jueves, 6 de octubre de 2011

Tengo algo que deciros



Hay películas inútiles, empedradas de buenas intenciones, que se empeñan en avanzar sin una historia real -quiero decir, una historia que nos interese- sólo porque su autor considera que hay que concienciar al público de algo. Pretenden ser películas de tesis, pero le hacen un flaco favor a la tesis que defienden, porque dan ganas de apoyar la causa contraria. En este caso, la tesis es: La homosexualidad es algo natural y la sociedad debería aceptarla igual que la heterosexualidad. ¿Hacía falta defender esta idea, a estas alturas?
El argumento es sencillo: Tommaso, hijo menor de la acaudalada familia Cantone, vive lejos de la ciudad familiar, entregado a la literatura y viviendo en pareja con otro hombre. Su familia cree que estudia Economía y que va a ocuparse del negocio, y él ha decidido aprovechar una comida familiar para hacer público que es gay y que quiere dedicarse a la literatura. Lo que no sospecha es que, antes de pronunciar las palabras liberadoras, sucederán cosas que alterarán todos sus planes. El director, Ferzan Ozpetek -autor de El hada ignorante- intenta adoptar un tono entre didáctico, simpático y dramático. Pero todo se queda en buenas intenciones. Y las películas no se hacen con buenas intenciones, sino con imágenes que cuentan, con personajes bien dibujados, con actores solventes. Los personajes de la familia son increíbles, planos, y las situaciones son todas impostadas, falsas, a medio camino entre la bufonada y un lirismo de qualité que, en ocasiones, producen vergüenza ajena. Jamás la homosexualidad estuvo tratada de un modo tan estereotipado, y, si el público destinatario de este film es el gay, resulta lamentable la idea que de los mismos posee el director.
Es el tipo de película que, en fin, hace preguntarse al espectador cómo algún productor se atrevió a poner sus huevos en esta cesta, como dirían los anglosajones. 




jueves, 22 de septiembre de 2011

Incendies



Canadá. Dos hermanos mellizos de origen árabe descubren que su madre, que llevaba mucho tiempo sin hablar y que acaba de morir, les hace un encargo póstumo a través de sendas cartas. Y los hijos, para cumplir la última voluntad de la difunta, deberán viajar hasta Líbano y tirar de un ovillo al final del cual se encuentra el espanto. Un espanto en estado puro. El horror.
La película, que se toma su tiempo para narrar su devastadora historia, sabe crear una atmósfera personal. El director, Denis Villeneuve, ensaya una narración seca, desprovista de esa retórica de los sentimientos a la que estamos tan acostumbrados, y nos muestra con imágenes -¿no es eso el cine?- cómo el intento de averiguar la verdad nos puede conducir al horror. Hay una voluntad manifiesta de denunciar la demencia de la situación en Oriente Próximo y la locura religiosa, tan fecunda en sangre. Pero, además, el director sabe poner al día la estructura de la tragedia clásica más pura (la estructura y el alma del Edipo, rey de Sófocles se encuentran maravillosamente tratadas). Quizá, como única pega, se podría decir que para el espectador poco versado en la historia de Líbano, el marco narrativo es confuso y hay ciertos hechos que no se pueden comprender bien.
Los actores consiguen transmitir a la perfección los sentimientos que el mismo paisaje y la trama desprenden. Y toda la trama descansa sobre sus caras, sus cuerpos, porque el director ha querido casi prescindir de los diálogos. El avance de las imágenes, de los hechos, es contundente, inevitable, como el destino. El fatum de la gran tragedia alienta en esta inexorable, apabullante, desoladora película.


Alle anderen (Entre nosotros)



Chris y Gitti son una pareja bastante reciente. Pasan unas vacaciones en casa de los padres de Chris, en una isla italiana, y ese tiempo que comparten les sirve para conocerse, practicar sexo, conocerse más a fondo. Todo lo a fondo que pueden conocerse dos personas, que quizá no es mucho. Y la película nos cuenta, con tiempos muertos y atención a los pequeños gestos, esta relación de dos seres anodinos, con sus rarezas, mezquindades y complejos. Y cómo cuando se relacionan con unos conocidos de él -que casualmente veranean cerca- surge el conflicto. 
La sensación que deja la película es rara: si, por una parte, la directora pretende reflexionar sobre LA pareja, sus contradicciones, esencias, grandezas y miserias, los personajes elegidos y, sobre todo, el tono del conjunto, hacen pensar que  no hay ninguna voluntad de reflexión, sino de mostrar un caso particular. Es como si tuviera en mente a Bergman pero esa referencia se le diluyera a medida que los personajes y los diálogos se van desarrollando. Al final, lo que queda es la crónica de la relación de dos seres enojosos, egoístas, imprevisibles, más que una reflexión sobre el ser humano y su patética necesidad de vivir en pareja.
Las interpretaciones son sobresalientes -especialmente ella, que compone un personaje incómodo-, y el uso de la puesta en escena y del espacio contribuyen a una sensación de aislamiento que acaba provocando en el espectador un malestar que, al menos en mi caso, hacía tiempo que no sentía ante un film.


martes, 6 de septiembre de 2011

La piel que habito



Y llegó la tan esperada -campaña publicitaria perfecta de por medio- película de Almodóvar. La historia, inspirada muy libremente en la novela Tarántula, de Thierry Jonquet, nos cuenta una de las historias más universales que existen, la de la venganza. La venganza de un padre sobre quien le arrebató lo que más quería. Sólo que la venganza acaba complicándose. La historia, como siempre en el autor manchego, es una excusa para jugar con los géneros y crear una criatura insólita, mezcla de las películas de científico enloquecido, de amour fou (en esta ocasión en sordina, sin tanta palabrería), de psicópata, de creador enamorado de su creación. Y todo, unido a los estilemas propios del cine del propio autor, que es en sí ya un género: colorido, gusto por lo bizarro, por la provocación, uso de canciones, humor un tanto surrealista, interés por la problemática de la identidad sexual, etc, etc. Y el artefacto que le ha salido se deja ver con agrado -bastante más del que hacía presagiar el tráiler-, pero poco más. Se supone que hay una profunda indagación en la identidad sexual, en la relación víctima-verdugo (y su inversión), que los sentimientos están bullendo bajo la piel, pero todo atisbo de pasión es inexistente. En la historia y en la narración. Y hay secuencias que, supuestamente, están ahí para provocar una profunda emoción y  producen risa. 
A veces da la sensación de que Almodóvar confía tantísimo en su genio, en su creatividad (que lo ha llevado a crear grandes películas), que está convencido de que no hay situación, por ridícula, rebuscada o rocambolesca que sea, que él no puede convertir en cine de primera calidad. Su cine se resiente de eso últimamente. Del enorme ego de su autor.


domingo, 28 de agosto de 2011

Treme (2ªTemporada)



