miércoles, 19 de enero de 2011

Luther




Acabo de ver el último episodio de esta miniserie (en total, seis), y estoy realmente asombrado. No esperaba, cuando vi los dos primeros, que la serie fuera a tomar el giro que acaba tomando. Al principio, he de reconocerlo, lo único que me atraía era que el papel protagonista lo interpretaba Idris Elba (el Stringer Bell de The Wire), que es un actor que me gusta muchísimo. Vistos los dos primeros episodios, sufrí una pequeña desilusión: aunque la trama era interesante, había una superabundancia de lugares comunes: Luther, el policía del título, es heterodoxo y se encuentra en una difícil situación personal (se está divorciando y su mujer, a la que ama todavía, está con otro); además, le cuesta dominar sus impulsos violentos; además, está especializado en casos de psicópatas. ¿Cuántas veces hemos visto estas mismas características en un policíaco, sobre todo a partir de El silencio de los corderos?
Cada capítulo nos cuenta un caso distinto, pero a partir del tercero la trama habitual empieza a cambiar y cada pieza comienza a ocupar un lugar diferente del que esperabas. Las interpretaciones y el montaje tienen nervio, y la ambientación y la luz -grises, deprimentes, como corresponde a una mirada a las porquerías del ser humano- nos invitan a la intranquilidad y a la desolación. En fin, que parece que fuera de la HBO hay vida inteligente para las series (aunque se trate de series sin grandes pretensiones, como ésta).
Me ha hecho gracia ver a Idris Elba en otro papel diferente. Para mí era el sinuoso, frío y fascinante lugarteniente del capo Avon Barksdale, en unas cuantas temporadas de The Wire, y me acostumbré a esa forma de andar, de mirar, de hablar. Aquí es un hombre maduro, hundido por las circunstancias, impulsivo, violento, sentimental, desgarrado. Dos personas diferentes, y no me lo esperaba. Como tampoco me esperaba verlo en un producto de la BBC, ese otro marchamo de calidad.


martes, 18 de enero de 2011

Submarino

El danés Thomas Vinterberg, seguidor del movimiento Dogma -aquel novedoso estilo que no innovaba absolutamente nada pero fue una habilísima plataforma publicitaria-, acabó abandonando aquella religión visual y este Submarino es prueba fehaciente de ello. La película, que describe dos existencias marcadas por una tragedia del pasado, dos seres sin rumbo, entregados a la autodestrucción, es sólida y hábil. Consigue describir a la perfección las vidas elegidas, y uno llega a imaginarse hasta lo que no aparece en el cuadro. La miseria moral, el autoabandono, la conciencia atroz de una culpa que no fue tal, marcan las existencias de dos hermanos que sirven al director para mostrar la parte menos amable de los civilizadísimos y deprimentes países nórdicos. La dirección es solvente, los actores efectivos, pero la historia se resiente de una complacencia en la desgracia que en algunos momentos vuelve inverosímil el conjunto. Es como si el director se hubiera propuesto narrar las existencias más desgraciadas del mundo, y da pena que una propuesta tan estimulante a muchos niveles funcione a medio gas por simples problemas de guión. Otra cosa que me desagrada es ese exceso de paralelismos, esa obsesión por la geometría del guión. No quiero destrozar la historia a quien aún no la ha visto, pero el prólogo encuentra un final demasiado forzado cuando averiguamos el origen del nombre del hijo, igual que tampoco funciona la visión exageradamente determinista del conjunto: los dos hermanos reaccionan de forma diferentemente destructiva al acontecimiento del prólogo, pero sus vidas resultan encorsetadas por un guión empeñado en demostrar, una y otra vez, que es imposible llevar una vida feliz si tu infancia ha venido marcada por una madre alcohólica y un accidente imprevisto. Decir que es una película bonita sería ridículo -demasiado drama, demasiada sordidez-, pero sí que merece la pena un visionado. Eso sí: se quitan las ganas de visitar cualquiera de los países nórdicos, porque el retrato que hace de ellos es implacable, con esa paleta de grises, esa frialdad -fuera y dentro de los personajes-, esa nieve medio derretida en las aceras, ese alcohol omnipresente...


