martes, 15 de marzo de 2011

Origen



La inconsistencia de la vida, de lo real, era el centro de La vida es sueño, de Calderón, igual que de tantas otras obras del Barroco, el arte que elevó el pesimismo de una época de crisis a un nivel sublime. Si nos fijamos, en las últimas décadas empiezan a ser recurrentes las películas que muestran la vida como una apariencia, como un simulacro, un sueño, una sombra de algo. ¿Signo de desconfianza en la realidad, de crisis en la perspectiva del hombre sobre el mundo? Quién sabe. Harán falta tiempo y distancia para poder enjuiciar nuestro tiempo. Pero quizá no sea casual que obras tan dispares como El show de Truman, Matrix, Shutter Island, El sexto sentido, El club de la lucha, La isla u Origen muestren una realidad que en realidad es un engaño, un sueño, un simulacro, una distorsión.
Origen, la última obra de Christopher Nolan, se presentaba -como todo lo que hace su prestigioso director- con un halo de gran obra que, desde mi punto de vista, está absolutamente injustificado. Memento, esa obra originalísima y arriesgada hasta el extremo (pero también manierista y, en el fondo, un poco hueca) extendió una alfrombra roja a los pies de su director que hace que una legión de seguidores jaleen todos y cada uno de sus estrenos. Es cierto que es un buen director, que tiene una mirada propia, pero también que hay una solemnidad en su tono, una autocomplacencia, que hace sospechar que se considera a sí mismo un genio y que lo vuelve -al menos, eso me pasa a mí- algo antipático. Origen es un cine original en su puesta en escena, pero toda la supuesta originalidad -valga la redundancia- del argumento (que tan secretamente se llevó, como si fuera una gema de incalculable valor) acaba desembocando en una película de acción con más pretensiones que otra cosa. Todo el cuidado en diseñar ese mundo donde es posible ingresar en los sueños y las mentes ajenas con diferentes finalidades es verdad que sorprende en la primera parte de la película, la de la exposición. Pero, una vez que el espectador ha asimilado lo que está sucediendo y las características de la misión de los protagonistas, Origen se convierte en una película de acción trepidante, con la única particularidad de que la acción, al transcurrir en un sueño que a su vez transcurre en un sueño que a su vez transcurre en un sueño, se eleva al cubo. Está bien planificado todo: el espectador, superado el impacto inicial, no se pierde en esa maraña de sueños, y es ingenioso el tratamiendo del tiempo en cada nivel del sueño y la mirada melancólica hacia los amores del pasado. Pero no nos encontramos ante La Obra Grandiosa que su autor pretende, sino ante una interesante película de acción que, a veces, cae en la banalidad (toda la parte de la persecución y tiroteo en el búnker en la nieve parece extraída de una mala película de James Bond). Me habría encantado que el original planteamiento se hubiera desarrollado en una historia a su altura, pero no es así. Es una buena película de acción con interesantes planteamientos, pero tendremos que esperar a ver si Nolan consigue superar el listón de su ópera prima, que, hasta ahora, sigue siendo su cima.


