domingo, 28 de agosto de 2011

Treme (2ªTemporada)



El último proyecto hasta la fecha de David Simon (y de Eric Overmyer), el creador de la insuperable The wire, es esta nueva serie, Treme (léase Tremé), que ya va por su segunda temporada. En lugar de Baltimore, Simon elige una ciudad emblemática: New Orleans, en concreto la ciudad devastada unos cuantos meses después del Katrina. Por supuesto, en la serie se critica al poder (en cualquiera de sus manifestaciones) que intenta enriquecerse a costa de la desgracia ajena, insensible al dolor. Pero -y ésta es la gran diferencia con respecto a The wire- en Treme hay un canto al ser humano, que, en contra de todos los poderes y a pesar de todas las desgracias, intenta  tirar hacia adelante y busca arreglar su vida, su casa, su barrio, su ciudad. No siempre lo consigue, pero ese esfuerzo positivo por ser feliz, por tener alegría, por disfrutar (del amor o de la música o del mardi gras, tanto da) es uno de los factores que convierten Treme en una fuente inagotable de sonrisas en el espectador. La serie nos cuenta cómo intenta rehacer sus vidas después de la tormenta un manojo de personajes (muy pocos si los comparamos con la serie anterior de Simon): Antoine Batiste es un músico de jazz mediocre, casado, mujeriego, que vive a salto de mata, simpático; David McAlary trabaja en la radio y es inestable, nervioso, dicharachero, ideador de grandes proyectos; Albert Lambreaux es un testarudo viejo que regresa a la ciudad para vivir allí y para continuar con su tradición de indio en el Mardi Gras; su hijo, Delmond, es un jazzman culto que vive en New York y tiene que apechugar con un padre no demasiado razonable; Ladonna, la primera mujer de Antoine Batiste, rehizo su vida junto a otro hombre y, aunque podría llevar una vida más relajada, se ha empeñado en arreglar y mantener el bar que creó su padre; la familia Bernette (abogada, escritor, hija adolescente) intenta sobrevivir durante toda esta temporada a una tragedia familiar que ocurría en la primer temporada; Janette es una chef que, después de su fracaso laboral en la primera temporada, intenta salir adelante en los fogones neoyorkinos; Annie y Sonny, que fueron pareja, intentan ahora vivir nuevas vidas, ella junto a Davis, tocando el violín donde puede, él luchando contra sus adicciones y buscando trabajo en cualquier banda, aunque sea la de Antoine Batiste. Y dos personajes nuevos que se suman al grupo en esta temporada: Nelson Hidalgo, un especulador sin escrúpulos que ha acudido a la ciudad a aprovecharse del río revuelto, y Terry Colson, un honrado policía que se enfrenta a la institución a la que pertenece al intentar ayudar a Toni Bernette en el esclarecimiento de un crimen acontecido en los días que siguieron al Katrina.
Y la música. Jamás en ninguna serie o película la música ha jugado un papel tan decisivo como lo juega en Treme. Para empezar, el mismo título alude a un barrio de músicos especialmente vapuleado por el huracán, la delincuencia y la dejadez de las instituciones. En cada episodio la música es el marco -y el eje, en muchas ocasiones- del argumento, y, por tanto, está omnipresente. Una música que se convierte en metáfora de la tradición cultural de un pueblo: Lambreaux se empeña en que sus cantos indios sigan adelante -venga el huracán que venga-, y se sacrificará todo lo que sea necesario. El jazz de New Orleans, que muchos aficionados al jazz culto miran con desprecio o condescendencia, es una riqueza cultural que no hay que perder, y el hatajo de músicos perdedores que se dedican a él no lo hacen desde presupuestos intelectuales, preservadores, sino vitales: no pueden evitar vivir donde viven, amar la música que aman y dedicarse con toda su alma a ella. La música, así, se convierte de camino en metáfora de todo lo hermoso que puede crear un pueblo, de todo lo bueno que debe perdurar por encima del tiempo, de aquello que, al escucharla, nos hace disfrutar, bailar, vivir con los demás. La música es vida, y en Treme se desborda por los cuatro lados de la pantalla.
Desde el punto de vista cinematográfico,  los autores se decantan por una narración pausada, atenta a los pequeños gestos, impresionista, a medias volcada en lo íntimo y a medias en lo colectivo. Las interpretaciones -cada una de ellas- son de quitarse el sombrero, y la temporada carece de un argumento como tal: es la acumulación de pequeñas y grandes acciones de cada uno de los personajes lo que el espectador percibe, pero dispuestas de tal forma que también surge música de las imágenes, de la disposición de las secuencias. 
La serie es tan lenta, tan poco comercial, que uno se pregunta cómo es posible que haya alguien dispuesto a financiar productos como éste. Los milagros son así (y casi todos suceden en la HBO).




