lunes, 28 de febrero de 2011

El desprecio




Paul es un guionista que acepta la oferta, al principio de la película, de un arrogante productor americano: escribirá el guión de una versión de La Odisea dirigida por Fritz Lang, interpretándose a sí mismo. El productor le echa el ojo a la mujer del guionista, Camille -una Brigitte Bardot en la cumbre de su belleza-, e intenta llevársela al huerto. Ésta asiste, consternada, a cómo su marido la vende al productor, a cambio del contrato. Así obtendrá la cantidad de dinero suficiente para acabar de pagar el piso, para vivir sin estrecheces. Eso hace que el amor de Camille se transforme en desprecio.
Ése es el argumento. Claro que habría que añadir que hay todo un juego de referencias: el guionista es Ulises, el productor, Neptuno -causante de los males del rey de Ítaca-, y la mujer, Penélope. Y hay más: continuas parrafadas literarias -muy del gusto de la nouvelle vague y de Godard en concreto-, un uso de la música casi minimalista -la melodía, escrita por Delerue, se repite, siempre idéntica, una y otra vez, venga o no a cuento-, reflexiones metaliterarias y, sobre todo, un afán hipertrofiado por ser original, peliculero, genial: desde los títulos de crédito (una voz va recitando los participantes en el film mientras una cámara, rodando, se va acercando al espectador y lo enfoca, como significando que lo que éste va a ver reflejada en la película va a ser su propia experiencia), a la misma escena pasada por diferentes filtros (la celebérrima escena del principio). Se trata de una película que, vista hoy, puede exasperar, no tanto por sus pretensiones, por su autoconciencia artística, sino por los personajes que Godard dibuja: son caprichosos, de reacciones imprevisibles, sin lógica, insufribles. Paul, el guionista, lleva siempre un sombrero -incluso en el baño- por adoración a Dean Martin; Camille, la esposa, deja caer unos platos en la cocina en un descuido y acto seguido decide dejar todo lo roto en el suelo para salir a dar un paseo. Los personajes no siguen más lógica que la del capricho de su director, que quiere ser original, innovador, a cualquier precio. Quiere discursear sobre la creación artísitica, sobre la prostitución del artista, sobre la inocencia de los clásicos y la imposibilidad de esa inocencia hoy día, sobre la crisis conyugal, sobre Hollywood, sobre la irreversibilidad de los sentimientos, pero yo no estoy muy seguro de que lo consiga. 
Lo que sí consigue una vez más -y casi me molesta- es encandilarme con sus imágenes hermosísimas, casi hipnóticas. Y tiene mérito, porque son mil las razones por las que esta película -como muchas otras de las suyas- debería molestarme, pero el portento de esa cámara, de esa mirada, me arrastra una vez más, como una marea. Qué pena que Godard, ese gran genio de la imagen, perdiera tanto tiempo y tanto esfuerzo en intentar escandalizar y épater les bougeois y demostrar una profundidad más impostada que real, cuando tenía -y supongo que sigue teniendo, aunque no he visto Film socialisme- la magia de las imágenes en sus manos.