domingo, 13 de marzo de 2011

Downton Abbey



Cójase un buen trozo de Arriba y abajo; añádasele el aroma de las novelas de Jane Austen, la estructura de un culebrón (contenido, como corresponde a los británicos), la intención de Gosford Park y el mundo de La regla del juego, y saldrá un producto bastante parecido a Downton Abbey, una serie de siete capítulos de una hora en la que el creador, Julian Fellowes, consigue una narración fluida, atenta al detalle, con un montón de personajes que al espectador no le resulta difícil seguir (Casciari ensalza sobre todo esta característica) ni identificar. Pero lo auténticamente meritorio es que, contándonos otra vez la misma historia, volvamos a picar el anzuelo y nos dejemos seducir por ese mundo habitado a la par por señores y criados, un mundo de normas rígidas que vuelve casi irrespirables las vidas de quienes lo habitan. 
La serie comienza cuando llega a Downton Abbey -la propiedad en torno a la cual girará gran parte de la trama- la noticia de que los herederos naturales de los condes de Grantham, que sólo tienen hijas, han fallecido en el hundimiento del Titanic. Esa noticia, y la posterior llegada del heredero más cercano -un aristócrata pobre, más próximo a la clase media que a la encopetada familia que habita el lugar- convulsionará un manojo de vidas y servirá al creador y guionista de la serie para mostrar un mundo en decadencia: de hecho, son frecuentes en la serie las alusiones a los nuevos cambios que están llegando (la electricidad, las cosechadoras, el teléfono, la lucha por el voto femenino) y que la rígida aristocracia tiende a rechazar sistemáticamente. Una clase social incapaz de adaptarse al cambio de los tiempos, y necesitada al mismo tiempo de ello, porque es consciente del absurdo del mantenimiento de según qué viejas tradiciones familiares. El piloto especialmente consigue la difícil tarea de mostrar dieciocho vidas entrecruzadas y perfectamente delimitadas. Dieciocho vidas sometidas a la esclavitud de la tradición y sus secuelas, los prejuicios; obligadas a reprimir los deseos y, de no hacerlo, a vivir en una continua hipocresía. 
Conforme la serie avanza, la dureza en la descripción de ese mundo se va ablandando y todos los personajes -excepto dos, los malos de la función-, por debajo de los rituales y los envaramientos, son dignos de aprecio, compasión y cariño. El hecho de que los señores sean benévolos, paternales, generosos, acaba restando tensión (social) dramática, y la separación entre buenos y malos (éstos últimos, de campeonato) acaba inscribiendo la serie en el terreno del culebrón. Un culebrón magníficamente elaborado, cuidado hasta en sus mínimos detalles -bendita ambientación británcia-, un gozo para la vista, la inteligencia y el resto de los sentidos, pero un culebrón al fin y al cabo. Un mundo y una estructura perfectamente reconocibles, que hacen sentirse al espectador como en casa, una casa con mucho lujo a la que, de vez en cuando, le apetece volver para pasar una temporada.


miércoles, 9 de marzo de 2011

Yo soy la Juani



Tengo el convencimiento de que las películas de Bigas Luna nacen de una imagen original, una imagen potente a la que el director se entrega igual que a una amante. Se entusiasma, la besa, le hace el amor y se engaña al fin, porque esa imagen, por sí misma, no es una película. Sólo un germen, un embrión. Él, absolutamente convencido de que cualquier cosa que surja de esa imagen va a merecer la pena, realiza películas que hacen agua por el mismo sitio: el guión. Desde el Bigas Luna interesado en ambientes malsanos, morbosos e impactantes (el de Bilbao o Caniche) al cronista de la España de los ochenta y noventa (Jamón, jamón, Huevos de oro) o al erotómano (más o menos) sofisticado (Las edades de Lulú, La teta y la luna), sus películas -siempre desiguales, siempre descompensadas- dan rabia, porque hay una mirada muy personal que a menudo se acaba evaporando por la ausencia de una buena historia. Igual que Jamón, jamón surge de una pareja que hace el amor debajo del toro de Osborne, Yo soy la Juani nace del intento por retratar un mundo inédito en nuestro cine: el de los macarras y sus novias, los coches tuneados, la discoteca, las grandes superficies y el extrarradio, asfixiante. Pero ese intento -interesante como punto de partida- fracasa por culpa de una historia que no es tal: las idas y venidas de la protagonista, una cajera con aspiraciones a actriz, se ganan la simpatía del público, pero bien pronto, por falta de un guión sólido, acaba desinteresando y cayendo en el tópico. Junto a momentos muy conseguidos -Juani, cuando le piden que cante y baile para una prueba, baila y canta un rap poligonero y deja al descubierto su falta de educación, la estrechez de su horizonte-, encontramos momentos increíbles o inanes -el "pez gordo" que acaba durmiéndose en el sofá, la borrachera agresiva del padre. Y, sobre todo, la sensación de un déjà vu más bien desagradable. El recurso a montajes y a imágenes de estilo hip hop contribuyen también a que el espectador se acabe desenganchando de ese tren, que acaba cayendo el precipicio del aburrimiento. 
A pesar de todo, merece la pena por esas pocas imágenes potentes de su director y por la interpretación de Verónica Echegui, voluntariosa -como su personaje- e inspirada.
(Di-Di Hollywood, la continuación de esta película, ha recibido múltiples varapalos, pero ésa es otra historia).