lunes, 15 de agosto de 2011

24 (5ªTemporada)



Jack Bauer vuelve a la carga, acompañado de su móvil -la batería más duradera del planeta- y sus inseparables colaboradores. Y, una vez más, vuelve a salvar el mundo (bueno, Estados Unidos, que es como su metáfora). En este caso, la amenaza (sólo cuento el principio, para no desvelar los giros del guión) proviene de unos terroristas rusos que pretenden usar un gas que todo el rato llaman nervioso. El arranque de la temporada es soberbio, y la conclusión a la altura de la paciencia que el espectador ha invertido en su visionado. El problema es la fórmula, que, después de cuatro temporadas, ya está más que agotada. La capacidad de sorpresa del espectador ya está más que machacada. Uno sabe, al comenzar la serie, que:

1. Hay un traidor, o varios, dentro de la WAT.
2. Bauer va a seguir adelante gracias a última tecnología y a su suma sacerdotisa, Chloe.
3. Las instituciones van a jugar en contra del protagonista.
4. El final es agridulce.
5. Los protagonistas tienen que sacrificar su felicidad personal.
6. Un presidente (ficticio) de los Estados Unidos va a jugar un papel clave en la historia.
7. Los terroristas suelen ser europeos.
8. La cámara es nerviosa, y siente preferencia por los ambientes oscuros y nocturnos.
9. Cualquier problema en manos de Bauer va a solucionarse, antes o después.
10. Habrá varias escenas de tortura -siempre con buenos fines- a mano de Bauer.
11. Todo sucede contrarreloj, y las crisis se solucionan en el último segundo.

A pesar de todo esto, hay que decir que se trata de un producto audiovisual impecablemente realizado, muy bien narrado, solvente. Sus creadores han cogido a Harry Callahan, James Bond, Houdini, Indiana Jones y a MacGyver y han creado a un personaje atractivo, y han sabido acompañarlo de personajes funcionales, sí, pero también atractivos. Chloe, por ejemplo (interpretado de forma soberbia por Mary Lynn Rajskub), la analista de la WAT con una insensiblidad social y una fidelidad a Bauer a prueba de bombas, va creciendo como personaje y en esta quinta temporada tiene un protagonismo que alegra al espectador, que a estas alturas ha aprendido a apreciarla. Los personajes están magníficamente interpretados -aunque no siempre poseen la suficiente profundidad psicológica-, y se ponen al servicio de la historia, del producto final. Especialmente notable es, en esta temporada, el dibujo del despreciable presidente Logan, interpretado de forma sorprendente por Gregory Itzin (cuánto se habría ahorrado Peter Jackson si lo hubiera contratado para interpretar a Gollum).
Aunque hay muchos elementos que satisfacen al espectador, es imposible no notar el cansancio, como decía antes, de la fórmula, que se ha acomodado y le da al espectador lo que éste demanda. La hipertrofia narrativa también, es evidente, acaba instalando en la cabeza del espectador la inevitable pregunta: ¿es necesario que cada temporada tenga 24 capítulos de una hora? Los guionistas sudan tinta china para llenar de tanta acción todo ese tiempo, y a estas alturas no es que hayan caído en el manierismo, es que hace tiempo que lo dejaron atrás. ¿Por qué no titular la serie 12 y contar lo mismo de una forma que no canse tanto?