El último proyecto hasta la fecha de David Simon (y de Eric Overmyer), el creador de la insuperable The wire, es esta nueva serie, Treme (léase Tremé), que ya va por su segunda temporada. En lugar de Baltimore, Simon elige una ciudad emblemática: New Orleans, en concreto la ciudad devastada unos cuantos meses después del Katrina. Por supuesto, en la serie se critica al poder (en cualquiera de sus manifestaciones) que intenta enriquecerse a costa de la desgracia ajena, insensible al dolor. Pero -y ésta es la gran diferencia con respecto a The wire- en Treme hay un canto al ser humano, que, en contra de todos los poderes y a pesar de todas las desgracias, intenta  tirar hacia adelante y busca arreglar su vida, su casa, su barrio, su ciudad. No siempre lo consigue, pero ese esfuerzo positivo por ser feliz, por tener alegría, por disfrutar (del amor o de la música o del mardi gras, tanto da) es uno de los factores que convierten Treme en una fuente inagotable de sonrisas en el espectador. La serie nos cuenta cómo intenta rehacer sus vidas después de la tormenta un manojo de personajes (muy pocos si los comparamos con la serie anterior de Simon): Antoine Batiste es un músico de jazz mediocre, casado, mujeriego, que vive a salto de mata, simpático; David McAlary trabaja en la radio y es inestable, nervioso, dicharachero, ideador de grandes proyectos; Albert Lambreaux es un testarudo viejo que regresa a la ciudad para vivir allí y para continuar con su tradición de indio en el Mardi Gras; su hijo, Delmond, es un jazzman culto que vive en New York y tiene que apechugar con un padre no demasiado razonable; Ladonna, la primera mujer de Antoine Batiste, rehizo su vida junto a otro hombre y, aunque podría llevar una vida más relajada, se ha empeñado en arreglar y mantener el bar que creó su padre; la familia Bernette (abogada, escritor, hija adolescente) intenta sobrevivir durante toda esta temporada a una tragedia familiar que ocurría en la primer temporada; Janette es una chef que, después de su fracaso laboral en la primera temporada, intenta salir adelante en los fogones neoyorkinos; Annie y Sonny, que fueron pareja, intentan ahora vivir nuevas vidas, ella junto a Davis, tocando el violín donde puede, él luchando contra sus adicciones y buscando trabajo en cualquier banda, aunque sea la de Antoine Batiste. Y dos personajes nuevos que se suman al grupo en esta temporada: Nelson Hidalgo, un especulador sin escrúpulos que ha acudido a la ciudad a aprovecharse del río revuelto, y Terry Colson, un honrado policía que se enfrenta a la institución a la que pertenece al intentar ayudar a Toni Bernette en el esclarecimiento de un crimen acontecido en los días que siguieron al Katrina.
Y la música. Jamás en ninguna serie o película la música ha jugado un papel tan decisivo como lo juega en Treme. Para empezar, el mismo título alude a un barrio de músicos especialmente vapuleado por el huracán, la delincuencia y la dejadez de las instituciones. En cada episodio la música es el marco -y el eje, en muchas ocasiones- del argumento, y, por tanto, está omnipresente. Una música que se convierte en metáfora de la tradición cultural de un pueblo: Lambreaux se empeña en que sus cantos indios sigan adelante -venga el huracán que venga-, y se sacrificará todo lo que sea necesario. El jazz de New Orleans, que muchos aficionados al jazz culto miran con desprecio o condescendencia, es una riqueza cultural que no hay que perder, y el hatajo de músicos perdedores que se dedican a él no lo hacen desde presupuestos intelectuales, preservadores, sino vitales: no pueden evitar vivir donde viven, amar la música que aman y dedicarse con toda su alma a ella. La música, así, se convierte de camino en metáfora de todo lo hermoso que puede crear un pueblo, de todo lo bueno que debe perdurar por encima del tiempo, de aquello que, al escucharla, nos hace disfrutar, bailar, vivir con los demás. La música es vida, y en Treme se desborda por los cuatro lados de la pantalla.
Desde el punto de vista cinematográfico,  los autores se decantan por una narración pausada, atenta a los pequeños gestos, impresionista, a medias volcada en lo íntimo y a medias en lo colectivo. Las interpretaciones -cada una de ellas- son de quitarse el sombrero, y la temporada carece de un argumento como tal: es la acumulación de pequeñas y grandes acciones de cada uno de los personajes lo que el espectador percibe, pero dispuestas de tal forma que también surge música de las imágenes, de la disposición de las secuencias. 
La serie es tan lenta, tan poco comercial, que uno se pregunta cómo es posible que haya alguien dispuesto a financiar productos como éste. Los milagros son así (y casi todos suceden en la HBO).




lunes, 15 de agosto de 2011

24 (5ªTemporada)



Jack Bauer vuelve a la carga, acompañado de su móvil -la batería más duradera del planeta- y sus inseparables colaboradores. Y, una vez más, vuelve a salvar el mundo (bueno, Estados Unidos, que es como su metáfora). En este caso, la amenaza (sólo cuento el principio, para no desvelar los giros del guión) proviene de unos terroristas rusos que pretenden usar un gas que todo el rato llaman nervioso. El arranque de la temporada es soberbio, y la conclusión a la altura de la paciencia que el espectador ha invertido en su visionado. El problema es la fórmula, que, después de cuatro temporadas, ya está más que agotada. La capacidad de sorpresa del espectador ya está más que machacada. Uno sabe, al comenzar la serie, que:

1. Hay un traidor, o varios, dentro de la WAT.
2. Bauer va a seguir adelante gracias a última tecnología y a su suma sacerdotisa, Chloe.
3. Las instituciones van a jugar en contra del protagonista.
4. El final es agridulce.
5. Los protagonistas tienen que sacrificar su felicidad personal.
6. Un presidente (ficticio) de los Estados Unidos va a jugar un papel clave en la historia.
7. Los terroristas suelen ser europeos.
8. La cámara es nerviosa, y siente preferencia por los ambientes oscuros y nocturnos.
9. Cualquier problema en manos de Bauer va a solucionarse, antes o después.
10. Habrá varias escenas de tortura -siempre con buenos fines- a mano de Bauer.
11. Todo sucede contrarreloj, y las crisis se solucionan en el último segundo.

A pesar de todo esto, hay que decir que se trata de un producto audiovisual impecablemente realizado, muy bien narrado, solvente. Sus creadores han cogido a Harry Callahan, James Bond, Houdini, Indiana Jones y a MacGyver y han creado a un personaje atractivo, y han sabido acompañarlo de personajes funcionales, sí, pero también atractivos. Chloe, por ejemplo (interpretado de forma soberbia por Mary Lynn Rajskub), la analista de la WAT con una insensiblidad social y una fidelidad a Bauer a prueba de bombas, va creciendo como personaje y en esta quinta temporada tiene un protagonismo que alegra al espectador, que a estas alturas ha aprendido a apreciarla. Los personajes están magníficamente interpretados -aunque no siempre poseen la suficiente profundidad psicológica-, y se ponen al servicio de la historia, del producto final. Especialmente notable es, en esta temporada, el dibujo del despreciable presidente Logan, interpretado de forma sorprendente por Gregory Itzin (cuánto se habría ahorrado Peter Jackson si lo hubiera contratado para interpretar a Gollum).
Aunque hay muchos elementos que satisfacen al espectador, es imposible no notar el cansancio, como decía antes, de la fórmula, que se ha acomodado y le da al espectador lo que éste demanda. La hipertrofia narrativa también, es evidente, acaba instalando en la cabeza del espectador la inevitable pregunta: ¿es necesario que cada temporada tenga 24 capítulos de una hora? Los guionistas sudan tinta china para llenar de tanta acción todo ese tiempo, y a estas alturas no es que hayan caído en el manierismo, es que hace tiempo que lo dejaron atrás. ¿Por qué no titular la serie 12 y contar lo mismo de una forma que no canse tanto?


miércoles, 6 de julio de 2011

Bright star



Jane Campion conoció la gloria a principios de los noventa con El piano, una película que tuvo la fortuna y la desgracia de ir asociada a esa época. Fortuna, porque se hizo, a pesar de tratarse de una película minoritaria, celebérrima -a lo que contribuyó no poco la banda sonora de Michael Nyman-; desgracia, porque mucha gente la asoció a esa época y, una vez pasada ésta, se la consideró fuera de lugar. Después vino Retrato de una dama, que se aprovechó del tirón de El piano, y que muy poca gente vio. Después, el silencio crítico. Campion estrenó más películas, pero los medios no se han hecho eco de ellas.
Hasta ahora. Bright star ha vuelto a poner a Campion en el panorama cinematográfico mundial Y los críticos han hablado elogiosamente de esta historia, en la que se nos cuenta el último periodo de la vida del poeta John Keats, su relación con Fanny, una vecina poco dada a la poesía. La directora ha querido hablar de muchos temas: la pasión romántica, la poesía, la muerte... Y, tratándose de un cuasi biopic y de una historia de las llamadas de época, la historia ha querido no caer en el academicismo y poner distancia con la gran mayoría de las películas de temática y época semejantes, y para ello se ha esforzado en una narración entrecortada, que escatima al espectador la continuidad lógica de las escenas y que, desgraciadamente, vuelven fríos y rebuscados los diálogos y las reacciones de los personajes, a veces incomprensibles e increíbles. Una verdadera pena, porque el proyecto es realmente interesante, y el envoltorio visual utilizado es deslumbrante, magistral. El ojo pictórico de la directora, que ya demostró maestría en El piano y en Retrato de una dama, se erige en el auténtico protagonista de la película. Toda la frialdad que los diálogos y el guión transmiten -por una equivocada voluntad de originalidad- se calza en unas imágenes que -éstas sí- derrochan belleza y sentimiento. Y no se trata de esteticismo vacuo: no en vano nos encontramos ante una historia sobre uno de los poetas que más han reflexionado sobre la Belleza.