domingo, 16 de enero de 2011

The cove

  Como documental, The cove te impacta, porque muestra una realidad brutal que se produce en uno de los países supuestamente más desarrollados del mundo, Japón. Además, se trata de un documental bastante particular, porque recurre a ciertos elementos del cine de ficción para dar sentido al conjunto: ¿conseguirán Ric O'Barry -el antiguo entrenador de los delfines que interpretaron a Flipper- y sus  hombres acceder, a pesar de la estrecha vigilancia japonesa, a la cala -el cove del título- donde anualmente se celebra una horrenda matanza de esos animales? Se trata de una película descaradamente activista. El director, Louie Psihoyos, ha resuelto que el arte puede (y debe) cambiar el mundo, y su película es un intento de concienciar al planeta entero de una realidad que hace que el ser humano se avergüence de lo que hacen sus congéneres. 
La historia se sigue con intriga -como si fuera un policíaco ecologista-, e investiga no sólo lo relacionado con ese tema principal -la matanza anual de delfines en un pueblecito japonés-, sino que, como en todo documental bien trenzado, ese tema conduce a otros no menos jugosos, e igual de espeluznantes: la conciencia de los gobiernos de la existencia de hechos como este y su silenciamiento por cuestiones económicas; el maltrato a animales (en este caso, dotados de unas excepcionales sensibilidad e inteligencia); los intereses económicos por encima de la salud pública (la carne de delfín, con un elevadísimo índice de toxicidad a causa del mercurio, se vende y consume luego en todo Japón); la impunidad con que los países poderosos se saltan a la torera normas internacionales, comprando el voto de países tercermundistas. El espectador, al final de la proyección, no puede evitar sentir indignación, y ganas de colaborar con todas las organizaciones necesarias para que acaben de una vez semejantes atrocidades.


jueves, 13 de enero de 2011

Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas



Yo no sé si tanto ver cine y leer críticas no me ha servido de nada, o si todos los críticos están ansiosos por descubrir a un nuevo Genio del Séptimo Arte. Me explico. Llevo toda la vida amando el cine, disfrutando con él, y poco a poco se han ido deshaciendo prejuicios que tenía contra ciertos géneros o directores. Creo que soy de mente abierta y gusto amplio, igual que también considero que no tengo mal paladar para las buenas películas, así que cuando he visto Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas y no me he derretido por dentro de placer mientras la veía, he pensado: "Aquí hay un problema: o las críticas entusiastas que he leído sobre ella exageraban, o yo no sé discernir cuándo una película es excepcional". Siendo mucho más probable lo segundo que lo primero, no deja de sorprenderme ese afán de los críticos, como decía antes, por ser descubridores de gemas exquisitas -si es en cinematografías exóticas, mejor que mejor- cueste lo que cueste.
No se trata de que la última película de Apichatpong Weerasethakul -¡toma nombre para memorizar!- haya obtenido la Palma de Oro en Cannes (hay muchas palmas de oro que no me han parecido nada del otro mundo), sino de que su estreno en España (y en las crónicas del festival de festivales) ha venido precedido de una catarata de críticas deslumbradas, reverenciales, ante el que muchos consideran un cineasta con mayúsculas, uno de los llamados a renovar el lenguaje cinematográfico. Y yo he leído muchas de ellas, y tenía unas ganas enormes de disfrutar ante el motivo de tantas loas. Y lo que he visto me ha gustado bastante, pero no ha producido la conmoción estética que yo esperaba y deseaba, y eso me ha dejado con mal sabor de boca. Dicho esto, pasemos a la película.
Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas nos cuenta los últimos días ese tío Boonmee del título (¿por qué habrán conservado el inglés en el título español?), que vive en la selva, en una casa sencilla pero agradable, y que es dueño de un terreno donde trabajan varios peones. Para acompañar a Boonmee han venido de la ciudad un enfermero y cuidador -Boonmee tiene un problema renal grave- y la cuñada del enfermo. La película nos narra, de forma sencilla y a la vez enigmática, los pequeños actos de esos personajes y otras historias que el espectador ha de averiguar cómo ensamblar con el conjunto -la huida de un buey al principio, un cuento fantástico-erótico y un final desconcertante). En medio de un ritmo sereno, plácido, donde la inminencia de la muerte no provoca nervios, ni llantos, ni dramatismo alguno -el enfermo se refiere varias veces a su propia y cercana muerte sin atisbo alguno de pena-, circundados por una selva espesa, hermosa y misteriosa, mientras charlan después de la cena en el porche, vienen a visitar a estos personajes el fantasma de la mujer de Boonmee, muerta hace muchos años, y el hijo de ambos, que regresa convertido en un espectro peludo de ojos rojos, a medio camino entre el hombre-lobo y Chewbacca. Ambos seres se sientan en el porche con los vivos, cuentan cómo les va en su existencia de no-vivos, y los vivos les hacen preguntas sobre el más allá- con la misma naturalidad con que hablarían con ellos si vivieran. La película resulta fascinante, sobre todo, por el poderío visual que el director sabe imprimir a sus imágenes, por su capacidad para sugerir sin mostrar, por el modo en que, durante dos horas, el espectador se sumerge en una experiencia diferente a cuanto haya visto antes. A mí me resultó especialmente turbadora la coexistencia de la vida y la muerte, con una armonía difícil de encontrar en las cinematografías occidentales. Claro que  no sé si eso es mérito del director o una característica cultural o religiosa de la zona. Lo que sí es mérito del director son las imágenes, que son sencillas y al mismo tiempo misteriosas, poéticas. Al parecer, para apreciar todo el potencial de la película -según las críticas y las entrevistas hechas al director-, habría que conocer el cine popular thailandés, porque toda la película es un homenaje a esas diferentes formas de cine popular, lo cual hace que un espectador occidental se pierda ese disfrute -a excepción de los críticos, claro-; además, y siempre según los críticos, la película es una reflexión sobre el mismo cine, sobre su capacidad fantasmática (sic). Yo, por supuesto, no he captado nada de eso, pero ello, además de la oleada de alabanzas que la precedía, no ha obstado para que haya pasado un muy buen rato disfrutando de un mundo absolutamente diferente al nuestro, donde la vida y la muerte coexisten sin violencia, y donde lo real y lo extraordinario se traban de forma natural y sorprendente.