miércoles, 6 de julio de 2011

Bright star



Jane Campion conoció la gloria a principios de los noventa con El piano, una película que tuvo la fortuna y la desgracia de ir asociada a esa época. Fortuna, porque se hizo, a pesar de tratarse de una película minoritaria, celebérrima -a lo que contribuyó no poco la banda sonora de Michael Nyman-; desgracia, porque mucha gente la asoció a esa época y, una vez pasada ésta, se la consideró fuera de lugar. Después vino Retrato de una dama, que se aprovechó del tirón de El piano, y que muy poca gente vio. Después, el silencio crítico. Campion estrenó más películas, pero los medios no se han hecho eco de ellas.
Hasta ahora. Bright star ha vuelto a poner a Campion en el panorama cinematográfico mundial Y los críticos han hablado elogiosamente de esta historia, en la que se nos cuenta el último periodo de la vida del poeta John Keats, su relación con Fanny, una vecina poco dada a la poesía. La directora ha querido hablar de muchos temas: la pasión romántica, la poesía, la muerte... Y, tratándose de un cuasi biopic y de una historia de las llamadas de época, la historia ha querido no caer en el academicismo y poner distancia con la gran mayoría de las películas de temática y época semejantes, y para ello se ha esforzado en una narración entrecortada, que escatima al espectador la continuidad lógica de las escenas y que, desgraciadamente, vuelven fríos y rebuscados los diálogos y las reacciones de los personajes, a veces incomprensibles e increíbles. Una verdadera pena, porque el proyecto es realmente interesante, y el envoltorio visual utilizado es deslumbrante, magistral. El ojo pictórico de la directora, que ya demostró maestría en El piano y en Retrato de una dama, se erige en el auténtico protagonista de la película. Toda la frialdad que los diálogos y el guión transmiten -por una equivocada voluntad de originalidad- se calza en unas imágenes que -éstas sí- derrochan belleza y sentimiento. Y no se trata de esteticismo vacuo: no en vano nos encontramos ante una historia sobre uno de los poetas que más han reflexionado sobre la Belleza.


sábado, 2 de julio de 2011

Insidious



¿Por qué es tan difícil ver una buena película de terror? Es como si ese género se hubiera agotado, o como si los buenos directores hubieran elegido otros géneros para demostrar su valía, aunque encontremos, claro está, excepciones. Pero qué difícil es ver buen cine de terror actual. Los directores, sumidos en un mareo de referencias metacinematográficas, sucumben a un manierismo que no hace disfrutar realmente. Y la sutileza, ese gran ingrediente del buen cine de terror, brilla por su ausencia, al mismo tiempo que este género -si es que puede seguir llamándose así- se dirige a un público adolescente que sólo pide sustos, no importa que zafios, sólo sustos. Y sangre. No voy a criticar el gore -género contra el que no tengo nada-, sólo la falta de ideas, el páramo en el que el terror cinematográfico parece encontrarse.
Todo esto me viene a la mente después de haber visto Insidious, la última película de James Wan (el iniciador de la saga Saw), cuyo estreno venía precedido de buenas críticas. Lo que mis ojos han visto ha sido una película mediocre, exánime, un refrito de otras (Poltergeist y todas las de casas encantadas, Los otros, El exorcista) que, sobre todo, no daba miedo. Solo esos sustos que tanto desean los adolescentes. La visión del más allá es circense, ridícula en una película de miedo, y los malos de la función -sobre los que se generan unas ciertas expectativas de miedo- acaban siendo más un diseño visual que unos entes realmente temibles. En fin, hay películas que no merecen que se gaste muchas palabras en hablar de ellas. Pensé omitirla en este blog, pero no he podido sustraerme a la tentación de dejar constancia de la decepción, una vez más, de la última película promesa de miedo.