sábado, 2 de julio de 2011

Insidious



¿Por qué es tan difícil ver una buena película de terror? Es como si ese género se hubiera agotado, o como si los buenos directores hubieran elegido otros géneros para demostrar su valía, aunque encontremos, claro está, excepciones. Pero qué difícil es ver buen cine de terror actual. Los directores, sumidos en un mareo de referencias metacinematográficas, sucumben a un manierismo que no hace disfrutar realmente. Y la sutileza, ese gran ingrediente del buen cine de terror, brilla por su ausencia, al mismo tiempo que este género -si es que puede seguir llamándose así- se dirige a un público adolescente que sólo pide sustos, no importa que zafios, sólo sustos. Y sangre. No voy a criticar el gore -género contra el que no tengo nada-, sólo la falta de ideas, el páramo en el que el terror cinematográfico parece encontrarse.
Todo esto me viene a la mente después de haber visto Insidious, la última película de James Wan (el iniciador de la saga Saw), cuyo estreno venía precedido de buenas críticas. Lo que mis ojos han visto ha sido una película mediocre, exánime, un refrito de otras (Poltergeist y todas las de casas encantadas, Los otros, El exorcista) que, sobre todo, no daba miedo. Solo esos sustos que tanto desean los adolescentes. La visión del más allá es circense, ridícula en una película de miedo, y los malos de la función -sobre los que se generan unas ciertas expectativas de miedo- acaban siendo más un diseño visual que unos entes realmente temibles. En fin, hay películas que no merecen que se gaste muchas palabras en hablar de ellas. Pensé omitirla en este blog, pero no he podido sustraerme a la tentación de dejar constancia de la decepción, una vez más, de la última película promesa de miedo.

jueves, 23 de junio de 2011

Hannah y sus hermanas



Contadas, las películas de Woody Allen parecen muy difíciles, enrevesadas, pero en la pantalla son fluidas, fáciles, naturales. Hannah y sus hermanas no es una excepción. Hannah, Holly y Lee son hermanas, hijas de un viejo matrimonio de actores. Hannah (Mia Farrow) es la más estable, fuerte, equilibrada. Se casó con un empresario (Michael Caine) y sirve de apoyo moral y económico a sus hermanas. Holly (Dianne Wiest) es inestable, bohemia, de esas personas que van dando bandazos espirituales y vitales: hoy son actrices vocacionales, mañana cocineras, el otro escritoras o bailarinas.Quiere una pareja y no la encuentra. Lee (Barbara Hershey) es sensible, exalcohólica y vive con un pintor misántropo (Max von Sydow). La película empieza cuando el marido de Hannah, Elliot, empieza a enamorarse -o a creer que se enamora- de su cuñada, Lee, y nos cuenta todo el arco de esa relación, desde las miradas de deseo iniciales, pasando por el cortejo y la seducción, hasta la ruptura. Por supuesto, esa relación tendrá consecuencias en el matrimonio de Hannah, que no comprende qué le sucede a su marido -un hombre egoísta, mentiroso, mezquino pero también real, humano. Al hilo de ese argumento -mínimo-, Allen nos cuenta cómo el tiempo -en forma de celebraciones familiares- va pasando sobre este grupo humano (y sobre el primer marido de Hannah, Mickey, interpretado por Woody Allen, un productor televisivo que entre en crisis existencial después de una falsa alarma de cáncer).
Si la especie humana se extinguiera, las películas de Woody Allen serivirían para dar cuenta exacta de cómo era el hombre perteneciente a la burguesía acomodada e ilustrada en el Nueva York de finales del siglo XX y principios del XXI (y, por extensión, del ser humano), y de hecho sus películas son como capítulos diferentes -así parece indicarlo el que sus títulos de crédito sean siempre idénticos- de un gran fresco social y vital. Y en ésta -para mí, la más redonda, la indiscutible obra maestra de su autor-, Allen reflexiona sobre grandes temas con la naturalidad y la aparente sencillez de los genios: las relaciones de pareja, el sentido de la vida y los vínculos familiares son vistos de una forma amable, dulce, pero también melancólica, pesimista. El ser humano aparece descrito en toda su pequeñez: ansía el amor, pero cuando lo tiene, no sabe apreciarlo. El amor, que hace surgir en quien lo siente los más hermosos sentimientos, es inconstante, volátil, caprichoso, vano. Quien hace años nos producía enojo, por arte de magia puede llegar a encandilarnos.
La familia, en cambio, es el sostén necesario, la bendición. A pesar de los egoísmos, de las mentiras, de los desencuentros, la familia aparece como la red que nos recoge cuando caemos.
El sentido de la vida aparece tratada de forma tragicómica, con una frescura y un tono agridulce que sólo los grandes genios pueden emplear. El asedio de la enfermedad y el temor a una muerte inminente acaban desencadenando en Mickey, el exmarido de Hannah, una auténtica crisis: primero se plantea la necesidad de adoptar una religión (inolvidable la escena en que Mickey vuelve de hacer compras y saca de la misma bolsa libros religiosos, botes de mayonesa y crucifijos) y, a la deriva, después de un intento de suicidio frustrado, acaba recuperando el convencimiento de que la vida merece la pena en un cine, delante de unas delirantes imágenes de los hermanos Marx.
El amor de Allen por sus personajes, por los seres humanos, vuelven la película cálida, entrañable, y el pesimismo y el humor se entrelazan de una forma única. Cuenta lo mismo que todas sus películas, cierto, y utiliza la misma forma, pero ésta fue la primera vez en que presentó su universo temático de esa manera tan reconocible hoy día. Antes de Hannah y sus hermanas ya habló de los vaivenes sentimentales del ser humano en Annie Hall, en La comedia sexual de una noche de verano y en Interiores, pero el relato coral que luego presidiría su cine empezó en esta película. Y a ella pertenecen algunas de esas escenas que uno ya nunca podrá olvidar: Caine corriendo por la manzana para hacerse el encontradizo con su cuñada; Woody Allen en una cita desastrosa con Dianne Wiest; una comida tormentosa de las tres hermanas...
Estamos acostumbrados a ver una película anual de Woody Allen y hemos llegado a acostumbrarnos a ese privilegio como si fuera lo más natural del mundo. Yo me siento orgulloso de ser su contemporáneo.


