lunes, 28 de febrero de 2011

El desprecio




Paul es un guionista que acepta la oferta, al principio de la película, de un arrogante productor americano: escribirá el guión de una versión de La Odisea dirigida por Fritz Lang, interpretándose a sí mismo. El productor le echa el ojo a la mujer del guionista, Camille -una Brigitte Bardot en la cumbre de su belleza-, e intenta llevársela al huerto. Ésta asiste, consternada, a cómo su marido la vende al productor, a cambio del contrato. Así obtendrá la cantidad de dinero suficiente para acabar de pagar el piso, para vivir sin estrecheces. Eso hace que el amor de Camille se transforme en desprecio.
Ése es el argumento. Claro que habría que añadir que hay todo un juego de referencias: el guionista es Ulises, el productor, Neptuno -causante de los males del rey de Ítaca-, y la mujer, Penélope. Y hay más: continuas parrafadas literarias -muy del gusto de la nouvelle vague y de Godard en concreto-, un uso de la música casi minimalista -la melodía, escrita por Delerue, se repite, siempre idéntica, una y otra vez, venga o no a cuento-, reflexiones metaliterarias y, sobre todo, un afán hipertrofiado por ser original, peliculero, genial: desde los títulos de crédito (una voz va recitando los participantes en el film mientras una cámara, rodando, se va acercando al espectador y lo enfoca, como significando que lo que éste va a ver reflejada en la película va a ser su propia experiencia), a la misma escena pasada por diferentes filtros (la celebérrima escena del principio). Se trata de una película que, vista hoy, puede exasperar, no tanto por sus pretensiones, por su autoconciencia artística, sino por los personajes que Godard dibuja: son caprichosos, de reacciones imprevisibles, sin lógica, insufribles. Paul, el guionista, lleva siempre un sombrero -incluso en el baño- por adoración a Dean Martin; Camille, la esposa, deja caer unos platos en la cocina en un descuido y acto seguido decide dejar todo lo roto en el suelo para salir a dar un paseo. Los personajes no siguen más lógica que la del capricho de su director, que quiere ser original, innovador, a cualquier precio. Quiere discursear sobre la creación artísitica, sobre la prostitución del artista, sobre la inocencia de los clásicos y la imposibilidad de esa inocencia hoy día, sobre la crisis conyugal, sobre Hollywood, sobre la irreversibilidad de los sentimientos, pero yo no estoy muy seguro de que lo consiga. 
Lo que sí consigue una vez más -y casi me molesta- es encandilarme con sus imágenes hermosísimas, casi hipnóticas. Y tiene mérito, porque son mil las razones por las que esta película -como muchas otras de las suyas- debería molestarme, pero el portento de esa cámara, de esa mirada, me arrastra una vez más, como una marea. Qué pena que Godard, ese gran genio de la imagen, perdiera tanto tiempo y tanto esfuerzo en intentar escandalizar y épater les bougeois y demostrar una profundidad más impostada que real, cuando tenía -y supongo que sigue teniendo, aunque no he visto Film socialisme- la magia de las imágenes en sus manos.


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