domingo, 6 de febrero de 2011

Más allá de la vida


 
Cuando me enteré de que Clint Eastwood estaba rodando una película sobrenatural,  inmediatamenté recelé del proyecto. No me imaginaba al austero director de Gran Torino entregado a una historia sobre espíritus. Cosas de la costumbre. Igual me pasó con Invictus y, como era de esperar, me gustó bastante. Entendámonos: no me apasionó, pero sí me gustó mucho esa historia tan alejada de mí. Las peores películas de los maestros suelen merecer bastante más la pena que la mayoría de los estrenos, y todos mis recelos se esfumaron cuando las luces de la sala se apagaron y empezó la película. Desde el comienzo impactante al final feliz, no pude evitar sentirme arrastrado -como por un tsunami- por las historias de esos seres, habitantes de vidas insatisfactorias, necesitadas de una comunicación imposible con sus seres queridos del más allá. Las peripecias del personaje de Matt Damon, Cécile de France y el niño inglés son los tres hilos de un cañamazo donde aparecen muchos más personajes, todos secundarios pero espléndidos: el hermano de Matt Damon, el socio del hermano, la negra que acude para entablar conexión con su hija, el personaje-bombón de Bryce Dallas Howard... Entre todos forman un mundo melancólico, triste -¿cómo si no podría ser un mundo de personas destinadas a la muerte?-, en el que las personas intentan agarrarse a otras personas para que la corriente -por seguir con la metáfora- no se las lleve. Personas frágiles, doloridas, pero necesitadas de una esperanza con la que seguir adelante. La prodigiosa escena entre Matt Damon y el niño inglés condensa el espíritu de la película: a pesar de todo el dolor por tener que dejar atrás cosas y personas amadas, hay que seguir adelante. 
Hay quien ha acusado a la película de blanda, pero yo no estoy de acuerdo: en ningún caso recurre al sentimentalismo ni al dramatismo de saldo. El único defecto que le encuentro -y no es pequeño- es de guión: la forma de engastar unas historias en otras me parece bastante artificial y forzado. La solución que el guionista adopta para hacer que esas vidas paralelas se acaben cruzando me parece inverosímil, por más que el azar nos pueda sorprender con giros más inesperados.
Pero, en cualquier caso, el acto mismo de narrar de Eastwood se convierte en algo tan placentero que uno tiene la sensación de que da un poco igual lo que nos cuente. Nos dejamos llevar con esa corriente tan potente del film y desembocamos en una sala con las luces encendidas y con las ropas empapadas.