lunes, 21 de febrero de 2011

Shortbus



Shortbus es el nombre de un local extraño, mezcla de club de sexo y de espacio cultural alternativo (de difícil verosimilitud, todo sea dicho, pero quíén sabe: son tan raros estos americanos...), y es el lugar donde las vidas de los diferentes protagonistas se van a cruzar: James y Jamie, una pareja homosexual que busca, a instancias de Jamie, abrir la relación a otras experiencias; su terapeuta sexual, una mujer que nunca ha conocido el orgasmo, en compañía de su marido; Severin, una dominatrix dominada por la tristeza y la sensación de vacío; Ceth, un joven prendado de James y Jamie, y Caleb, un vecino que no deja de espiar a la pareja. Todos los personajes buscan en el sexo una vía de realización personal, y la visión del mismo es completamente desprejuiciada, luminosa. Y en eso reside lo más notable de la película, lo que la convierte en un especimen raro dentro del cine actual (y, sobre todo, dentro del norteamericano): su tratamiento del sexo, que es explícito hasta límites antes nunca vistos en el cine no pornográfico. Esto la convierte en un interesante experimento: el espectador tiene ocasión de contemplar escenas de orgía, cuerpos que no dejan de follar, penes erectos, eyaculaciones, masturbaciones, tríos, cuartetos, y, sin embargo -y esto es lo más interesante de todo-, la mirada limpia de su director, James Cameron Mitchell, otorga a sus imágenes el don de la transparencia. Si se va a reflexionar sobre el papel del sexo en el mundo contemporáneo, era necesaria esa explicitud, llevando a su plenitud lo que ya estaba apuntado en Nine songs o en Intimidad. Un personaje que no siente el orgasmo, otro que no se atreve a pedir a su pareja que cumpla sus deseos -masoquistas, en este caso-, otro que sufre por no acabar de entregarse completamente a su pareja. Parejas y solteros aparecen igualmente solitarios, quebradizos, frágiles, deseosos de un cambio que no saben cómo acometer.
La película se acaba contagiando del espíritu underground del local que le da título, y desde ese presupuesto todo lo que sucede -por inverosímil que pueda parecer- tiene justificación. Los disfrutes del cuerpo tienen buena parte de importancia en los del alma, y toda la carnalidad de la película se acaba convirtiendo en una abstracción sobre el ser humano, su felicidad y sus sufrimientos en un marco estrictamente contemporáneo. No he visto Hedwig and the angry inch, pero el visionado de esta película me ha despertado las ganas de disfrutarla.


martes, 15 de febrero de 2011

El masajista




Diferentes festivales -en especial el de Cannes, tan selecto- se han empeñado en dar a conocer mundialmente las películas de cinematografías esquinadas, y en estos años le está tocando el turno a la filipina, entre otras. Brillante Mendoza y Raya Martin ya han sido catapultados a la categoría de cineastas de culto, y sus obras pretéritas ya no pueden ser miradas sino con una cierta devoción, con atención cinéfila. 
No quisiera pecar de exigente tratándose de una ópera prima, pero El masajista, de Brillante Mendoza, no es nada del otro mundo. Se trata de una película discreta, llena de torpezas, y también de aciertos aislados. Quizá el aire amateur que se desprende del conjunto es algo buscado, pero da la sensación de que el director ha intentado hacer virtud de la escasez de medios, lo cual es perfectamente legítimo siempre, y más en una cinematografía tercermundista. Al menos el director no ha caído en la tentación de tantos auteurs, la de oscurecer su discurso para hacerlo parecer interesante. 
El masajista del título es Iliaco, un joven de veinte años que trabaja en un local de masajes y prostitución para gays, aunque él es heterosexual. Durante todo el metraje, la película nos narra dos acciones paralelas: por una parte, el encuentro con uno de sus clientes, desde que éste entra hasta que sale. Masajista (chapero) y cliente hablan y establecen una relación que, por un momento, parece que va a sobrepasar lo estrictamente mercantil. El cliente trata al chapero con desapego, incluso con desprecio -él es escritor, perteneciente a una casta superior- y al final lo estafa, no acaba de pagarle todo el dinero que acordaron. En montaje paralelo, y con textura de cámara de vídeo, el director superpone otra trama: Iliac viaja hasta la casa familiar para visitar a su padre enfermo y se entera de que ha muerto. Esta segunda trama nos cuenta, con pormenor de detalles, todo el ritual del amortajamiento, velatorio, entierro y nuevo viaje hacia el punto de partida. Asistimos a los orígenes de Iliac y nos explicamos que se dedique a cualquier cosa con tal de huir de ese barrio, de ese mundo. El padre abandonó a la familia y sólo volvió cuando se supo herido de muerte por la cirrosis. Sólo al final descubrimos -cuando Iliac cree ver el rostro de su padre muerto en la del cliente- que la primera trama es posterior a la segunda, un poco a la manera de Tarantino. Es el único manierismo del film, que por otra parte es transparente, carente de artificios significativos.
Ese mundo sórdido no está tratado de forma morbosa, sino con total naturalidad. Asistimos a una jornada laboral rutinaria: conversaciones de espera de los chaperos, billar y baloncesto nocturno, y luego, el trabajo extenuador con el cliente: primero un masaje completo -agotador- y luego los "servicios"; el chapero acaba su jornada y sale: su novia lo espera en un taxi y se marchan. El último plano, idéntico al primero, nos muestra la entrada de un nuevo cliente y volvemos a escuchar las mismas palabras del proxeneta anunciando su mercancía. oídas justo en el comienzo del film. En ese momento el director descubre las cartas que había estado insinuando desde el principio: la pobreza empuja a conseguir dinero a cualquier precio. Aunque la película no juzga ni discursea -afortunadamente-, percibimos gracias a la estructura circular qué clase de vida indigna va a llevar el pobre Iliaco, día tras día, hasta que su cuerpo se marchite. Es la metáfora del tercer mundo, condenado a prostituirse a cualquier precio.
Las buenas intenciones del film chocan con la torpeza de muchas secuencias, con la inanidad de lo narrado, que hace que el espectador se pregunte muchas veces qué sentido tiene seguir asistiendo a esa lista de actos insignificantes. Pero ya digo: se trata de una ópera prima. Espero que el resto de la filmografía de Brillante Mendoza sea más interesante, a juzgar por lo que visita la Croisette. Ya veremos.