domingo, 6 de marzo de 2011

Episodes



Me habría gustado hacer una introducción como dios manda para esta reseña, pero acabo de ver el último episodio de Episodes -valga la redundancia interlingüística- y no puedo elaborar un discurso coherente: tan boquiabierto y entusiasmado estoy. Son siete episodios producidos por la BBC y Showtime -la misma de Dexter y de Weeds-, con un ritmo endiablado, un guión insuperable y unos actores, como se suele decir en las críticas, en estado de gracia. El argumento, contado aquí, va a sonar a trillado, pero los guionistas saben extraer oro puro de la situación: Sean y Beverly, dos exitosos guionistas ingleses galardonados en los BAFTA por cuarto año consecutivo, son contratados por un productor norteamericano para realizar un remake de su serie en los E.E.U.U. Pero a medida que el lujo del país, el mal gusto del productor y otras circunstancias empiezan a dar zarpazos a la distinguida serie británica, todo se empieza a liar. De entrada, el personaje del viejo, inteligente y cultivado director de una residencia de estudiantes ha de ser interpretado por ¡Matt LeBlanc! (sí, el Joey de Friends, que en esta serie se ríe de sí mismo, de su personaje y del mundo entero), cosa que obliga a los guionistas a ir cambiando elemento tras elemento... La crítica a Hollywood, a la falsedad, la simpleza y el mal gusto americanos, a los ingleses y su  mal disimulado complejo de superioridad con respecto a los primeros, a su larga historia y sus tópicos -la ironía, el té, la clase-, todo se mezcla en una obra graciosa, con chispa, que recuerdan en el tema a El juego de Hollywood (¿recordáis cómo iba cambiando la historia y el cásting de la película dentro de la película?), pero con un tono de comedia amable, algo ácida, que deja en el espectador ganas de mucho más. Siete capítulos de media hora que cierran la historia pero que podrían -y espero que así sea- ser continuados en un futuro inmediato si las audiencias son propicias. Hay gags memorables -la puerta que habla cuando se abre, las columnas de mentira-, situaciones ingeniosas, personajes tiernos o grotescos (o tiernos y grotescos, como el de Matt LeBlanc) y un profundo amor por la historia que se está contando. Hay tanto cachondeo sano (y malicioso) sobre las dos maneras de ser y de hacer las cosas (la británica y la norteamericana), que a uno le gusta imaginar que el guión ha sido escrito a cuatro manos por un matrimonio mixto: un cónyuge de cada país. Pero no es así: está firmado por Jeffrey Klarik y David Crane (uno de los creadores de Friends), y es de lo más redondo que un servidor ha visto en comedia en los últimos años. 




jueves, 3 de marzo de 2011

Poesía



Un nombre imposible más para mi castigada memoria: Lee Chang-Dong. El director de Poesía muestra, en una narración pausada y rica -como el río con que empieza y termina el film-, la vida de Mija, una sexagenaria que vive en una ciudad innominada de Corea. Su vida no es un lecho de rosas: la hija vive fuera y es ella quien se ocupa del mantenimiento y la educación del nieto, un adolescente huraño y violento. Por otra parte, el médico acaba de diagnosticarle un incipiente alzheimer. Y, a pesar de todo, es una mujer sonriente, delicada, acostumbrada a pasar por todo el fango de la realidad sin mancharse demasiado. Ver a la viejecita vestida con elegancia insólita en el barrio, contemplar su caminar elegante, nos hace consciente de que Mija es un espíritu diferente, incontaminado. Y, al final de sus días de conciencia, se propone una tarea que siempre ansió: aprender a escribir poemas. Por eso acude a un taller literario y se enfrenta a la tarea de la creación poética. La belleza como absolución de todas las fealdades de la vida, incluso como una forma de redención, es el tema central de esta obra hermosa, pausada, atenta a los pequeños gestos más que -a pesar del título- a las palabras. 
Poesía es también una reflexión sobre el paso del tiempo, la destrucción de la memoria y, sobre todo, la constatación de cómo ese paso del tiempo consigue instalarnos en un mundo cada vez más incomprensible. La figura del nieto -violento, haragán, maleducado, inhumano- se nos antoja una pesimista visión sobre un presente demencial, que debería no ignorar un pasado -la abuela- del que debería aprender mucho para alcanzar algún sentido. 
Una película hermosa, discreta y tímida, como su protagonista, que demuestra unas dotes interpretativas soberbias, merecedoras de todos los premios del mundo.