miércoles, 22 de junio de 2011

Ojos sin rostro



De vez en cuando el horror sirve de vehículo a una extraña poesía, difícil de explicar pero facilísima de percibir. Frankenstein y La novia de Frankenstein, de James Whale, La parada de los monstruos, de Tod Browning, o las más modernas Sleepy Hollow, de Tim Burton, o Inseparables, de David Cronenberg, son muestras de este aserto. Ojos sin rostro, de Georges Franju, nos ofrece, a través de un argumento arquetípico (científico desquiciado que rapta a jóvenes y roba sus caras para devolver a su hija el rostro que perdió en un accidente), un derroche de intuiciones visuales sorprendentes, de asociaciones deliciosas y turbadoras. El relato se ampara en la tradición de lo gótico -mansión perdida en el bosque, laboratorio secreto, hileras de jaulas para perros que aúllan todo el tiempo- y añade perlas de poesía. Desde el mismo título -evocador, sugerente, paradójico y sin embargo literal-, Franju ofrece a sus espectadores una delicada reflexión sobre el amor paterno, sobre la importancia del rostro en la construcción de la propia identidad y sobre la generosidad de los que sufren. Contemplar a la joven protagonista con su máscara blanca, inquietante, andando ingrávidamente por los pasillos y estancias del palacete donde vive recluida, nos transmite de golpe su extrema sensibilidad, su tormento, su delicadeza. En la escena de la liberación de los perros (y en toda la parte final) y de los pájaros, el director da rienda suelta a esa poesía que antes había estado contenida y ahora, en el clímax, se abren las compuertas para dejar embobado al espectador con esa mezcla única de horror y de poesía.
A la atmósfera -elemento fundamental de la película- contribuyen una fotografía espléndida en blanco y negro y una música febril (a medias hipnótica, a medias ensoñadora) que enhebran elementos de muy distinta procedencia: tenemos el mad doctor (en la mejor tradición de Frankenstein) que acaba, por amor, convirtiéndose en el hombre del saco; el relato de terror con un sustrato de erotismo sublimado (son mujeres jóvenes las que desaparecen misteriosamente); el relato policíaco, el psicológico, el fantástico... Franju se atrevió a planos imposibles en su época por su crudeza (ese plano fijo espeluznante de la operación) y a mezclar todo ese horror con una poesía que algún crítico tildó de cursi en su momento. Nada más lejos de la cursilería que esta obra maestra del cine y de la hibridación de géneros, de la sensibilidad y de la eficacia narrativa.


martes, 14 de junio de 2011

La jauría humana



Una pequeña ciudad en el Sur de los Estados Unidos. Un sábado. Mucho aburrimiento. Prejuicios, habladurías, hipocresía, mezquindad. Bubber se escapa de la cárcel y en la pequeña ciudad esa huida despierta curiosidad en unos, temor en otros, morbo en todos. Y el tedio de la existencia, que hay que llenar como se pueda. Y un sábado tarda tanto en pasar...
Con esos mimbres Lillian Hellman construyó un espléndido guión -basado en la novela de Horton Foote- en el que se analizaban los mecanismos sociales que conducen al linchamiento. Bubber (Robert Redford), el preso huido, no es más que un muchacho más travieso de la cuenta que acaba pagando por sus amigos decentes y, sobre todo, un hombre con mala suerte, una víctima social. Para poder sentirnos respetables, necesitamos la figura del delincuente, y la ciudad ha creado a Bob para que sus conciudadanos puedan sentirse libres de culpa. Por eso, cuando Bubber escapa -y todo parece indicar que se dirige a la ciudad- sus ciudadanos, por una parte, se ponen a temblar, y, por la otra, se prepara para la diversión. Su mujer, Anna (Jane Fonda), tiene un romance con Jake Rogers (James Fox), hijo de un potentado local, Val Rogers (E.G. Marshall), que justo ese día celebra su cumpleaños. James lleva toda la vida obedeciendo a su padre y disgustándolo, a partes iguales. Para complacerlo se casó con una mujer a la que no quería, porque su amor de siempre fue Anna. El sheriff Calder (Marlon Brando) intenta poner coto a los excesos de los que intentan sofocar el vacío de sus vidas con la violencia (racista o no), y tiene que aguantar las habladurías de los lugareños, que le suponen al servicio del ricachón. Los padres de Bubber, la mujer del sheriff (Angie Dickinson) un gris empleado de Val Rogers (Robert Duvall), su insatisfecha esposa, su amante y vecinos que puntean la acción con sus comentarios maliciosos completan un grupo social deslumbrante. La visión que Penn nos ofrece sobre el grupo social es desoladora: la maledicencia, la envidia, el hastío, el alcohol, la maldad parecen ser los motores de ese grupo, necesitado de víctimas propiciatorias. La conocida tendencia norteamericana al linchamiento, a la violencia ciega, brutal, resulta analizada de forma brillante por su guionista, que no en vano estuvo acusada de actividades antiamericanas durante los cincuenta. Su mirada crítica, izquierdista, no deja títere con cabeza: los ricos compran a la gente (o lo intentan), la clase media se ahoga en su afán por medrar o en su grisura, los pobres se limitan a sobrevivir y a ser maltratados por el resto. Los únicos personajes positivos son el sheriff y su esposa, que intentan mantener su independencia en medio de una sociedad enloquecida, la esposa del fugado y el hijo del acaudalado Val Rogers, que son justamente los únicos personajes que  se apartan del grupo social e intentan llevar una vida más ajustada a sus propios deseos que a los de sus vecinos.
En el momento de su estreno, La jauría humana fue un fracaso de taquilla, y no es extraño: el espejo que les mostraba a los norteamericanos no era complaciente. Aunque la consideración de la industria le llegó a Penn al año siguiente, con Bonnie and Clyde, La jauría humana es una obra maestra que merecería mayor reconocimiento. Por su guión -que hace avanzar de forma magistral la trama y enrarecerse la atmósfera de esa ciudad, de esas vidas-, por sus interpretaciones, por su narración, pausada y firme, por su fotografía...
En la memoria queda, sobre todo, la sensación de una derrota, la de un sheriff que intenta aplacar la violencia ciega y que no puede evitar sucumbir a ella en una escena imposible de olvidar. Y el convencimiento de que la mirada del director sobre la naturaleza humana -tan pesimista- no anda desencaminada.



lunes, 13 de junio de 2011

Bande à part



Bande à part no es una película policíaca, una série noire, como dirían los franceses. Hay pistolas, atracos, muertos, pero nada de eso está contado literalmente: la estructura de cine negro, los protagonistas (dos muchachos y una joven que coinciden en clase de inglés), hasta el mismo París (fotografiado por Raoul Coutard en un maravilloso blanco y negro), todo está al servicio del único tema de la película: el inconmensurable amor por el cine de su director, la avidez, más que de contar historias, de hacer películas. Y ésta, de camino, es un canto a la juventud. Y no a cualquier juventud, sino a la que se estaba gestando en Francia en la década de 1960 y que eclosionaría en el mayo del 68. Los jóvenes protagonistas de Bande à part son seres peliculeros, fruto de una imaginación podrida de cine. Sus reacciones, sus palabras, no son más que signos de su excepcionalidad, o, más bien, de la excepcionalidad de su director, que es el auténtico protagonista de todo su cine. Y hay tantas de ganas de romper moldes, de crear desde cero, y de homenajear a los clásicos al mismo tiempo... Los protagonistas juegan a ser pistoleros en un western, juegan a policías y ladrones, se marcan un número musical en una cafetería (una escena deliciosa, inolvidable), y todo tiene la frescura de lo recién inventado, de la juventud. La nouvelle vague estallaba en delirantes llamadas de atención sobre el mismo lenguaje cinematográfico: con frecuencia se repiten planos y diálogos, como por defecto de montaje, y se juega con el silencio en una escena célebre: los progagonistas, en un café, hablan sobre lo incómodo de los silencios y hacen la apuesta de estar un minuto en silencio. A partir de ese momento, a la película le desaparece toda la banda de sonido, y el espectador se convierte en un miembro más del grupo incómodo. Godard y su godardeces, que en su momento debieron épater al respetable o irritar por su suficiencia, pero que ahora, pasado el tiempo, son el signo de una época, de un cine que abrió las puertas del cine. Godard puede resultar engreído, endiosado, lunático, pero su labor de indagación en el séptimo arte es innegable. Resulta curioso que Bertolucci, en Soñadores, aquella película sobre las contradicciones de una juventud burguesa que acabarían liberándose en el Mayo del 68, homenajeara Bande à part con la carrera de sus protagonistas por el Louvre, una escena que representaba a la perfección el espíritu de la película, del director, de la época entera: tres jóvenes libres, irreverentes, se atrevían a hacer carreras por el Louvre, la representación del arte antiguo.
Conviene ver de vez en cuando una película de Godard y recordar que la juventud, la osadía y la pasión son posibles en el hecho cinematográfico.