Grupo salvaje



Los héroes han dejado de ser jóvenes, van sucios, y para no morirse de hambre se han dedicado a robar y asesinar impunemente. Es lo que tiene la decadencia: que los buenos se acaban convirtiendo en algo que ya no se sabe bien qué es. Ya no recuerdan a amores pasados mientras descansan por la noche haciendo sonar la armónica, con su cabeza en la montura, bajo el cielo estrellado del desierto, sino que se desahogan con putas mexicanas. Y, sobre todo, beben: whisky si están en una parte de la frontera, tequila si en la otra. Pero un resquicio de humanidad anida en ellos, y, de vez en cuando, recuerdan las personas decentes que fueron. Y surge, potente, el antiguo sueño de ser fiel al propio código, el que te permite mirarte al espejo cada mañana sin avergonzarte, aunque la consecuencia de esa fidelidad pueda ser la muerte. Ése es el mundo que nos presenta, de forma melancólica y amarga, el clásico de Sam Peckinpah Grupo salvaje.
La sinopsis es bien conocida: un grupo de atracadores son perseguidos por cazarrecompensas, y recorren la frontera de Estados Unidos y México para ponerse a salvo y para dar el último golpe, el que les permitirá retirarse: robar unas armas del ferrocarril y entregarlas al ejército mexicano. Ya son demasiado maduros, están demasiado cansados, sus huesos ya no son los de antes, y no son unos santos: no dudan en matar a inocentes, en arriesgar vidas de niños o de mujeres. En una narración pausada y -suele decirse- crepuscular, Peckinpah entrevera la descripción de unos paisajes áridos, duros como el alma de los personajes, y la narración lenta, implacable, de las consecuencias de esa última  misión. Y el resultado es una película hermosísima, triste, pesimista, contundente como un puñetazo en el estómago, una elegía a un mundo que, si alguna vez fue hermoso, ya está desapareciendo, corrompido por el afán de dinero. Es el dinero el que ha podrido el alma de los protagonistas, el de sus perseguidores, el del ejército. En medio de todo eso, de vez en cuando -sólo de vez en cuando-, asoman los jóvenes risueños que fueron, los que jugaron ilusionados con muchachas y sintieron la camaradería, la amistad. En nombre de esos jóvenes actúan los protagonistas al final. Ver a los cuatro internarse en el infierno con paso lento y decisión es una de esas escenas que uno no olvida.
Se habló mucho en su momento del tratamiento abusivo de la violencia en Peckinpah, pero ¿quién se acuerda en estos días de aquella polémica? Lo que nos queda es sabor a polvo del desierto en la boca, tristeza, la conciencia, después del visionado, de que se trata del último clásico del western propiamente dicho. Lo que vino después (Sin perdón) fue otra cosa.