martes, 1 de marzo de 2011

Valor de ley



Los Coen nunca han mirado bien a sus criaturas. Desde los lejanos tiempos de Sangre fácil hasta la actualidad, las películas de Joel y Ethan son un muestrario magníficamente surtido de imbéciles, torpes, mediocres, ególatras, seres patéticos que nunca son conscientes de sus enormes limitaciones. Para los Coen, el ser humano es una calamidad, una criatura zarandeada por el mundo -implacable- y por sus propias pulsiones, que casi siempre suelen empujarlo al dinero, el sexo, el ego o al poder. Pero casi nunca consigue lo que busca, porque es tan torpe que, en la consecución de sus metas -siempre prosaicas, siempre ilusiorias-, suele estropearlo todo. Para los hermanos de Missouri, el mundo es un caos, algo sin sentido . Pienso en Fargo, en El gran Lebowski, en Quemar después de leer, y la distancia con que sus autores miran el mundo que han creado, y a sus criaturas, es insalvable. Es como si los Coen se sientieran muy por encima de ese mundo que presentan, sabedores de su propia inteligencia y superioridad, y por eso a menudo hay una mirada cruel  -cuando no enigmática- sobre esas personas. Su amor por los personajes grotescos, presuntuosos, violentos o rijosos son una marca de la casa, igual que sus imágenes perfectas, su sentido casi matemático de la narración, sus guiones a menudo milimétricos, su gusto por la deconstrucción y el homenaje a los géneros. Son una de las grandes voces del cine contemporáneo, a pesar de que sus películas no siempre están a la misma altura, como es natural.
En la de hoy, Valor de ley, quizá por provenir de una obra ajena a ellos, encontramos, para variar, una mirada más compasiva sobre los seres humanos, sus afectos y sus lazos, y eso otorga una rara cualidad humana a este film, que contrasta con la negrura, el pesimismo de su cine. Las relaciones que se establecen entre Mattie Ross, la niña que quiere vengar la muerte de su padre, y los dos hombres que la ayudan en su tarea (un borracho cazarrecompensas, genial Jeff Bridges, y un ranger de Texas, interpretado por un excelente Matt Damon), son al principio frías pero, poco a poco, acaban formando un equipo bien compenetrado. Entre los dos hombres surgen disputas (no en vano uno representa la vejez, la sabiduría, el estar ya de vuelta de todo, y ha conocido todo de lo que el ser humano es capaz, y el otro representa la juventud, el afán, la inexperiencia, la nobleza de carácter -aunque también la arrogancia, la petulancia-), pero acaban los dos comiendo en la mano de una niña de catorce años que los maneja con su inteligencia y su obstinación sin límites, una niña redicha, sabelotodo, que acaba robando el corazón de sus acompañantes y del espectador. En la película hay espacio para el humor (no son pocas las situaciones en que quedan a la vista los defectos de los dos acompañantes, pero sin la distancia, sin la crueldad que suele ser habitual en el cine de los Coen), pero también para la emoción, para la crueldad, para el lirismo. Al acorde de una música de piano melancólica (obra de su habitual Carter Burwell) se van desgranando las imágenes majestuosas, clásicas, de una narración que se inscribe en el más puro western, por mucho que sus autores afirmen que no intentaron crear un western, sino la adaptación de una novela que sucedía en esa época. Un western melancólico, sucio, que presenta un mundo caótico (como sin duda debió de serlo), donde el imperio de la violencia es la única ley. Y, en mitad de ese mundo salvaje, podrido, despiadado, la inocencia de una niña que quiere vengar a su padre se convierte en una fuerza capaz de enfrentarse con todas las amenazas y de dar un sentido a todo.
Los Coen ya tenían en su haber grandes obras maestras, pero ésta, desde mi punto de vista, está a la altura de Fargo o de Muerte entre las flores.