jueves, 3 de febrero de 2011

Los protectores



Me gusta leer los artículos de Javier Marías, y, aunque suelo coincidir en sus argumentos y opiniones, la verdad es que en la mayoría de las veces el enfoque que elige es la protesta, el gruñido -cultivadísimo, eso sí- casi perpetuo. Por eso me llamó tanto la atención que, en lugar de la sempiterna queja, hace unas semanas dedicara un encendido elogio a una película, Los productores, de Walter Hill. Tengo que confesar que este director nunca ha sido santo de mi devoción: en su momento vi Calles de fuego, Forajidos de leyenda, The Warriors y La presa, películas todas que quedan en el horizonte de mis recuerdos y que, si mi memoria no me engaña, me agradaron, pero sin estusiasmo alguno. De sus películas más recientes -aunque tienen una pinta no muy seductora- no puedo decir nada, aunque he de reconocer que me resulta simpático su empeño por revitalizar el cine de género, sobre todo el western. Así que decidí hacer caso de Marías.
El encendido entusiasmo del escritor ante Los protectores (cuyo título original es Broken trail) no se produjo en mí durante el visionado. Maruja Torres afirma que Javier Marías es un apasionado cinéfilo y no lo dudo, pero creo que su debilidad confesa por un género, el western, le impide distinguir el grano de la paja. O lo que es lo mismo, que sus argumentos (que siempre parecen tan lógicos y aplastantes) a veces son bastante subjetivos. Lo que para él era una gran película para mí no pasa de un producto agradable, discreto, un homenaje a muchos de los clásicos de ese género. Para empezar, descubrir que se trataba de un telefilm (una TV movie, como la llaman ahora) no fue agradable. Y no porque yo tenga prejuicios sobre los productos televisivos (bien saben los dioses que algunos de mis mayores disfrutes cinematográficos los han protagonizado ciertas series), sino porque ese telefilm adolece del lenguaje ramplón que los telefilms tenían: sus encadenados a negro para dejar paso a la publicidad enmarcan fragmentos regulares de la trama que aportan poco a la historia: todo funciona por acumulación, y el montaje toma por tonto al espectador y abusa de los subrayados. Planos medios y primeros planos innecesarios por doquier hacen que el interés por la historia se me vaya difuminando poco a poco. Y esa historia nos cuenta cómo un viejo (Robert Duvall) aparece en la vida de su adusto sobrino (Thomas Haden Church) para comunicarle que su madre -la del sobrino- ha muerto y no ha dejado nada a su hijo. El viejo, intentando remediar esa injusticia, decide comprar cientos de caballos y conducirlos muchas millas más allá para venderlos y conseguir así un dinero con el que ayudar a su sobrino, y la película es el relato de ese viaje. Hasta aquí, todo suena a ya visto: un trayecto a través de espacios abiertos (hermosísimos, por cierto) donde un viejo y un joven nos muestran el conflicto de la edad (inevitable acordarse de Río Rojo, de Hawks) y el proceso de aprendizaje y relevo. Pero el viejo y su sobrino se encuentran con cinco jóvenes chinas compradas por un tahúr que transporta a las muchachas para venderlas a un burdel. Como el tahúr intenta robarles, el sobrino lo mata y las cinco jóvenes, en lo sucesivo, acompañarán a los protagonistas en su viaje. La convivencia entre los rudos vaqueros y las chinas se verá enriquecida con la presencia de más fugitivos: una prostituta ya madura (Greta Scacchi) y un chino (que servirá de intérprete entre unas y otros). Para rematar el conjunto, la dueña de las chinas, propietaria de un burdel, envía a un matón en su busca. Un matón cuya peligrosidad resulta resaltada cada poco tiempo, en un intento de mantener las expectativas del espectador, que se verán finalmente frustradas en un climax bastante anticlimático.
A los ecos de Río Rojo podríamos sumar los de La diligencia (la presencia de la prostituta en un carruaje remite a ella), Sin perdón (el tema de la vejez del héroe está siempre presente) o Dos cabalgan juntos, en el principal mérito del film: la descripción de la convivencia de personajes diferentes y la atención no a las escenas de acción, sino a esos pequeños momentos cotidianos que describen a los personajes y sus relaciones. Aunque más que personajes son arquetipos (un género se nutre de ellos, y la dirección de Hill no puede sacar más de los actores, con la excepción de Duvall), no deja de ser agradable el carácter descriptivo de los pasajes en que éstos interactúan. Lo que guardaré en mi memoria serán esos momentos: un viejo y una prostituta con los pies en el agua, al atardecer. Él caballeroso, ella recuperando de pronto todos sus pudores y anhelos, y, mientras, las brasas del día apagándose en el agua tranquila de un meandro del río.