lunes, 14 de febrero de 2011

Pan negro



Nuestro cine está lleno de niños que miran. Niños silenciosos, a veces sorprendidos, recorren el metraje de muchas de las películas que muestran nuestro pasado. Películas donde el lirismo se antepone a la narración y en las que esa inocencia que brilla en los ojos infantiles acaba desapareciendo cuando comprende el mundo corrompido de los adultos: la realidad es demasiado fea para permitir la inocencia durante mucho tiempo. La Ana Torrent de El espíritu de la colmena, la de Cría cuervos, el Andoni Erburu de Secretos del corazón, la Clara Lago de El viaje de Carol, la Ivana Baquero de El laberinto del fauno, todos miran desde algún rincón, aprenden a estar callados y a intentar descifrar el misterioso mundo de los adultos, llenos de violencia, secretos, rendiciones vitales, prostituciones morales. Es cierto que se trata de películas muy diferentes en intención y estilo, pero comparten un denominador común: esa mirada. Y a esa lista viene a sumarse Pan negro, reciente producción catalana dirigida por Agustí Villaronga.
Pan negro, aun teniendo un innegable carácter lírico, posee algo que sus hermanas no tienen: un guión sólido, trabado, que va haciendo avanzar la historia por un reguero de descubrimientos -nosotros los hacemos al mismo tiempo que Andreu, el niño protagonista- que nos enfrentan a lo peor de una guerra: la posguerra de los vencidos, su prostitución moral. En El espíritu de la colmena, más que historia, había poesía, sugerencias desoladas, al igual que en Cría cuervos o La prima Angélica. La censura obligaba en el tiempo de estos films a sugerir más que a mostrar, a no decir. Cuando llegó la libertad de expresión, la inercia ya estaba creada, y los films que siguieron, ya fueran con un tono más amable (Secretos del corazón, El viaje de Carol), ya con un tono más fantástico (El espinazo del diablo, El laberinto del fauno), continuaron esa tónica poética. En ese sentido, Pan negro no es más de lo mismo, como muchos podrían pensar -"otra de la guerra civil, y con niño", suspiran los detractores del cine español-, sino una película que renueva lo que podríamos considerar como un género. Desde las imágenes iniciales (impactantes), el espectador sabe que hay misterios por desvelar, y a medida que la trama fluye y los sucesos tienen lugar, las sorpresas lo apabullan, igual que al crío protagonista. A medida que la película avanza, se va haciendo más dura, más afilada, más implacable. La mirada del director no es nunca complaciente, ni maniquea: las víctimas de la guerra -auténticas protagonistas del film- acaban convirtiéndose en auténticos monstruos morales con tal de poder sobrevivir o reaccionar frente a lo que han vivido u olvidar, en la medida de lo posible. La reconstrucción de ese mundo es verosímil, y, a pesar de esa trama como un cuchillo que entra en la carne, Villaronga sabe también sugerir: la homosexualidad, que flota como una bruma en el aire, quizá está en la base de ciertas elecciones vitales de ciertos personajes. El descubrimiento del sexo, de las mentiras, el canto a una naturaleza llena de misterios, la tendencia a la fantasía, acaban redondeando una historia poderosa que pone al protagonista -y al espectador- ante una disyuntiva irresoluble, pesadillesca. 
Lo único negativo, desde mi punto de vista, fue que no pude ver la película en versión original y el doblaje es francamente lamentable: ¿hasta cuándo esa costumbre de hacer que los actores se doblen a sí mismos en castellano? ¿Cuándo se van a dar cuentas los responsables de semejante desaguisado de que los actores de cine no son actores de doblaje?