lunes, 6 de junio de 2011

Chloe



Cuando se empieza a ver una película de Atom Egoyan, se prepara uno para una narración sinuosa, envolvente, para una mirada oblicua y sugerente, insana y personal. Y cuando se encuentra uno con una película como Chloe, la decepción acaba haciendo acto de presencia, tarde o temprano. Y conste que se trata de una película aceptable -desconozco el original francés que le sirvió de molde, Nathalie, de 2003- que consigue mezclar el erotismo, el thriller psicológico y el retrato de una burguesía adinerada, ociosa y hedonista que acostumbra a comprar todo lo que desea. La historia cuenta cómo Catherine, una ginecóloga más que acomodada, sospecha de la fidelidad de su marido, David, y para ponerlo a prueba contrata los servicios de una prostituta de lujo -la Chloe del título- a la que conoce casualmente. La película tiene componentes de Atracción fatal, pero afortunadamente no llegan a dañar de forma irreparable al conjunto. Lo que predomina es una clara voluntad de inmoralidad (de raigambre francesa), entreverada en un retrato de clase que se pretende demoledor. Si en Teorema, de Pasolini, el joven interpretado por Terence Stamp dinamitaba las estructuras de la familia burguesa, en Chloe -cuarenta y un años después, con todo lo que ha llovido- es la gélida, cultivada y educadísima familia burguesa la que acaba fagocitando y destruyendo al elemento que se atreve a ponerla en cuestión -esto es, en peligro. La película oscila entre diferentes estilos, y acaba quedándose en una insatisfactoria tierra de nadie, por más que el director quiera jugar con el punto de vista, con un tono cínico que a veces se confunde con su contrario. A veces no se sabe si la película es un canto a las virtudes de la familia o una burla cínica de sus contradicciones. Uno, porque conoce a su director, tiende a pensar más en lo segundo, y eso se convierte en un lastre. Ni que decir tiene que las interpretaciones -especial mención para la grandiosa Julianne Moore y para la inquietante Amanda Seyfried- son soberbias, y que la historia está bien contada, pero uno echa de menos los meandros narrativos de Exotica, que conseguía una turbación erótica en el espectador mucho más desasosegante que la bastante más domesticada de Chloe.
Y se me ocurre preguntarme qué habrá en Canadá para que dos de las mentes más insanas del cine contemporáneo -la de Cronenberg y la de Egoyan- provengan de esa tierra. Aunque Cronenberg, proveniendo de un género bastante menos dado a la glorificación del auteur, consigue seguir siendo él mismo incluso cuando se presta para proyectos comerciales -estoy pensando en La mosca- y sabe hacer oír el río turbio, oscuro, frío, visceral y mutante que late en el ser humano por debajo de las convenciones de los géneros.
                            
                                    

martes, 31 de mayo de 2011

The wire



La gran novela decimonónica intentó mostrar la sociedad con el mayor grado de realidad posible. Su intención variaba según el autor, pero la crítica de las contradicciones personales y sociales era la más frecuente. En Guerra y paz o en Fortunata y Jacinta nos encontramos con novelas de andadura larga en las que sus respectivos autores quisieron mostrar la realidad de su tiempo tal cual ellos la vieron -ellos pensaban que la estaban mostrando tal cual era- y la sociedad de una forma pormenorizada -de ahí la abundancia de personajes, representantes de diferentes realidades sociales. Pero no era raro, además, encontrar a un mismo personaje apareciendo en diferentes novelas, como si cada una de ellas no fuera más que un episodio en la gigantesca novela del conjunto de la obra de su autor. De este modo, Balzac tituló al conjunto de su obra La comedia humana. Y los periodistas de la última temporada de The wire hablan todo el tiempo de la necesidad de un aliento dickensiano. No en vano Dickens, igual que los autores citados, se interesó en la denuncia de las lacras sociales en sus novelas.
Las series -las buenas, las serias, las que se toman al espectador en serio- tienen mucho de aquella novela del XIX, y de algún modo son sus herederas: también son de andadura larga, y, cuando son buenas, su mirada sobre la sociedad y el ser humano es crítica y compleja. En ese sentido -y desde mi punto de vista- ninguna serie ha llegado tan lejos en la representación de la realidad, de la sociedad capitalista de finales del siglo XX y principios del XXI como The wire. Aunque la acción transcurra en Baltimore, esa ciudad acaba alcanzando las dimensiones míticas -por representativas- de Vetusta o del Londres de Dickens. En ninguna serie se muestra un mayor número de vidas, todas paralelas, formando la urdimbre de un tejido social complejo. Vidas deleznables, agitadas, insignificantes, tranquilas, heroicas... El número de personajes de The wire es abrumador, y el espectador, avanzada la serie, tiene muchas veces la impresión de que lo que está viendo no es televisión ni cine, sino la realidad misma. ¿A qué se debe esto?
En primer lugar, a la forma en que está planteada la narración: atomizada, dispersa, escindida en multitud de tramas. Jamás una serie se tomó tanto tiempo en contar un caso policíaco. Lo que en otras narraciones suele durar una hora, dos como máximo, en The wire tarda trece horas, que es la duración normal de sus temporadas. Esa morosidad tiene la ventaja de que, en el camino, no sólo se nos ha narrado un caso policial, sino la vida de una ciudad entera, el funcionamiento de un sistema social. Porque la serie está atenta al individuo y sus particularidades, pero también al grupo social al que pertenece y al funcionamiento de la sociedad misma. Y el pesimismo que sus autores han derrochado deja al espectador desolado, anonadado al final de cada temporada: nada tiene remedio, los ricos seguirán ensimismados en su burbuja de privilegios, los políticos no podrán hacer nada para cambiar las cosas (o se aprovecharán de su posición para escalar en la jerarquía del poder, como Carcetti, o para enriquecerse, como Clay Davis), los marginados seguirán hundiéndose en el lodazal en que han nacido. El gran edificio del capitalismo se tambalea y la podredumbre socava sus cimientos de forma inexorable, creciente. En medio de un sistema inválido, corrupto, sólo la iniciativa personal puede intentar imponer valores como la justicia, el orden, la libertad. Pero para conseguirlo tendrá que enfrentarse a la ineficacia de las leyes, a la burocracia más exasperante, a la desidia de los que han de hacer que la ley se cumpla y al poder de los corruptos, que harán lo imposible por seguir gozando de sus privilegios. Y, evidentemente, esa iniciativa personal, que es lo único que en The wire puede redimir al ser humano, acaba fracasando (como en el caso de Colvin o McNulty) o trayendo funestas consecuencias para los que la intentan poner en práctica (Omar, Frank Sobotka). Dicen sus creadores que la estructura de la serie se basa en los principios de la tragedia griega, sólo que, en lugar de mostrar al individuo enfrentado al fatum, al destino trágico, en su serie lo han enfrentado a las instituciones sociales. Pero el resultado es el mismo.