domingo, 30 de enero de 2011

El concierto




Andrei Filipov trabaja como limpiador en el Bolshoi, pero treinta años atrás fue el director de orquesta del famosísimo teatro ruso. Mientras limpia en el despacho del director actual, encuentra un fax de París en que el director del Chatelet solicita un concierto en la ville lumière, y decide convocar a todos sus antiguos músicos, enfrentarse a mil contratiempos -muchos de ellos, procedentes del indómito carácer ruso- y dirigir un concierto que hace treinta años fue interrumpido por Brezhnev, por albergar dentro de la orquesta a músicos judíos. Entre otras tramas (que no quiero desvelar), ése es el hilo argumental de El concierto, la última película del rumano Radu Mihaileanu. Ese hilo ensarta muchas cuentas: una crítica feroz al decadente comunismo, a su antisemitismo, al carácter caótico del pueblo ruso; un canto al arte, capaz de trascender nacionalidades, épocas, ideologías; una reflexión sobre la tenacidad del artista, consagrado a su arte hasta las últimas consecuencias, a veces gravísimas; un intento de acabar en el presente aquello en lo que mucha gente se dejó la piel...
Muchos temas para una sola película. Sobre todo cuando el director no es un genio. Y Mihaileanu no lo es. Es un creador aplicado, que intenta poner pasión en lo que cuenta, y contagiar esa pasión al espectador, pero en mi caso no lo ha conseguido. El concierto me ha parecido una película bastante digna, pero era muy difícil casar el tono de farsa (que predomina en gran parte del metraje) con el íntimo, reflexivo y emotivo de, sobre todo, la parte final. Especialmente durante toda la parte del concierto, el director consigue despojarse de todo lo anterior y se vuelca en la difícil tarea de hacernos entender la locura por el arte, el contagio de la belleza, conceptos abstractos pero que el rumano vuelve sencillos, puramente visuales. Y eso hace que uno acabe con buen sabor de boca, pero todas las vicisitudes de sus personajes hasta empezar ese concierto se le antojan a uno fruto del capricho del guionista -que, al parecer, se inspiró en un caso real- y están narradas de forma atropellada, caótica, como -parece sugerir el director- es el alma eslava.


miércoles, 26 de enero de 2011

En tierra hostil




La guerra es una droga, reza una cita al principio de esta película que hace referencia al personaje protagonista, interpretado por Jeremy Renner, de oficio, desactivador de explosivos. De hecho, la película nos cuenta el día a día -en cuanta atrás hasta el soñado regreso a casa- de un equipo de desactivadores de explosivos. Después de la muerte de un compañero, William James (Jeremy Renner) llega a sustituirlo. La profesionalidad del fallecido choca contra el sistema de trabajo caótico, temerario, casi suicida, del sustituto, y la película nos muestra la convivencia entre los integrantes de ese equipo, el desactivador, un sargento y un especialista. Los iniciales enfrentamientos entre ellos dejan paso a un cierto entendimiento, y en la película se nos narran diferentes episodios de desactivación de explosivos, con (pocos) tramos de ocio. La estructura de la película me parece acertadísima: esos episodios que se suceden -todos narrados de forma magistral, con una tensión casi insoportable, construida sobre un montaje que quita el aliento- dan al espectador la sensación de que, por muchos explosivos que desactiven, a pesar del peligro, del riesgo, de la intervención casi milagrosa de la intuición y del azar, siempre van a aparecer más y más bombas. Como un trabajo que no tiene fin, ni recompensa. Todos y cada uno de los episodios -el tiroteo en las afueras de Bagdad, la primera desactivación, el intento de salvar al hombre-bomba, etc, etc- están narrados con una fuerza que hacía tiempo que no veía en el cine. Y uno de los elementos que produce mayor tensión es la ausencia visual del enemigo. Cuando aparece -excepto en una ocasión-, siempre es de lejos y entrevisto, con lo que se consigue que el enemigo se convierta en un ente abstracto, que puede encarnarse en cualquiera que pasa por la calle, cualquiera de las cabezas que miran el trabajo de los desactivadores desde sus casas. Y eso otorga mayor tensión al conjunto. 
La película está desprovista de una mirada política, aunque es realista. La directora, Kathryn Bigelow, nos muestra un presente radical con la mayor cantidad de realismo posible, pero sólo nos cuenta la versión norteamericana, o, mejor dicho, la versión de tres personas, de tres jóvenes muy distintos que sufren de forma diferente la situación que viven. Los traumas que vendrán luego, después de los hechos narrados, serán otra historia, otra película. Las vidas truncadas, deshechas o destinadas al alcohol, las drogas o los psiquiatras, se pueden intuir durante el visionado de En tierra hostil.
Casi todo el film transcurre en Bagdad y sus alrededores, y esa ciudad destrozada, sus alrededores desérticos, el calor y el polvo tienen una importancia decisiva en la historia. Sólo en un par de secuencias aparecen los Estados Unidos, y se trata de dos secuencias fundamentales para entender a William James y la profunda monstruosidad de la guerra: de regreso en casa, el desactivador de bombas se encuentra con una vida que no entiende. Buscar los cereales para su hijo en la enorme sección de unos grandes almacenes es una tarea más complicada para él que desactivar un artefacto explosivo. La vida real, para él, ha dejado de existir. Necesita esa adrenalina que su trabajo le despierta. La película, así, se convierte en un discurso (sin palabras) sobre cómo la violencia deshumaniza de raíz al ser humano y lo convierte en un extraño para sí mismo y para los suyos.
Todas las consideraciones que se hicieron sobre lo extraño de que una película de acción, rebosante de testosterona y adrenalina, estuviera dirigida por una mujer me parecen, sencillamente, ridículas.


