jueves, 22 de septiembre de 2011

Incendies



Canadá. Dos hermanos mellizos de origen árabe descubren que su madre, que llevaba mucho tiempo sin hablar y que acaba de morir, les hace un encargo póstumo a través de sendas cartas. Y los hijos, para cumplir la última voluntad de la difunta, deberán viajar hasta Líbano y tirar de un ovillo al final del cual se encuentra el espanto. Un espanto en estado puro. El horror.
La película, que se toma su tiempo para narrar su devastadora historia, sabe crear una atmósfera personal. El director, Denis Villeneuve, ensaya una narración seca, desprovista de esa retórica de los sentimientos a la que estamos tan acostumbrados, y nos muestra con imágenes -¿no es eso el cine?- cómo el intento de averiguar la verdad nos puede conducir al horror. Hay una voluntad manifiesta de denunciar la demencia de la situación en Oriente Próximo y la locura religiosa, tan fecunda en sangre. Pero, además, el director sabe poner al día la estructura de la tragedia clásica más pura (la estructura y el alma del Edipo, rey de Sófocles se encuentran maravillosamente tratadas). Quizá, como única pega, se podría decir que para el espectador poco versado en la historia de Líbano, el marco narrativo es confuso y hay ciertos hechos que no se pueden comprender bien.
Los actores consiguen transmitir a la perfección los sentimientos que el mismo paisaje y la trama desprenden. Y toda la trama descansa sobre sus caras, sus cuerpos, porque el director ha querido casi prescindir de los diálogos. El avance de las imágenes, de los hechos, es contundente, inevitable, como el destino. El fatum de la gran tragedia alienta en esta inexorable, apabullante, desoladora película.


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