martes, 8 de febrero de 2011

Ciudad de vida y muerte



Mientras se ven las hermosísimas -y escalofríantes- imágenes de la última película de Lu Chuan (las anteriores me son desconocidas), es imposible no situarse en la tradición del mejor cine bélico: si el tráveling por las trincheras del comienzo remite a Senderos de gloria, la ambición del conjunto, el personaje colectivo y la mirada compasiva sobre el dolor humano y el horror de la guerra nos recuerdan al Spielberg de La lista de Schindler, sobre todo. Pero donde el norteamericano abría un resquicio a la esperanza en la figura del protagonista, que libraba de la muerte a muchos judíos, Lu Chuan es más crudo y pesimista. No hay escapatoria, ni coartada, parece decirnos: el ser humano es inhumano, cruel, una bestia capaz de las mayores atrocidades. Aunque hay personajes que tienen gestos generosos y heroicos, lo que predomina en el conjunto es una visión terrible sobre el hombre. 
Estéticamente, la película apabulla por la belleza de sus encuadres y composiciones, por el blanco y negro espectacular, dramático, épico  y lírico a la vez. Las composiciones, en particular, me hicieron recordar al clásico bélico de Kubrick. También lo recuerda en su espíritu crítico y nihilista, aunque en la que nos ocupa aparecen, aquí y allá, algún brote de esperanza. He leído en algún sitio que la intención de esta producción china era criticar a sus sempiternos enemigos, los japoneses, pero yo no lo creo así. Lo que se te queda en la mente no es "Qué malos fueron los japoneses" sino "Qué cruel es el ser humano".
El argumento es sencillo: después de tomada la ciudad china de Nanking por los japoneses en el curso de la Segunda Guerra Mundia, los invasores demuestran una crueldad sin límites sobre los prisioneros y cometen las mayores atrocidades. Aunque el protagonista es colectivo, hay algunos personajes que le sirven al director para presentarnos diferentes realidades: el sirviente chino de un diplomático alemán (y la familia del primero), un soldado japonés que -lo vemos en su mirada- se va afectando cada vez más por los horrores que ve cometer a su alrededor y una mujer china que intenta luchar por todos sus compatriotas dentro de la zona de seguridad. Los tres le sirven al director para contarnos, de forma dura y sensible a un tiempo, diferentes episodios que se van acumulando hasta llegar al clímax final. De las escenas del principio, épicas, multitudinarias, se pasa al intimismo atormentado, solitario, del final. Después del horror, la vida y la esperanza y la alegría y el olvido son posibles, parece decirnos el director. Pero un servidor no podrá olvidar ciertas escenas: la carretilla colmada de cadáveres de mujeres desnudas que decidieron entregarse para salvar a las demás; una niña arrojada por una ventana; las matanzas de soldados prisioneros en la playa; las risas finales del niño; los enterrados vivos... Como digo, la película es una suma de episodios que en algunos momentos -cabezas colgadas de los árboles, por ejemplo- recuerdan los desastres de la guerra de Goya. La tradición narrativa elegida es la occidental (Spielberg, Eastwood, Kubrick), tanto en la composición como en el montaje, como si China se hubiera encargado de producir una gran película para que Occidente vea de lo que es capaz, y no sólo en el terreno económico. El gigante asiático demuestra su poderío una vez más, y a los espectadores nos deja el corazón estrujado y los ojos húmedos.




lunes, 7 de febrero de 2011

Diario de un cura rural

De los cineastas trascendentales que estudió -y puso en órbita, al menos en Estados Unidos, que es como decir en el mundo- Schrader, me gustan muchísimo Ozu, Dreyer y Bergman, pero en las películas de Bresson siempre me ha costado mucho entrar. De hecho, por más que lo he intentado, no he conseguido que me lleguen a apasionar. Sus películas me parecen interesantes, y poco más. Y alguna de ellas, como el Diario de un cura rural, me deja absolutamente frío. La ha vuelto a ver en estos días y mi impresión es la misma que cuando la vi por primera vez: ese cura del título, atormentado por motivos que me resultan inexplicables (ya sé, ya sé: crisis de fe), yendo y viniendo de casa de los marqueses a su casa, con la misma cara desencajada, me instala en el desinterés más absoluto. Desinterés al que contribuyen una música enfática, que intenta aportar la expresividad de la que carecen las imágenes, y esa sempiterna voz en off que, por mucho que proceda del original literario de Bernanos, acaba cansando al espectador. Y no se trata de que me distancie la temática (que, la verdad, me cae lejos), porque otras películas que han tratado ese tema -la fe, la gracia, la divinidad- me han emocionado hasta los tuétanos. Me refiero a La palabra o Los comulgantes, por poner dos ejemplos excelsos de cine espiritual. Pero en el Diario de un cura rural lo único que me gusta es la fotografía (impresionante) y algo completamente extracinematográfico: el retrato de la Francia rural de la época. 
A ver si la próxima vez que vea algo de Bresson me pilla el cuerpo de otra manera. De ayuno, en cuaresma, por ejemplo.



Winter's Bone



Ree (Jennifer Lawrence) tiene diecisiete años y ha de tirar de un carro bien pesado: su madre está discapacitada, tiene dos hermanos pequeños y el padre se largó. Vive en medio del campo, en una casa desvencijada y, si no fuera por unos vecinos que se apiadan de ella y su familia, ni podrían comer todos los días ni podrían tener madera para calentarse en los inviernos. Ree ha tenido que acostumbrarse a su vida, y no se queja. Pero al principio de la película la policía la advierte: si su padre, que se dedicaba a cocinar metanfetamina, no se presenta a juicio, su familia perderá la casa, que el progenitor hipotecó para conseguir la fianza. Así que la joven Ree, a pie -no tiene medio de transporte-, recorre diferentes casas más o menos cercanas en busca del paradero de su padre. La película describe el cuarto trastero del sueño americano: un paisaje gris, invernal, duro, donde viven aisladas personas hurañas, que olvidaron en qué consistía el trato humano, descuidadas, con casas sucias y vidas marginales. Y esa descripción minuciosa, casi terrorífica, del entorno hostil, es tan verosímil y tan poco frecuente en el cine americano, que uno se queda boquiabierto ante tanta fealdad -física y moral- y se explica que la película ganara el Gran Premio del Jurado al mejor drama en el Festival de Sundance. Lo que no cuadra es que esté nominada a un puñado de oscars, porque no hay nada más lejano a los oscars que el espíritu de esta película dirigida por Debra Granik. Lenta, áspera, minuciosa, de fotografía sucia, consigue que el espectador empatice desde las primeras imágenes con esa adolescente que ha de apechugar con la parte fea de la vida y luchar por su familia, que sienta pena y, después, terror. Porque las granjas y las gentes (relacionadas con el tráfico y la creación de drogas) adonde tiene que dirigirse Ree para averiguar dónde está su padre ponen los pelos de punta. Como si tuviera que entrar en casa de la familia psicópata de La matanza de Texas para sacarle información a Leatherface.
Ni que decir tiene que el guión es sencillo pero efectivísimo, que todas las interpretaciones son de las que quedan en el recuerdo y que todas las nominaciones al óscar están más que justificadas. La descripción de ese mundo está hecha con vigor y resulta chocante contrastarlo con la otra cara del sueño americano, ese lugar donde seres inocentes viven en la precariedad más absoluta y ni siquiera, por culpa de la educación y de la forma de vida que llevan, tienen el desahogo de poder expresarlo: toda la película está llena de silencios, de personas hoscas que se niegan a hablar, a recibirte en su casa, a apiadarse de una familia que está a punto de caer en la mendicidad. La joven Ree, como el resto de su entorno, como la película misma, es de pocas palabras. Pero dice mucho.