martes, 11 de enero de 2011

El discurso del rey


Realmente, los ingleses son los que más y mejor partido artístico han sabido sacarle a su monarquía, a la que han convertido en fuente inagotable de temas, figuras y situaciones. Pienso en Richard III, Henry V, Henry VIII y sus mujeres, Elisabeth I y II. Ahora le toca el turno a un personaje secundario, de los que estaban en el rinconcito del retrato de familia.: George V. Esta película se propone arrojar luz sobre una figura histórica ensombrecida por la abdicación de su hermano. Un rey tartamudo, horrorizado ante la idea de que el cargo le pudiera caer a él, y obligado a pronunciar discursos, tanto más decisivos cuanto que su país se encontraba en guerra y la radio ya llegaba al último rincón del imperio británico. Colin Firth interpreta a un personaje con aristas, lleno de matices: acomplejado, aterrorizado, con el único deseo de pasar desapercibido, pero también orgulloso, incapaz de aceptar el trato de tú a tú que exige su logopeda, Geoffrey Rush, porque ha sido educado para considerarse por encima del resto de los mortales, y cuando su lado regio le hace explotar de cólera ante ciertas reacciones de su profesor de dicción, el actor alcanza cimas antes no alcanzadas. Es curiosa la trayectoria de Firth: siempre me pareció un actor inexpresivo, con el eterno gesto de estreñimiento, pero últimamente empiezo a cambiar de opinión: su interpretación en Un hombre soltero, de Tom Ford, y esta película, El discurso del rey, me lo están revalorizando a pasos agigantados. Es en el tira y afloja entre los dos actores principales, el rey obligado a depender de su vasallo a pesar de su orgullo y el vasallo queriendo tratarlo como a un paciente más, como a su igual, donde esta película gana enteros, sobre todo porque las interpretaciones, que son las grandes columnas en las que se apoya el conjunto, son admirables, incluidas las secundarias (Helena Bonham Carter está deliciosa, por ejemplo en la visita a la casa del profesor).
En cambio, todo lo que la película tiene de historia de superación personal me interesa bastante menos, igual que el ya manido tema de los inconvenientes del poder. Los dos saben a algo visto ya muchas veces antes. En mi caso, no pude dejar de acordarme en todo momento de The queen, que me pareció bastante más redonda, una carga de profundidad demoledora y al mismo tiempo sutil sobre el concepto mismo de monarquía, sobre su condición de fósil absurdo. 
No obstante, El discurso del rey me parece una buena película, un producto sólido que presenta una relación insólita con originalidad, verosimilitud y oficio. No todas las películas pueden ser obras maestras.