En segundo lugar, llama poderosamente la atención el cuidado -y la complejidad, y la ternura- con que están dibujados los personajes, y es inevitable encariñarse con seres como Bubbles, Omar, Kima, McNulty, Lester, Daniels, Michael, Randy, pero también con los "malos" (Stringer Bell, D. Angelo, Avon Barksdale, Snoop): al fin y al cabo no tuvieron muchas oportunidades en el entorno en que vivieron. A ese respecto, la cuarta temporada es decisiva, ya que se adentra en el entorno social y educativo de unos chavales que no tenían más opción que convertirse en yonquis, en matones o morir en alguna esquina. Esa es la razón de que los "malos" dejen de ser el prototipo que siempre han sido para convertirse en seres complejos, a los que se presta tanta atención como a los policías, los políticos, lo yonquis... Todas las personas, independientemente de su clase social o su circunstancia personal, son merecedoras de una mirada atenta, y en The wire tienen la misma importancia.
También contribuye a ese realismo del que antes hablábamos la escritura del guión. Preciso, pausado, atento a los detalles significativos, se demora en la descripción durante capítulos para, de pronto, estallar en una violencia inesperada. Las muertes de personajes centrales suceden de improviso, y el espectador experimenta una sorpresa inédita. Todas las temporadas tienen un núcleo temático: la primera se ocupa de contar un caso de narcotráfico y la consiguiente escucha policial; la segunda, además de continuar con lo anterior, nos describe el mundo portuario de Baltimore y la decadencia de los sindicatos; la tercera muestra el ocaso del mundo mostrado en las dos primeras y el surgimiento de unas nuevas maneras que convertirán en bueno el mundo que acaba; la cuarta se centra en la educación de los jóvenes que tuvieron la desdicha de nacer en el lado equivocado de la ciudad y de la vida; la quinta muestra la decadencia del periodismo, ocupado en sobrevivir y, para ello, en la tergiversación de la verdad para hacer más atractivo el producto. Y la estructura siempre es la misma: después de bastantes capítulos descriptivos, minuciosos, la acción se dispara en los tres o cuatro capítulos últimos. Cada temporada concluye con una canción y, mientras suena, el espectador puede asistir, desolado, a cómo van a seguir las vidas que le han sido mostradas en esa temporada, en una sucesión de imágenes que rezuman belleza, tristeza e impotencia.
A pesar del pesimismo -que es brutal, quizá el más grande que yo he visto en televisión-, la profunda humanidad de la mirada de su creador, David Simon, vuelve absolutamente recomendable su visionado. Y eso a pesar de que la serie no es fácil de ver, tal es la profusión de detalles que hay que tener en cuenta para poder seguir la trama: son los inconvenientes de que el espectador sea considerado como un ser inteligente.
Quizá ha llegado el momento de dejar de distinguir entre cine y series y conviene hablar de productos audiovisuales, porque The wire no sólo es la mejor serie que un servidor ha tenido la oportunidad de ver, sino que también es una de las mejores películas -larguísima, eso sí- que no han pasado por las salas de cine.


domingo, 22 de mayo de 2011

Breaking bad (3ª temporada)



Weeds y Breaking bad comparten el mismo esquema argumental: sus protagonistas son personas normales y corrientes que, después de un incidente grave (la muerte del marido en la primera, el diagnóstico de cáncer en la segunda), para salir de una situación económica apurada deciden buscar dinero en el negocio de la droga. Esa decisión cambiará sus vidas, y los lanzará a un tobogán angustioso de sorpresas continuas, pero, mientras en Weeds el tono es amable, de comedia amarga e irónica, en Breaking bad el conjunto rezuma negrura. El profesor de instituto Walter White,  el sombrío protagonista, aprovecha sus conocimientos de química para cocinar metanfetamina y poder pagarse el carísimo tratamiento que necesita su cáncer de pulmón. Contacta con un antiguo alumno, Jesse Pinkman, para que le sirva como distribuidor. Y ése es el comienzo de una espiral que el espectador no puede ni imaginar, tal es la habilidad de los guionistas para colocar a sus personajes en situaciones inesperadas, lógicas y, muchas veces, absurdas. El tono, sin embargo, es pausado, contemplativo, como corresponde a una mirada existencial, amarga, sobre el ser humano y sus contradicciones. La oscuridad de la trama y de la mirada contrasta con la luminosidad casi hiriente de New Mexico, con unos desiertos desolados que sirven para mostrar los páramos anímicos de los personajes, encerrados en unas formas de vida insatisfactorias, muchas veces deleznables. La relación de Walter con su entorno -su mujer, Skyler; sus cuñados, Hank y Marie; sus hijos; sus compañeros de trabajo, su camello, sus clientes- se va deteriorando a medida que la situación avanza, y se va conviertiendo en un personaje cada vez más solitario, más callado, más violento... Por debajo del apacible, poco expresivo y manso profesor late el corazón de una bestia cuando se trata de defender a los suyos. Y, aunque los malos de la función son los capos a los que, de forma un tanto irreflexiva, se enfrenta, la policía y sus indagaciones -su cuñado Hank trabaja en la D.E.A.- lo van rodeando poco a poco, produciendo en el espectador una incontenible ansiedad. Hay capítulos (magistrales) que son auténticos tours de force: en ellos Walter se encuentra en situaciones de las que es imposible salir indemne, y, sin embargo, los guionistas conducen al espectador de sorpresa en sorpresa (todas lógicas, ninguna caprichosa) hasta unas conclusiones de temporada literalmente magistrales. El uso de imágenes distorsionadas, con colores sombríos o saturados, la ausencia de música -excepto la que proviene de fuentes reales en la trama- y la extrema violencia de algunas de sus imágenes, crean un todo voluntariamente asfixiante y kafkiano. La alternancia entre quietud, parsimonia y los estallidos súbitos de violencia, establecen un vínculo con Los Soprano. Y en más de un nivel. Si lo pensamos bien, una buena parte de las series actuales tiene como tema la revisión de la familia americana sometida a un elemento desestabilizador. Los Soprano, Weeds, Breaking bad, A dos metros bajo tierra, Big love... Los tiempos actuales necesitan una visión actual, realista y alejada de tópicos sobre los temas de siempre. Así ha sido siempre en la historia del arte, y las series actuales realizan esa labor de forma mucho más efectiva que el cine de nuestros días.


jueves, 19 de mayo de 2011

Midnight in Paris



En la extensa producción de Woody Allen podemos encontrar diferentes patrones, y uno de los más vistosos es aquel que engloba las películas mágicas de su director. Y con ese adjetivo quiero referirme a los films donde lo extraordinario se abre paso en el argumento para poner en solfa la vida de alguien: en La rosa púrpura de El Cairo el personaje que se escapaba de la pantalla para vivir una historia de amor con una espectadora; en Alice, las visitas al curandero chino; en La maldición del escorpión de jade, el hipnotismo; en Scoop, las visitas desde el más allá de un periodista... En todas ellas, el ingenio de Allen sabe exprimir todo su jugo a ese elemento mágico para mostrar ideas simples pero poderosas (La rosa púrpura de El Cairo, Alice) o para hacer avanzar un guión y crear situaciones ricas (Scoop, La maldición del escorpión de jade).
Midnight in Paris se inscribe dentro de este subgénero alleniano, y en concreto dentro del primer grupo. La trama es sencilla: Gil (Owen Wilson) es un guionista en crisis que viaja a París con su prometida, Inez (Rachel McAdams), y con los padres de ésta. La crisis de Gil es de diversa índole: por una parte, quiere abandonar un trabajo que no le gusta y dedicarse a la escritura; por otra, no acaba de estar seguro de querer casarse con su prometida, que no sabe comprenderlo. Ama París y le gustaría vivir allí, pero a todos les parece una locura. Es amante de las antigüedades y vive convencido de que el tiempo que le ha tocado vivir es el más prosaico de todos: tiene mitificados los años veinte. Una noche, después de una cena con unos amigos insufribles, decide dar un paseo nocturno por la ciudad, y surge la magia: un coche de época -la original máquina del tiempo del director- se para y los ocupantes insisten para que suba, y cuando baja, Gil se encuentra en sus adorados años veinte. Va a conocer a toda la fauna de artistas e intelectuales que pobló París en esa época. La lista es interminable (hasta el punto de requerir una cultura mediana del espectador para que ciertos gags, o la película entera, funcionen): Scott Fitgerald y su mujer, Cole Porter, Josephine Baker, Picasso, Dalí, Buñuel, Hemingway, Gertrude Stein, Juan Belmonte, Toulouse-Lautrec, Gauguin, Dégas... La manera que tiene Allen de mostrar lo extraordinario es sencilla y tremendamente efectiva: el espectador inmediatamente cae hechizado por el truco y se mete en el pellejo de Gil, porque ¿quién, que ame la cultura, no ha soñado -y más, en París- con esa época dorada? La jugada de Allen es maestra: por una parte, le permite crear situaciones interesantes dramáticamente -se enamora de una mujer del pasado-; por otra, regodearse en la reconstrucción cultural y en el homenaje; por otra, crear situaciones de comedia y gags inolvidables. Y, por último, le permite abordar la tarea más peliaguda de todas: ser americano, rodar en París y no caer en el cliché... a base de zambullirse de lleno en él, pero desde otra perspectiva. Al centrarse en los artistas célebres norteamericanos que vivieron en París y adoraron la ciudad -creando el tópico cultural norteamicano de la ville lumière-, Allen adquiere un salvoconducto: su protagonista, que es amante de esa época y de la cultura, es norteamericano y quiere venirse a vivir a la capital francesa.
Aparte de la habilidad del guión -donde, por cierto, se cae en una cierta reiteración-, la película es una hermosa reflexión, en clave amable y distendida, sobre la insatisfacción del ser humano con respecto al tiempo que le ha tocado vivir; sobre el arte enfrentado a la vida; sobre la fragilidad de los sentimientos; sobre cómo nos puede inmovilizar la mirada puesta en el pasado... El único camino que lleva a la felicidad parte de nuestro presente. Y quizá no es el arte, sino el amor.
La película se deja ver con una sonrisa -y varias carcajadas- que dura todo el metraje. Resulta increíble que un director tan mayor sepa cantar a la vida de una forma tan luminosa, tan ingeniosa, tan tierna y a la vez inteligente. Y, por encima de todo, la película es un canto a la ciudad de París, de la que se dicen cosas conmovedoras. De hecho, el director, antes de los títulos de crédito, dedica unos minutos a fotografiarla al compás de la música, como hizo con Manhattan en la película del mismo título, al son de la Rhapsody in blue. Un rincón cualquiera de cualquier bulevar, una calle bajo la lluvia, un callejón que sube a Montmartre mientras una melodía cálida envuelve las imágenes... Las mejores declaraciones de amor son las que no necesitan palabras.


miércoles, 11 de mayo de 2011

La red social



Lo confesaré: David Fincher nunca ha sido santo de mi devoción. Le reconozco su habilidad a la hora de presentar productos de impecable factura, pero en todos ellos acabo encontrando una tendencia a la vacuidad que acaba por desinteresarme de su cine. Seven, su primera obra notable, me pareció una mezcla de El silencio de los corderos y Taxi driver, con un guión que jugaba a la sorpresa más que a la seriedad; The game, que jugaba también la misma baza, me pareció, literalmente, increíble; El club de la lucha, que empezó gustándome mucho, acabó convirtiéndose en una de esas películas donde nada-de-lo-que-has-visto-era-lo-que-parecía. A partir de ahí, Fincher acabó autoconsiderándose el gran autor al que todos  coreaban, y creó Zodiac y El curioso caso de Benjamin Button, dos proyectos ambiciosos que de nuevo naufragaron en el mismo escollo. ¿Era necesaro tanto metraje para contar, respectivamente, la podredumbre del mundo contemporáneo y las dificultades del amor, respectivamente? Siempre, como digo, con una factura muy atractiva, estilosa, fascinante.
A pesar de mis objeciones, siempre acabo dándole una nueva oportunidad a su cine, en la esperanza de que el director se enmiende y pula "esos defectillos". Para mi sorpresa, La red social es la primera película que me gusta íntegramente de su director. Y digo "para mi sorpresa" porque la temática elegida caía a años luz de mis intereses. Facebook no me atrae nada, y la mentalidad americana del éxito me resulta bastante aburrida como tema. Y, a pesar de todo, La red social me parece una historia contada de forma inteligente que me tragué de pe a pa sin rechistar. Lo cual demuestra que cuando algo está bien contado, nos va a interesar, aunque de entrada no caiga dentro de nuestras preferencias. Y en este caso concreto, el guión de Aaron Sorkin levanta el armazón de un edificio que luego Fincher ha sabido terminar con sabiduría.
Como todo el mundo sabe, La red social cuenta la creación de Facebook. De entrada, resulta asombroso que se pueda adoptar un punto de visto histórico sobre unos acontecimientos tan cercanos en el tiempo, pero es que, detrás de esa anécdota, la película es un retrato fascinante -empleo por segunda vez el adjetivo porque creo que las imágenes de Fincher son exactamente eso: facinantes- de la Norteamérica más elitista -en concreto, de sus cachorros, retozando a placer en esos parques temáticos llamados campus universitarios. Los retoños aprenden a desenvolverse por su cuenta y a hacer sus deberes: crear nuevas empresas con las que ganar muchísima pasta, igual que hicieron sus papás. Y en ese entorno de privilegiados, un muchacho alelado, inexpresivo, introvertido, con graves problemas de relación, crea un instrumento nuevo y sucumbre a la vorágina del éxito. Un éxito que acabará haciéndolo rico pero instalándolo, al mismo tiempo, en una soledad pesadillesca. Desde Ciudadano Kane, a nadie extraña esa temática, más que retratada en el cine. Pero Fincher ha sabido describir muy bien un grupo social, con sus tics más notables, y se ha centrado en la figura rabiosamente actual: el multimillonario juvenil, que normalmente se ha enriquecido gracias a algún invento relacionado con la informática.
El sueño americano estaba podrido, eso ya nos lo dijeron muchas veces, pero no está de más una reactualización del tópico, sobre todo si se basa en un guión inteligente, sólido y eficaz. Las interpretaciones, por descontado, son impecables, y, especialmente, la del joven Jesse Eisenberg, que crea a un Zuckerberg al mismo tiempo soberbio y frágil, brillante y torpe. 
La red social es una buena película, la película que yo estaba esperando de su director. Que continúe la racha.

martes, 3 de mayo de 2011

Todos rieron


 George e Ira Gershwin compusieron en 1937 la canción They all laughed para una película musical. Todos se rieron de Colón cuando dijo que el mundo era redondo, todos se rieron de Marconi cuando grabó el sonido... Todos se rieron de mí por desearte, dijeron que pretendía la luna, y ahora estás aquí, y han tenido que cambiar de cantinela... La canción, amable y optimista, cantaba el triunfo del amor de dos enamorados. Y ese mismo tono es el que Peter Bogdanovich aplicó en su deliciosísima Todos rieron (y que debería ser Todos se rieron para mantener el sentido de la letra que le sirvió de título), comedia alada y primaveral donde el amor está en el aire, inundando los pulmones y los corazones de todos los personajes. 
La historia se centra en dos detectives, interpretados por John Ritter y Ben Gazzara, encargados de seguir a sendas mujeres. Uno, Ritter, es joven, enamoradizo, y se ha enamorado hasta las trancas de la rubia despampanante (Dorothy Stratten, que fue asesinada tras el rodaje por su marido) a la que tiene que espiar. Pero lo tiene crudo: ella está casada y, al parecer, tiene un novio. El otro detective, Gazzara, un hombre maduro, interesante y mujeriego, se encarga de seguir a la esposa (Audrey Hepburn) de un millonario que va a quedarse sola unos días en Nueva York. Y se enamorará de ella como nunca lo había hecho. A este grupo se unen numerosos personajes secundarios, todos deliciosos: el jefe de la agencia de detectives, su secretaria y amante, una taxista pecosa, dos patinadoras, las hijas de Gazzara, el hijo de Hepburn, una cantante country verborreica y, al final, deus ex machina. Todos buscan y encuentran el amor mientras corren, se esconden, patinan, conducen, se equivocan, cantan, bailan... La cámara, ingrávida, los sigue por una Nueva York que es el personaje principal del film. Y el director desafía las normas de la verosimilitud en los diálogos, en las reacciones de los personajes, en los acontecimientos que les suceden, en las increíbles casualidades que jalonan la trama y que son una celebración del amor. La fotografía de Robbie Müller presta luminosidad y alegría a una Nueva York que nunca se ha visto mejor retratada, y la música -como anunciaba el título- no deja de sonar. Aunque siempre procede de alguna fuente real -la radio de un coche, un bar country, un tocadiscos-,  emana en realidad del interior de los personajes, que no dejan de ser peleles en manos del amor, que los lleva y los trae, como un oleaje inevitable. A algunos, hacia la felicidad; a otros, hacia un corazón destrozado.
El director, que ya había jugado con casi todos los géneros -el melodrama existencial en La última película; el musical en At long last love; la screwball comedy en Qué me pasa, doctor?, el psycho-thriller en El héroe anda suelto, etc, etc), vuelve a la comedia y se despoja casi por completo de su debilidad por la cita y el homenaje cinéfilo. Digo casi porque el personaje de John Ritter es un claro homenaje a los héroes atolondrados, torpes y tiernos de la comedia clásica americana (el Cary Grant de La fiera de mi niña es su más claro referente -o, en juego autorreferencial, el Ryan O'neal de Qué me pasa, doctor?-) o toda la escena del helicóptero, que remite a Casablanca, igual que todo el dibujo y los diálogos de Gazzara recuerdan a Bogart, pero en tono y en estilo esta comedia se aparta de los clásicos, sabe encontrar una voz y un tono propios, únicos. Se trata de una comedia contracorriente, moderna, valiente, de las que uno se atreve a filmar cuando está enamorado, y de las que lo reconcilian a uno con -por utilizar un título más de su director- esa cosa llamada amor.