martes, 25 de enero de 2011

Villa Amalia



Una mujer espía a su esposo y lo descubre besando a otra. A partir de ese momento, su mundo, el que había creado con su vida, con su trabajo, con su pareja, se desmorona. Y, en un arrebato, decide acabar no sólo con su marido, sino con el gigantesco decorado de su propia vida. Liquida cuentas con todo y con todos y se marcha. A empezar una nueva vida. Una vida completamente nueva. 
Isabelle Huppert encarna a una protagonista que parece prima hermana de otros personajes suyos: fría, misteriosa, silenciosa, con reacciones raras, insólitas. Sus decisiones las conocemos cuando se encarnan en actos, y el más frecuente de ellos es la huida, el acto repentino: no sólo se escapa del marido, sino que se marcha de repente del restaurante donde come con él, da por zanjadas conversaciones que sólo han empezado y, sobre todo, corre, corre siempre, como si tuviera prisa por llegar a algún lado. Quizá el lugar que busca es ella misma. 
Ésta es la sinopsis de una película hermosa y abrupta: el director nos escatima gran parte de la información, las acciones resultan casi siempre interrumpidas, y la elipsis acaba erigiéndose en la emperatriz de la función. Entre las elipsis y los silencios, el espectador está obligado a orientarse contemplando el rostro, la mirada de la Huppert -que es más elocuente que todos los diálogos: de hecho, toda la película descansa sobre sus hombros-, y lo que halla en ellos es la satisfacción de alguien que acaba haciendo eso que suena tan manido de encontrarse a sí mismo. Desde mi punto de vista, el ritmo entrecortado del montaje, las mencionadas elipsis, no aportan gran cosa: al revés, acaban subrayando innecesariamente el estilo, restando importancia a la historia. Afortunadamente, el director, Benoît Jacquot, podía permitirse errores estilísticos: la deslumbrante interpretación de Isabelle Huppert distrae al espectador de todos ellos.

lunes, 24 de enero de 2011

Mataharis

Llevado del entusiasmo por la última película de Icíar Bollaín, me pongo a ver la única película que me faltaba de ella. Y lo único que no me ha gustado de esta película tersa, sin miedo a hablar de sentimientos de forma sencilla, ha sido el título. Mataharis hace pensar en espías sofisticadas, mujeres devorahombres -en mi mente, la imagen de Garbo embutida en trajes exóticos-, y nada más lejos de todo ese glamour que las tres mujeres protagonistas de esta estupenda película. Las tres trabajan como detectives para la misma empresa, liderada por un jefe impresentable, pero la película no se detiene en contarnos cuáles son sus relaciones, sino que nos describe la vida de cada una. Con sus carencias afectivas, sus dudas, sus cansancios, sus ilusiones, sus amores y desamores, las tres mujeres representan tres modelos, tres edades, tres posturas. Inés (María Vázquez), la más joven, está ilusionada con su trabajo, busca una estabilidad sentimental que no acaba de llegar -sólo encuentra amigos con derecho a sexo- y acabará enfrentada, en su investigación, ante un dilema ético; Eva (Nawja Nimri), sobrepasada por su maternidad, intenta compaginar su vida privada con la laboral, pero un descubrimiento sobre su propio marido la hará ejercer su oficio sobre éste; la última, la madura Carmen (Nuria González), mientras espía un naufragio matrimonial, acaba planteándose si el suyo no estará haciendo aguas también. Bollaín nos muestra las incertidumbres vitales, los sentimientos de estas tres mujeres, que se van a ver interferidos por su trabajo, por la vida que llevan. Unas espías muy alejadas del tópico cinematográfico. La directora nos enseña sus momentos de aburrimiento, de fastidio, la parte menos peliculera de esas existencias, llenas de soledad, polvos insatisfactorios, pañales por poner, pero también -y en eso reconocemos a la Bollaín humanista- la reflexión sobre la trascendencia de nuestros pequeños actos. 
Se trata de una película pequeña, intimista, hecha como al descuido -en busca de una naturalidad visual que las interpretaciones apoyan sólidamente-, pero mimada en los más pequeños detalles: miradas, silencios, lágrimas y suspiros se trenzan con el estrés de la gran ciudad, con un oficio que enfrenta a quienes lo ejercen con sus propios secretos al mirarse en el espejo de los secretos ajenos.
Como decía antes, sólo el título me parece desacertado, porque puede hacer esperar al espectador una ironía de la que la cinta carece por completo. Y de una mujer que ha elegido títulos tan hermosos como Te doy mis ojos o También la lluvia podríamos esperar algo más. Pero se lo perdonamos.

