domingo, 19 de diciembre de 2010

Balada triste de trompeta

Álex de la Iglesia no es uno de esos directores por quienes yo apostaría el cuello. Todos los creadores tienen derecho a equivocarse en su creación, y en las filmografías de los más grandes hay resbalones, por lo cual sería bastante comprometedor apostar el cuello por alguno, por genial que sea.
Álex de la Iglesia quiso desmarcarse de la ramplonería visual existente y lo consiguió: su Acción mutante era radicalmente distinto de todo lo visto hasta entonces en el cine español, independientemente de su calidad. Lo que luego vino fue una filmografía donde el actual director de la academia quiso dejar muy claro que tenía un mundo propio, que su mundo estaba hecho de imágenes potentes y de historias diferentes, y lo consiguió. Pero sus películas se han acabado resintiendo de ese exceso de autoría, de egolatría creadora. Para empezar, De la Iglesia parece tener bien poco que decir (y su habitual coguionista, igual), pero confía de una forma ciega en su poderío visual, y a él se encomienda, como otros a la Virgen del Rocío. El día de la bestia y La comunidad (sus dos mejores trabajos, en mi opinión) funcionaron porque el director se puso al servicio de las respectivas historias. En 800 balas, Muertos de risa o Crimen ferpecto, por ejemplo, la películas están al servicio del creador, para demostrar que es un genio de la imagen, un director de cine español diferente, y en su última película, Balada triste de trompeta, la vanidad del autor alcanza cotas inimaginables. Su forma de autocitarse (a él y a otros genios que, seguro que lo piensa, están a su altura) resulta bochornosa: el final megalómano en la Cruz de los Caídos es una forma de ombliguismo que recuerda al final de La comunidad o a escenas muy recordadas de El día de la bestia. Se trata de emparentarse con el Hitchcock de Con la muerte en los talones. Da igual que venga a cuento o no: el clímax del relato será más guay si lo ubica en un escenario tan conocido por todos (y tan relacionado con el franquismo) y tan poco o nada utilizado en nuestro cine.
Que la película contenga una dimensión simbólica, poética, no lo pongo en duda, pero yo no la he visto por ningún sitio: o mejor, me han parecido símbolos fallidos. Álex de la Iglesia ha querido explorar los límites de su cine, llegar a un cine radical en su crueldad, en su violencia, en su puesta en escena, y ha fracasado en el intento. Lo único que me resulta simpático en una película tan mala como ésta es la valentía del autor: ha hecho lo que la ha apetecido, sin importarle el beneplácito del público -cosa a la que, de un modo u otro, venía aspirando siempre. Claro que, en contrapartida, ha conseguido premios en Venecia y el ingreso en la nómina de los Grandes Autores, lo cual lo vuelve bastante antipático. ¿Había que estafar al público para subir al Parnaso? Los grandes autores de verdad llegaron a ser grandes a base de respetar a su público, no al contrario.
Y queda en el aire mi gran duda: la crítica encomiástica de Boyero -a quien tengo por honrado, por fiel a sí mismo, aunque su forma de hacer crítica sea discutible- será un expediente X que algún día alguien tendrá que investigar.



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