lunes, 10 de enero de 2011

London river

¿Qué sucede entre el momento en que una madre ve en la tele la noticia de un atentado y aquel en que por fin, ante los empecinados silencios al teléfono de la hija, decide que quizá ha sido una de las víctimas? Ese lapso de tiempo es el que Rachid Bouchareb -director de Indigènes- ha elegido para indagar en el interior de unos seres anónimos vapuleados por el dolor, en este caso una mujer de mediana edad -Brenda Blethyn, soberbia- que vive en una islita, lejos de Londres, y un hombre africano -Sotigui Kouyaté-, afincado en Francia, que busca a su hijo, al que hace tiempo que no ve. Los dos deambulan por Londres en busca de sus respectivos hijos, llenan los tiempos muertos como pueden, ponen carteles en cada pared y farola que encuentran, preguntan a viandantes, visitan hospitales. Se cruzan en numerosas ocasiones y, casi al principio de la película, el espectador intuye que sus respectivos hijos eran pareja y que han muerto en el atentado terrorista. La mirada y la voz de Brenda Blethyn consiguen transmitir al mismo tiempo la esperanza irracional a la que uno se agarra hasta el final y el miedo cerval a las evidencias cada vez más claras de que su hija ha muerto. Sin embargo, el director ha decidido, a la vez que muestra la angustiosa espera de los padres, recordarnos el inevitable racismo que el ciudadano medio lleva dentro, inoculado como un veneno. No quiero desvelar nada más del argumento, pero bastará con decir que el planteamiento de este segundo tema -la desconfianza racista de ella hacia él- empieza y se desarrolla de una forma adecuadísima y concluye de forma insatisfactoria, por simplista. 
Por lo demás, se trata de una historia muy bien contada, llena de tiempos muertos y silencios que contribuyen a crear en el espectador la misma inquietud que sienten los protagonistas, interpretados de forma desigual por los actores: mientras ella borda su papel, él pasea su imponente figura por las calles de Londres con el mismo gesto siempre. Posiblemente el director quería expresar que el dolor se expresa de forma diferente dependiendo de la cultura de la que provengas, pero la cara de palo del sufrido padre africano es, durante todo el metraje, demasiado idéntica a sí misma.


Madre amadísima



Salvador Távora fue relativamente famoso como director teatral, y sus montajes, que dieron que hablar y tuvieron un éxito notable, siempre utilizaban las esencias andaluzas: ya se nos contaran las tribulaciones de Carmen o Medea, se utilizaban la semana santa, los toros, el Rocío o algo similar. Su hija, Pilar Távora, ha decidido, con la ayuda de la Junta de Andalucía, continuar la labor de su padre y erigirse en una voz andaluza dentro del cine nacional. Empezó con la andalucísima Yerma, y su filmografía continúa con Madre amadísima, que es una película llena de enigmas. ¿Qué puede empujar a todas las instituciones públicas y privadas que han invertido en esta película a confiar en esta directora? ¿Cómo es posible que una dirección calamitosa, responsable de una película directamente ridícula, reciba subvenciones? Supongo que la razón debe de hallarse en que se trataba de una apuesta llena de esas esencias andaluzas a las que me refería más arriba. Un mariquita viejo (de esos que hablan de sí mismos en femenino y dicen maricón a cada momento) está vistiendo a una virgen y mantiene un monólogo-diálogo a través del cual vamos asistiendo a su vida. La directora se enorgullece de tocar grandes temas (discriminación del homosexual, hipocresía social, violencia machista, incluso críticas a la Iglesia), pero todo es superficial y falso en esta narración, además de mal contado. Como espectador, esta película es una estafa, y como andaluz, me avergüenzo de ella. Ya estoy harto de tipismos, de vírgenes, de semanas santas. Por favor. Como si en Andalucía no existieran mil temas, mil sensibilidades, mil realidades, mil voces que deberían tener acceso a esas ayudas antes que estos bodrios, que se escudan detrás de buenos sentimientos y grandes temas. No voy a hablar de la música (que va por una parte y las imágenes por otra), ni de las interpretaciones (de vergüenza ajena), ni del montaje. Como muestra, un botón: el protagonista, ya cincuentón, asiste al entierro de su amadísima madre y allí se encuentra con su padre, interpretado por el mismo actor que lo interpretaba de joven, y que parece más joven que su hijo. A la directora la parecía suficiente, seguramente, con decir palabras altisonantes pero huecas. Se supone, desde el mismo título, que el amor a la madre va a ser importantísimo para este personaje rechazado por todos, pero ese amor no queda explicado de ninguna manera, ni es mostrado de forma eficaz en ningún fotograma, más allá de una escena supuestamente dramática en la que Gala Évora le grita a su marido maltratador, cuando éste va a golpear al hijo, que la golpee a ella, que al niño no. La planificación de la escena, redundante y torpe, acaba quitando cualquier atisbo de dramatismo. El espectador, en todo momento, se siente lejano de lo que se le cuenta, como suele suceder cuando nos cuentan mal una historia.
Y no hablemos de la supuesta denuncia al rechazo de la homosexualidad en la España tardofranquista. Es de opereta, y proyecta una mirada carente de cualquier empatía sobre ese colectivo, el gay, que, interpretado por el actor protagonista, alcanza la categoría de esperpento.
Qué pena que las voces oficiales de Andalucía acaben siendo Pilar Távora y otros como ella, en lugar de Benito Zambrano y tantos otros directores que, por no pagar el peaje del tipismo, no reciben la difusión que merecerían.