martes, 25 de enero de 2011

Villa Amalia



Una mujer espía a su esposo y lo descubre besando a otra. A partir de ese momento, su mundo, el que había creado con su vida, con su trabajo, con su pareja, se desmorona. Y, en un arrebato, decide acabar no sólo con su marido, sino con el gigantesco decorado de su propia vida. Liquida cuentas con todo y con todos y se marcha. A empezar una nueva vida. Una vida completamente nueva. 
Isabelle Huppert encarna a una protagonista que parece prima hermana de otros personajes suyos: fría, misteriosa, silenciosa, con reacciones raras, insólitas. Sus decisiones las conocemos cuando se encarnan en actos, y el más frecuente de ellos es la huida, el acto repentino: no sólo se escapa del marido, sino que se marcha de repente del restaurante donde come con él, da por zanjadas conversaciones que sólo han empezado y, sobre todo, corre, corre siempre, como si tuviera prisa por llegar a algún lado. Quizá el lugar que busca es ella misma. 
Ésta es la sinopsis de una película hermosa y abrupta: el director nos escatima gran parte de la información, las acciones resultan casi siempre interrumpidas, y la elipsis acaba erigiéndose en la emperatriz de la función. Entre las elipsis y los silencios, el espectador está obligado a orientarse contemplando el rostro, la mirada de la Huppert -que es más elocuente que todos los diálogos: de hecho, toda la película descansa sobre sus hombros-, y lo que halla en ellos es la satisfacción de alguien que acaba haciendo eso que suena tan manido de encontrarse a sí mismo. Desde mi punto de vista, el ritmo entrecortado del montaje, las mencionadas elipsis, no aportan gran cosa: al revés, acaban subrayando innecesariamente el estilo, restando importancia a la historia. Afortunadamente, el director, Benoît Jacquot, podía permitirse errores estilísticos: la deslumbrante interpretación de Isabelle Huppert distrae al espectador de todos ellos.

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