domingo, 23 de enero de 2011

También la lluvia



En cine no se llevan las buenas intenciones, al menos en España. Las películas que pretenden denunciar algo, sobre todo las españolas, acaban siendo criticadas por diferentes motivos. Digo esto porque no acierto a comprender por qué el estreno de También la lluvia fue recibido con unas críticas tibias, cuando no frías. Para mí, la última película de Icíar Bollaín es una gran película, narrada con elegancia y pericia -y no era fácil ensartar los dos niveles de la narración: el del presente y el del pasado. 
El argumento de la película es sencillo: un equipo de filmación se traslada a Cochabamba (Bolivia) para rodar en sus inmediaciones una película de denuncia sobre la colonización de los indígenas a manos de Colón y sus hombres. La rapiña, la codicia, la inhumanidad de aquellos hombres fueron descritos por Bartolomé de las Casas, que forma parte del grupo. Pero, mientras tiene lugar el rodaje, se desata en Cochabamba la Guerra del Agua, un episodio más de la explotación de los bolivianos a cargo de empresas norteamericanas. Ambas explotaciones (la que se hizo en nombre de Dios y la Corona y la actual, hecha en nombre de las multinacionales) se suman a una tercera: la del equipo de rodaje, que paga una miseria a unos extras necesarios para la existencia de la película. Los dos niveles se van superponiendo, complementándose, y a medida que los conflictos del presente aumentan, los diferentes personajes mostrarán diferentes actitudes, desde la solidaridad al miedo y al egoísmo. La directora sabe sacar significados y sugerencias de los contrastes (entre pasado y presente, realidad y ficción, compromiso y egoísmo, poderosos y explotados), con un guión del habitual del cine de Ken Loach, Paul Laverty. Es cine comprometido, sí; es cine de izquierdas, sí; es cine que intenta mostrar un resquicio de esperanza en ciertos cambios en el comportamiento de algunos personajes, sí. Es cierto que en la vida real esos cambios son raros, pero ¿no hay gente que ayuda a los menesterosos, a los explotados, o que por lo menos lo intenta? ¿Por qué mostrar eso ha de restar méritos a una película honesta, transparente, bien contada, llena de personajes creíbles? ¿Sólo el cine de Loach o los Dardenne han de aunar calidad y denuncia? ¿Es un delito -narrativamente hablando- mostrar un rayo de esperanza?
Bollaín ya demostró en anteriores trabajos que es una estupenda directora de actores, y aquí lo vuelve a confirmar, consiguiendo interpretaciones sutiles y verdaderas de Luis Tosar y Karra Elejalde, sobre todo, y demostrando que es una maestra a la hora de extraer lo mejor de actores no profesionales.
Yo aconsejo a todos que vayan a verla, antes de los goyas y los oscars y todo ese ruido mediático. La misma mirada honesta que ya había en Flores de otro mundo o Te doy mis ojos se encuentra en esta película, que denuncia algo que el cine español, hasta ahora, nunca se había planteado: muestro papel real en el descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo.