jueves, 19 de mayo de 2011

Midnight in Paris



En la extensa producción de Woody Allen podemos encontrar diferentes patrones, y uno de los más vistosos es aquel que engloba las películas mágicas de su director. Y con ese adjetivo quiero referirme a los films donde lo extraordinario se abre paso en el argumento para poner en solfa la vida de alguien: en La rosa púrpura de El Cairo el personaje que se escapaba de la pantalla para vivir una historia de amor con una espectadora; en Alice, las visitas al curandero chino; en La maldición del escorpión de jade, el hipnotismo; en Scoop, las visitas desde el más allá de un periodista... En todas ellas, el ingenio de Allen sabe exprimir todo su jugo a ese elemento mágico para mostrar ideas simples pero poderosas (La rosa púrpura de El Cairo, Alice) o para hacer avanzar un guión y crear situaciones ricas (Scoop, La maldición del escorpión de jade).
Midnight in Paris se inscribe dentro de este subgénero alleniano, y en concreto dentro del primer grupo. La trama es sencilla: Gil (Owen Wilson) es un guionista en crisis que viaja a París con su prometida, Inez (Rachel McAdams), y con los padres de ésta. La crisis de Gil es de diversa índole: por una parte, quiere abandonar un trabajo que no le gusta y dedicarse a la escritura; por otra, no acaba de estar seguro de querer casarse con su prometida, que no sabe comprenderlo. Ama París y le gustaría vivir allí, pero a todos les parece una locura. Es amante de las antigüedades y vive convencido de que el tiempo que le ha tocado vivir es el más prosaico de todos: tiene mitificados los años veinte. Una noche, después de una cena con unos amigos insufribles, decide dar un paseo nocturno por la ciudad, y surge la magia: un coche de época -la original máquina del tiempo del director- se para y los ocupantes insisten para que suba, y cuando baja, Gil se encuentra en sus adorados años veinte. Va a conocer a toda la fauna de artistas e intelectuales que pobló París en esa época. La lista es interminable (hasta el punto de requerir una cultura mediana del espectador para que ciertos gags, o la película entera, funcionen): Scott Fitgerald y su mujer, Cole Porter, Josephine Baker, Picasso, Dalí, Buñuel, Hemingway, Gertrude Stein, Juan Belmonte, Toulouse-Lautrec, Gauguin, Dégas... La manera que tiene Allen de mostrar lo extraordinario es sencilla y tremendamente efectiva: el espectador inmediatamente cae hechizado por el truco y se mete en el pellejo de Gil, porque ¿quién, que ame la cultura, no ha soñado -y más, en París- con esa época dorada? La jugada de Allen es maestra: por una parte, le permite crear situaciones interesantes dramáticamente -se enamora de una mujer del pasado-; por otra, regodearse en la reconstrucción cultural y en el homenaje; por otra, crear situaciones de comedia y gags inolvidables. Y, por último, le permite abordar la tarea más peliaguda de todas: ser americano, rodar en París y no caer en el cliché... a base de zambullirse de lleno en él, pero desde otra perspectiva. Al centrarse en los artistas célebres norteamericanos que vivieron en París y adoraron la ciudad -creando el tópico cultural norteamicano de la ville lumière-, Allen adquiere un salvoconducto: su protagonista, que es amante de esa época y de la cultura, es norteamericano y quiere venirse a vivir a la capital francesa.
Aparte de la habilidad del guión -donde, por cierto, se cae en una cierta reiteración-, la película es una hermosa reflexión, en clave amable y distendida, sobre la insatisfacción del ser humano con respecto al tiempo que le ha tocado vivir; sobre el arte enfrentado a la vida; sobre la fragilidad de los sentimientos; sobre cómo nos puede inmovilizar la mirada puesta en el pasado... El único camino que lleva a la felicidad parte de nuestro presente. Y quizá no es el arte, sino el amor.
La película se deja ver con una sonrisa -y varias carcajadas- que dura todo el metraje. Resulta increíble que un director tan mayor sepa cantar a la vida de una forma tan luminosa, tan ingeniosa, tan tierna y a la vez inteligente. Y, por encima de todo, la película es un canto a la ciudad de París, de la que se dicen cosas conmovedoras. De hecho, el director, antes de los títulos de crédito, dedica unos minutos a fotografiarla al compás de la música, como hizo con Manhattan en la película del mismo título, al son de la Rhapsody in blue. Un rincón cualquiera de cualquier bulevar, una calle bajo la lluvia, un callejón que sube a Montmartre mientras una melodía cálida envuelve las imágenes... Las mejores declaraciones de amor son las que no necesitan palabras.


8 comentarios:

  1. Pues yo le daba a Allen por perdido hace tiempo (las últimas no me hicieron nada de gracia), pero si la recomiendas la recupero para visionado. Buen comentario. Saludos.

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  2. Gracias. Allen es un director que puede provocar simpatías y rechazos, las cosas del gusto son así. A mí, las últimas películas suyas, siendo más flojas que las otras, contienen suficientes elementos que merecen la pena. Una mala película de Allen es mejor cne ue la mayoría de las buenas películas de la cartelera. Pero, claro, es mi opinión. Saludos.

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  3. Muy buena crítica Atticus, de verdad. Muy entusiasta y documentada. Estoy de acuerdo contigo en la valoración de la peli, sin duda una de los mejores de Woody Allen en tiempo. Un abrazo.

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  4. Me alegra que coincidamos. David. Lo que hace falta es que el neoyorkino nos siga deleitando años tras año. Y no hay que pedir obras maestras. Con una obra maestra en una vida ya es más que suficiente, y Woody Allen tiene un puñado de obras maestras. Saludos.

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  5. Atticus, estupenda crítica que tiene muchos puntos de contacto con la que yo le hice. Estamos ante una película mágica y llena de ironía. allen está en plena forma. Que sea por muchos años.

    Un saludo.

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  6. Gracias, Scotty. Tu crítica me gusta mucho, y me alegra que coincidamos en la opinión. Saludos.

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  7. Me ha encantado. No es una de sus obras maestras, claro está, pero creo que es su mejor película desde Match Point y su mejor comedia desde Todo lo demás. Creo que por fin ha encontrado una historia sincera y no estas tres últimas algo artificiales y que parece haber realizado sin esfuerzo alguno. Midnight in Paris está trabajada. Y ver a Scott Fitzgerald (mi preferido) en la película ha sido como verle deverdad, como lelvarte de viaje de verdad por ese Paris. Mejor no despertar de ese sueño.

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  8. Esa impresión de verdad me la transmitió ver, en segundo plano, a Josephine Baker... Me quedé boquiabierto y a partir de ahí Allen hizo conmigo lo que quiso...

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