jueves, 23 de junio de 2011

Hannah y sus hermanas



Contadas, las películas de Woody Allen parecen muy difíciles, enrevesadas, pero en la pantalla son fluidas, fáciles, naturales. Hannah y sus hermanas no es una excepción. Hannah, Holly y Lee son hermanas, hijas de un viejo matrimonio de actores. Hannah (Mia Farrow) es la más estable, fuerte, equilibrada. Se casó con un empresario (Michael Caine) y sirve de apoyo moral y económico a sus hermanas. Holly (Dianne Wiest) es inestable, bohemia, de esas personas que van dando bandazos espirituales y vitales: hoy son actrices vocacionales, mañana cocineras, el otro escritoras o bailarinas.Quiere una pareja y no la encuentra. Lee (Barbara Hershey) es sensible, exalcohólica y vive con un pintor misántropo (Max von Sydow). La película empieza cuando el marido de Hannah, Elliot, empieza a enamorarse -o a creer que se enamora- de su cuñada, Lee, y nos cuenta todo el arco de esa relación, desde las miradas de deseo iniciales, pasando por el cortejo y la seducción, hasta la ruptura. Por supuesto, esa relación tendrá consecuencias en el matrimonio de Hannah, que no comprende qué le sucede a su marido -un hombre egoísta, mentiroso, mezquino pero también real, humano. Al hilo de ese argumento -mínimo-, Allen nos cuenta cómo el tiempo -en forma de celebraciones familiares- va pasando sobre este grupo humano (y sobre el primer marido de Hannah, Mickey, interpretado por Woody Allen, un productor televisivo que entre en crisis existencial después de una falsa alarma de cáncer).
Si la especie humana se extinguiera, las películas de Woody Allen serivirían para dar cuenta exacta de cómo era el hombre perteneciente a la burguesía acomodada e ilustrada en el Nueva York de finales del siglo XX y principios del XXI (y, por extensión, del ser humano), y de hecho sus películas son como capítulos diferentes -así parece indicarlo el que sus títulos de crédito sean siempre idénticos- de un gran fresco social y vital. Y en ésta -para mí, la más redonda, la indiscutible obra maestra de su autor-, Allen reflexiona sobre grandes temas con la naturalidad y la aparente sencillez de los genios: las relaciones de pareja, el sentido de la vida y los vínculos familiares son vistos de una forma amable, dulce, pero también melancólica, pesimista. El ser humano aparece descrito en toda su pequeñez: ansía el amor, pero cuando lo tiene, no sabe apreciarlo. El amor, que hace surgir en quien lo siente los más hermosos sentimientos, es inconstante, volátil, caprichoso, vano. Quien hace años nos producía enojo, por arte de magia puede llegar a encandilarnos.
La familia, en cambio, es el sostén necesario, la bendición. A pesar de los egoísmos, de las mentiras, de los desencuentros, la familia aparece como la red que nos recoge cuando caemos.
El sentido de la vida aparece tratada de forma tragicómica, con una frescura y un tono agridulce que sólo los grandes genios pueden emplear. El asedio de la enfermedad y el temor a una muerte inminente acaban desencadenando en Mickey, el exmarido de Hannah, una auténtica crisis: primero se plantea la necesidad de adoptar una religión (inolvidable la escena en que Mickey vuelve de hacer compras y saca de la misma bolsa libros religiosos, botes de mayonesa y crucifijos) y, a la deriva, después de un intento de suicidio frustrado, acaba recuperando el convencimiento de que la vida merece la pena en un cine, delante de unas delirantes imágenes de los hermanos Marx.
El amor de Allen por sus personajes, por los seres humanos, vuelven la película cálida, entrañable, y el pesimismo y el humor se entrelazan de una forma única. Cuenta lo mismo que todas sus películas, cierto, y utiliza la misma forma, pero ésta fue la primera vez en que presentó su universo temático de esa manera tan reconocible hoy día. Antes de Hannah y sus hermanas ya habló de los vaivenes sentimentales del ser humano en Annie Hall, en La comedia sexual de una noche de verano y en Interiores, pero el relato coral que luego presidiría su cine empezó en esta película. Y a ella pertenecen algunas de esas escenas que uno ya nunca podrá olvidar: Caine corriendo por la manzana para hacerse el encontradizo con su cuñada; Woody Allen en una cita desastrosa con Dianne Wiest; una comida tormentosa de las tres hermanas...
Estamos acostumbrados a ver una película anual de Woody Allen y hemos llegado a acostumbrarnos a ese privilegio como si fuera lo más natural del mundo. Yo me siento orgulloso de ser su contemporáneo.


miércoles, 22 de junio de 2011

Ojos sin rostro



De vez en cuando el horror sirve de vehículo a una extraña poesía, difícil de explicar pero facilísima de percibir. Frankenstein y La novia de Frankenstein, de James Whale, La parada de los monstruos, de Tod Browning, o las más modernas Sleepy Hollow, de Tim Burton, o Inseparables, de David Cronenberg, son muestras de este aserto. Ojos sin rostro, de Georges Franju, nos ofrece, a través de un argumento arquetípico (científico desquiciado que rapta a jóvenes y roba sus caras para devolver a su hija el rostro que perdió en un accidente), un derroche de intuiciones visuales sorprendentes, de asociaciones deliciosas y turbadoras. El relato se ampara en la tradición de lo gótico -mansión perdida en el bosque, laboratorio secreto, hileras de jaulas para perros que aúllan todo el tiempo- y añade perlas de poesía. Desde el mismo título -evocador, sugerente, paradójico y sin embargo literal-, Franju ofrece a sus espectadores una delicada reflexión sobre el amor paterno, sobre la importancia del rostro en la construcción de la propia identidad y sobre la generosidad de los que sufren. Contemplar a la joven protagonista con su máscara blanca, inquietante, andando ingrávidamente por los pasillos y estancias del palacete donde vive recluida, nos transmite de golpe su extrema sensibilidad, su tormento, su delicadeza. En la escena de la liberación de los perros (y en toda la parte final) y de los pájaros, el director da rienda suelta a esa poesía que antes había estado contenida y ahora, en el clímax, se abren las compuertas para dejar embobado al espectador con esa mezcla única de horror y de poesía.
A la atmósfera -elemento fundamental de la película- contribuyen una fotografía espléndida en blanco y negro y una música febril (a medias hipnótica, a medias ensoñadora) que enhebran elementos de muy distinta procedencia: tenemos el mad doctor (en la mejor tradición de Frankenstein) que acaba, por amor, convirtiéndose en el hombre del saco; el relato de terror con un sustrato de erotismo sublimado (son mujeres jóvenes las que desaparecen misteriosamente); el relato policíaco, el psicológico, el fantástico... Franju se atrevió a planos imposibles en su época por su crudeza (ese plano fijo espeluznante de la operación) y a mezclar todo ese horror con una poesía que algún crítico tildó de cursi en su momento. Nada más lejos de la cursilería que esta obra maestra del cine y de la hibridación de géneros, de la sensibilidad y de la eficacia narrativa.