domingo, 24 de abril de 2011

El hombre que mató a Liberty Valance




Algún alquimista debería ponerse a investigar de dónde nacen la poesía y la fuerza de las películas de John Ford, e inmediatamente publicar sus averiguaciones. Y digo alquimista y no científico porque hay algo de magia en el conjunto de cada una de sus películas, y, cuando ésta es redonda, se convierte en una aleación indestructible, valiosísima, inimitable. Si tomamos, por ejemplo, El hombre que mató a Liberty Valance, no alcanzamos a ver en su argumento la grandeza del conjunto:  el anciano senador Ransom Stoddard llega a Shinbone, un pueblo con el que, desde el comienzo, queda claro que está vinculado de una forma íntima. El motivo, privado, es la muerte de Tom Doniphon. Interrogado por un periodista local, el senador le cuenta el porqué de su visita, la importancia de ese muerto en su vida. Su relato es el grueso de la pelicula, y en él se desgrana la historia de cómo el bandido Liberty Valance lo agredió cuando, siendo un abogado joven y sin experiencia, llegaba en diligencia a aquel mismo pueblo, un lugar infecto lleno de forajidos, hombres rudos, borrachos, donde la ley no existe y el sheriff, su representante, es un borracho sin dignidad. El joven Ransom es acogido por Hallie, una mujer joven que trabaja en el restaurante del pueblo, y, para pagar su estancia allí, trabaja como lavaplatos. Con su mandil, su ausencia de armas y su creencia ciega en la ley, Ransom se convierte en una rara avis en el pueblo, donde es visto con lástima y con burla. Tom Doniphon, el rudo pistolero que lo recoge malherido al principio de la película, ama a Hallie pero, como es hombre de pocas palabras, todavía no se ha declarado. El resto de la película es previsible: los dos hombres se enamorarán de la misma mujer pero, lejos de enfrentarse, competirán en bonhomía, honor y generosidad. No voy a destrozar más el argumento por si, a estas alturas, hay alguien que aún no la haya visto. Baste decir que todo el argumento se estructura en torno a la antítesis, que es la forma más primitiva de poesía: la confianza en la ley, respresentada por Ransom, frente a la justicia privada, representada por Tom. La cultura, la educación, frente la la fuerza, los sentimientos ciegos. Los triunfadores frente a los perdedores (siendo éstos los causantes del triunfo de aquéllos). El hombre que ama tanto que salva la vida de su rival para no privar de felicidad a la mujer que ama. La leyenda frente a la realidad de la historia. Los héroes anónimos frente a los héroes oficiales. Todos estos mimbres no habrían dado lugar por sí mismos a una obra maestra si el conjunto no estuviera teñido de una mirada inmensamente melancólica: el hecho de que Tom haya muerto y el resto de los personajes sean viejos; el de que el pueblo, que era un lugar de tugurios y pasto de desaprensivos, se haya convertido en un lugar civilizado -gracias a la labor de los protagonistas-, ayudan a dar una profundidad, una tristeza, una amargura que la historia, por sí misma no habría tenido. Y el uso poético de los objetos acaba por dotar a la película de un lirismo de altos vuelos. Los cactus floridos, el cartel de abogado, la casa ruinosa de Doniphon, el mandil de lavaplatos, las armas, el tren mismo -que abre y cierra el film, y nos habla de los nuevos tiempos, de la civilización- llenan de congoja los ojos del espectador. Ford nos cuenta, en 1962,  un episodio más de la construcción de un país, y canta a los héroes anónimos que ayudaron a construirlo y que yacen, olvidados, en tumbas azotadas por el polvo del desierto. 
Seguro que Homero y Ford comparten ambrosía y cerveza en algún lugar soleado, allá arriba, donde descansen los genios.


martes, 12 de abril de 2011

En terapia (3ªTemporada)




El doctor Paul Weston tiene nuevos pacientes: Sunil, un hombre maduro hindú que, tras enviudar, abandona su tierra natal para vivir con su hijo, la nuera y los nietos, y que se siente atrapado, asfixiado, en un mundo que no comprende y cuyos valores desprecia; Frances, una actriz que, tras años de inactividad, ha vuelto a los escenarios y que esconde unas relaciones familiares problemáticas; Jesse, un adolescente adoptado que tiene que bregar con su carácter irascible, con su tendencia a mentir, con su homosexualidad y con unos padres biológicos que quieren ponerse en contacto con él. Por último, y finalizada la relación con Gina, Paul recurre a una terapeuta para tratarse en un momento crítico: cree estar teniendo los síntomas de la enfermedad que mató al padre, el Parkinson. La terapeuta se llama Adele y, a pesar de su juventud, demostrará llevar bien cogidas las riendas de su profesión. 
Para los que siguieron las dos temporadas anteriores, nada nuevo. Un muestrario de debilidades humanas, de situaciones desesperadas o cotidianas que producen dolor, de personajes creíbles y actores deslumbrantes, que consiguen abrir su intimidad lentamente, de forma natural, pasmosa, produciendo en el espectador la auténtica sensación de estar asistiendo a la contemplación del interior de un alma humana (aunque todos los actores están soberbios, las actuaciones de Debra Winger -Frances- y Amy Ryan -Adele- son, sencillamente, portentosas). A ello contribuyen la planificación de los capítulos -ese tête a tête entre doctor y paciente-, el sabio uso de las elipsis, el escenario (casi) único: la consulta de Paul Weston, esa alma atormentada que tiene que infundir ánimo y afán de mejora en la de sus pacientes. Y, junto a las interpretaciones, unos guiones espectaculares en su sutileza, en su trabajo de insinuación, de autenticidad. Resulta muy llamativa, en estos tiempos de narración fascinante, espectacular, visual, la declarada voluntad de despojamiento de esta serie que, definitivamente, nada contracorriente. En los tiempos de la acción, reposo y tranquilidad; sólo dos personajes por capítulo, en un plano/contraplano, en los tiempos del entretenimiento. Y, sobre todo, diálogo, mucho diálogo, como camino para llegar al interior de los personajes. La iluminación -en penumbra-, la música -muy escasa- y los conflictos personales abordados conducen a una melancolía que lo impregna todo, una visión de tristeza irremediable ante la vida. Pero, junto a la tristeza, encontramos siempre una mirada compasiva sobre el ser humano, tan frágil y tan capaz, al mismo tiempo, de enfrentarse a sus propias limitaciones y a su dolor. 
Resulta milagroso que, hoy día, alguien sea capaz de producir una serie tan absolutamente anticomercial como ésta, y, aunque la idea general está extraída de una serie israelí, la mirada sobre la intimidad humana de la versión americana procede directamente del mejor Rodrigo García (el de Cosas que diría con sólo mirarla, Nueve vidas, Mother and child y bastantes episodios de A dos metros bajo tierra).