lunes, 14 de febrero de 2011

Pan negro



Nuestro cine está lleno de niños que miran. Niños silenciosos, a veces sorprendidos, recorren el metraje de muchas de las películas que muestran nuestro pasado. Películas donde el lirismo se antepone a la narración y en las que esa inocencia que brilla en los ojos infantiles acaba desapareciendo cuando comprende el mundo corrompido de los adultos: la realidad es demasiado fea para permitir la inocencia durante mucho tiempo. La Ana Torrent de El espíritu de la colmena, la de Cría cuervos, el Andoni Erburu de Secretos del corazón, la Clara Lago de El viaje de Carol, la Ivana Baquero de El laberinto del fauno, todos miran desde algún rincón, aprenden a estar callados y a intentar descifrar el misterioso mundo de los adultos, llenos de violencia, secretos, rendiciones vitales, prostituciones morales. Es cierto que se trata de películas muy diferentes en intención y estilo, pero comparten un denominador común: esa mirada. Y a esa lista viene a sumarse Pan negro, reciente producción catalana dirigida por Agustí Villaronga.
Pan negro, aun teniendo un innegable carácter lírico, posee algo que sus hermanas no tienen: un guión sólido, trabado, que va haciendo avanzar la historia por un reguero de descubrimientos -nosotros los hacemos al mismo tiempo que Andreu, el niño protagonista- que nos enfrentan a lo peor de una guerra: la posguerra de los vencidos, su prostitución moral. En El espíritu de la colmena, más que historia, había poesía, sugerencias desoladas, al igual que en Cría cuervos o La prima Angélica. La censura obligaba en el tiempo de estos films a sugerir más que a mostrar, a no decir. Cuando llegó la libertad de expresión, la inercia ya estaba creada, y los films que siguieron, ya fueran con un tono más amable (Secretos del corazón, El viaje de Carol), ya con un tono más fantástico (El espinazo del diablo, El laberinto del fauno), continuaron esa tónica poética. En ese sentido, Pan negro no es más de lo mismo, como muchos podrían pensar -"otra de la guerra civil, y con niño", suspiran los detractores del cine español-, sino una película que renueva lo que podríamos considerar como un género. Desde las imágenes iniciales (impactantes), el espectador sabe que hay misterios por desvelar, y a medida que la trama fluye y los sucesos tienen lugar, las sorpresas lo apabullan, igual que al crío protagonista. A medida que la película avanza, se va haciendo más dura, más afilada, más implacable. La mirada del director no es nunca complaciente, ni maniquea: las víctimas de la guerra -auténticas protagonistas del film- acaban convirtiéndose en auténticos monstruos morales con tal de poder sobrevivir o reaccionar frente a lo que han vivido u olvidar, en la medida de lo posible. La reconstrucción de ese mundo es verosímil, y, a pesar de esa trama como un cuchillo que entra en la carne, Villaronga sabe también sugerir: la homosexualidad, que flota como una bruma en el aire, quizá está en la base de ciertas elecciones vitales de ciertos personajes. El descubrimiento del sexo, de las mentiras, el canto a una naturaleza llena de misterios, la tendencia a la fantasía, acaban redondeando una historia poderosa que pone al protagonista -y al espectador- ante una disyuntiva irresoluble, pesadillesca. 
Lo único negativo, desde mi punto de vista, fue que no pude ver la película en versión original y el doblaje es francamente lamentable: ¿hasta cuándo esa costumbre de hacer que los actores se doblen a sí mismos en castellano? ¿Cuándo se van a dar cuentas los responsables de semejante desaguisado de que los actores de cine no son actores de doblaje?


No hay comentarios:

Publicar un comentario