martes, 14 de junio de 2011

La jauría humana



Una pequeña ciudad en el Sur de los Estados Unidos. Un sábado. Mucho aburrimiento. Prejuicios, habladurías, hipocresía, mezquindad. Bubber se escapa de la cárcel y en la pequeña ciudad esa huida despierta curiosidad en unos, temor en otros, morbo en todos. Y el tedio de la existencia, que hay que llenar como se pueda. Y un sábado tarda tanto en pasar...
Con esos mimbres Lillian Hellman construyó un espléndido guión -basado en la novela de Horton Foote- en el que se analizaban los mecanismos sociales que conducen al linchamiento. Bubber (Robert Redford), el preso huido, no es más que un muchacho más travieso de la cuenta que acaba pagando por sus amigos decentes y, sobre todo, un hombre con mala suerte, una víctima social. Para poder sentirnos respetables, necesitamos la figura del delincuente, y la ciudad ha creado a Bob para que sus conciudadanos puedan sentirse libres de culpa. Por eso, cuando Bubber escapa -y todo parece indicar que se dirige a la ciudad- sus ciudadanos, por una parte, se ponen a temblar, y, por la otra, se prepara para la diversión. Su mujer, Anna (Jane Fonda), tiene un romance con Jake Rogers (James Fox), hijo de un potentado local, Val Rogers (E.G. Marshall), que justo ese día celebra su cumpleaños. James lleva toda la vida obedeciendo a su padre y disgustándolo, a partes iguales. Para complacerlo se casó con una mujer a la que no quería, porque su amor de siempre fue Anna. El sheriff Calder (Marlon Brando) intenta poner coto a los excesos de los que intentan sofocar el vacío de sus vidas con la violencia (racista o no), y tiene que aguantar las habladurías de los lugareños, que le suponen al servicio del ricachón. Los padres de Bubber, la mujer del sheriff (Angie Dickinson) un gris empleado de Val Rogers (Robert Duvall), su insatisfecha esposa, su amante y vecinos que puntean la acción con sus comentarios maliciosos completan un grupo social deslumbrante. La visión que Penn nos ofrece sobre el grupo social es desoladora: la maledicencia, la envidia, el hastío, el alcohol, la maldad parecen ser los motores de ese grupo, necesitado de víctimas propiciatorias. La conocida tendencia norteamericana al linchamiento, a la violencia ciega, brutal, resulta analizada de forma brillante por su guionista, que no en vano estuvo acusada de actividades antiamericanas durante los cincuenta. Su mirada crítica, izquierdista, no deja títere con cabeza: los ricos compran a la gente (o lo intentan), la clase media se ahoga en su afán por medrar o en su grisura, los pobres se limitan a sobrevivir y a ser maltratados por el resto. Los únicos personajes positivos son el sheriff y su esposa, que intentan mantener su independencia en medio de una sociedad enloquecida, la esposa del fugado y el hijo del acaudalado Val Rogers, que son justamente los únicos personajes que  se apartan del grupo social e intentan llevar una vida más ajustada a sus propios deseos que a los de sus vecinos.
En el momento de su estreno, La jauría humana fue un fracaso de taquilla, y no es extraño: el espejo que les mostraba a los norteamericanos no era complaciente. Aunque la consideración de la industria le llegó a Penn al año siguiente, con Bonnie and Clyde, La jauría humana es una obra maestra que merecería mayor reconocimiento. Por su guión -que hace avanzar de forma magistral la trama y enrarecerse la atmósfera de esa ciudad, de esas vidas-, por sus interpretaciones, por su narración, pausada y firme, por su fotografía...
En la memoria queda, sobre todo, la sensación de una derrota, la de un sheriff que intenta aplacar la violencia ciega y que no puede evitar sucumbir a ella en una escena imposible de olvidar. Y el convencimiento de que la mirada del director sobre la naturaleza humana -tan pesimista- no anda desencaminada.