martes, 15 de febrero de 2011

El masajista




Diferentes festivales -en especial el de Cannes, tan selecto- se han empeñado en dar a conocer mundialmente las películas de cinematografías esquinadas, y en estos años le está tocando el turno a la filipina, entre otras. Brillante Mendoza y Raya Martin ya han sido catapultados a la categoría de cineastas de culto, y sus obras pretéritas ya no pueden ser miradas sino con una cierta devoción, con atención cinéfila. 
No quisiera pecar de exigente tratándose de una ópera prima, pero El masajista, de Brillante Mendoza, no es nada del otro mundo. Se trata de una película discreta, llena de torpezas, y también de aciertos aislados. Quizá el aire amateur que se desprende del conjunto es algo buscado, pero da la sensación de que el director ha intentado hacer virtud de la escasez de medios, lo cual es perfectamente legítimo siempre, y más en una cinematografía tercermundista. Al menos el director no ha caído en la tentación de tantos auteurs, la de oscurecer su discurso para hacerlo parecer interesante. 
El masajista del título es Iliaco, un joven de veinte años que trabaja en un local de masajes y prostitución para gays, aunque él es heterosexual. Durante todo el metraje, la película nos narra dos acciones paralelas: por una parte, el encuentro con uno de sus clientes, desde que éste entra hasta que sale. Masajista (chapero) y cliente hablan y establecen una relación que, por un momento, parece que va a sobrepasar lo estrictamente mercantil. El cliente trata al chapero con desapego, incluso con desprecio -él es escritor, perteneciente a una casta superior- y al final lo estafa, no acaba de pagarle todo el dinero que acordaron. En montaje paralelo, y con textura de cámara de vídeo, el director superpone otra trama: Iliac viaja hasta la casa familiar para visitar a su padre enfermo y se entera de que ha muerto. Esta segunda trama nos cuenta, con pormenor de detalles, todo el ritual del amortajamiento, velatorio, entierro y nuevo viaje hacia el punto de partida. Asistimos a los orígenes de Iliac y nos explicamos que se dedique a cualquier cosa con tal de huir de ese barrio, de ese mundo. El padre abandonó a la familia y sólo volvió cuando se supo herido de muerte por la cirrosis. Sólo al final descubrimos -cuando Iliac cree ver el rostro de su padre muerto en la del cliente- que la primera trama es posterior a la segunda, un poco a la manera de Tarantino. Es el único manierismo del film, que por otra parte es transparente, carente de artificios significativos.
Ese mundo sórdido no está tratado de forma morbosa, sino con total naturalidad. Asistimos a una jornada laboral rutinaria: conversaciones de espera de los chaperos, billar y baloncesto nocturno, y luego, el trabajo extenuador con el cliente: primero un masaje completo -agotador- y luego los "servicios"; el chapero acaba su jornada y sale: su novia lo espera en un taxi y se marchan. El último plano, idéntico al primero, nos muestra la entrada de un nuevo cliente y volvemos a escuchar las mismas palabras del proxeneta anunciando su mercancía. oídas justo en el comienzo del film. En ese momento el director descubre las cartas que había estado insinuando desde el principio: la pobreza empuja a conseguir dinero a cualquier precio. Aunque la película no juzga ni discursea -afortunadamente-, percibimos gracias a la estructura circular qué clase de vida indigna va a llevar el pobre Iliaco, día tras día, hasta que su cuerpo se marchite. Es la metáfora del tercer mundo, condenado a prostituirse a cualquier precio.
Las buenas intenciones del film chocan con la torpeza de muchas secuencias, con la inanidad de lo narrado, que hace que el espectador se pregunte muchas veces qué sentido tiene seguir asistiendo a esa lista de actos insignificantes. Pero ya digo: se trata de una ópera prima. Espero que el resto de la filmografía de Brillante Mendoza sea más interesante, a juzgar por lo que visita la Croisette. Ya veremos.

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