede exasperar, no tanto por sus pretensiones, por su autoconciencia artística, sino por los personajes que Godard dibuja: son caprichosos, de reacciones imprevisibles, sin lógica, insufribles. Paul, el guionista, lleva siempre un sombrero -incluso en el baño- por adoración a Dean Martin; Camille, la esposa, deja caer unos platos en la cocina en un descuido y acto seguido decide dejar todo lo roto en el suelo para salir a dar un paseo. Los personajes no siguen más lógica que la del capricho de su director, que quiere ser original, innovador, a cualquier precio. Quiere discursear sobre la creación artísitica, sobre la prostitución del artista, sobre la inocencia de los clásicos y la imposibilidad de esa inocencia hoy día, sobre la crisis conyugal, sobre Hollywood, sobre la irreversibilidad de los sentimientos, pero yo no estoy muy seguro de que lo consiga. 
Lo que sí consigue una vez más -y casi me molesta- es encandilarme con sus imágenes hermosísimas, casi hipnóticas. Y tiene mérito, porque son mil las razones por las que esta película -como muchas otras de las suyas- debería molestarme, pero el portento de esa cámara, de esa mirada, me arrastra una vez más, como una marea. Qué pena que Godard, ese gran genio de la imagen, perdiera tanto tiempo y tanto esfuerzo en intentar escandalizar y épater les bougeois y demostrar una profundidad más impostada que real, cuando tenía -y supongo que sigue teniendo, aunque no he visto Film socialisme- la magia de las imágenes en sus manos.