domingo, 6 de febrero de 2011

Más allá de la vida


 
Cuando me enteré de que Clint Eastwood estaba rodando una película sobrenatural,  inmediatamenté recelé del proyecto. No me imaginaba al austero director de Gran Torino entregado a una historia sobre espíritus. Cosas de la costumbre. Igual me pasó con Invictus y, como era de esperar, me gustó bastante. Entendámonos: no me apasionó, pero sí me gustó mucho esa historia tan alejada de mí. Las peores películas de los maestros suelen merecer bastante más la pena que la mayoría de los estrenos, y todos mis recelos se esfumaron cuando las luces de la sala se apagaron y empezó la película. Desde el comienzo impactante al final feliz, no pude evitar sentirme arrastrado -como por un tsunami- por las historias de esos seres, habitantes de vidas insatisfactorias, necesitadas de una comunicación imposible con sus seres queridos del más allá. Las peripecias del personaje de Matt Damon, Cécile de France y el niño inglés son los tres hilos de un cañamazo donde aparecen muchos más personajes, todos secundarios pero espléndidos: el hermano de Matt Damon, el socio del hermano, la negra que acude para entablar conexión con su hija, el personaje-bombón de Bryce Dallas Howard... Entre todos forman un mundo melancólico, triste -¿cómo si no podría ser un mundo de personas destinadas a la muerte?-, en el que las personas intentan agarrarse a otras personas para que la corriente -por seguir con la metáfora- no se las lleve. Personas frágiles, doloridas, pero necesitadas de una esperanza con la que seguir adelante. La prodigiosa escena entre Matt Damon y el niño inglés condensa el espíritu de la película: a pesar de todo el dolor por tener que dejar atrás cosas y personas amadas, hay que seguir adelante. 
Hay quien ha acusado a la película de blanda, pero yo no estoy de acuerdo: en ningún caso recurre al sentimentalismo ni al dramatismo de saldo. El único defecto que le encuentro -y no es pequeño- es de guión: la forma de engastar unas historias en otras me parece bastante artificial y forzado. La solución que el guionista adopta para hacer que esas vidas paralelas se acaben cruzando me parece inverosímil, por más que el azar nos pueda sorprender con giros más inesperados.
Pero, en cualquier caso, el acto mismo de narrar de Eastwood se convierte en algo tan placentero que uno tiene la sensación de que da un poco igual lo que nos cuente. Nos dejamos llevar con esa corriente tan potente del film y desembocamos en una sala con las luces encendidas y con las ropas empapadas.

jueves, 3 de febrero de 2011

Los protectores



Me gusta leer los artículos de Javier Marías, y, aunque suelo coincidir en sus argumentos y opiniones, la verdad es que en la mayoría de las veces el enfoque que elige es la protesta, el gruñido -cultivadísimo, eso sí- casi perpetuo. Por eso me llamó tanto la atención que, en lugar de la sempiterna queja, hace unas semanas dedicara un encendido elogio a una película, Los productores, de Walter Hill. Tengo que confesar que este director nunca ha sido santo de mi devoción: en su momento vi Calles de fuego, Forajidos de leyenda, The Warriors y La presa, películas todas que quedan en el horizonte de mis recuerdos y que, si mi memoria no me engaña, me agradaron, pero sin estusiasmo alguno. De sus películas más recientes -aunque tienen una pinta no muy seductora- no puedo decir nada, aunque he de reconocer que me resulta simpático su empeño por revitalizar el cine de género, sobre todo el western. Así que decidí hacer caso de Marías.
El encendido entusiasmo del escritor ante Los protectores (cuyo título original es Broken trail) no se produjo en mí durante el visionado. Maruja Torres afirma que Javier Marías es un apasionado cinéfilo y no lo dudo, pero creo que su debilidad confesa por un género, el western, le impide distinguir el grano de la paja. O lo que es lo mismo, que sus argumentos (que siempre parecen tan lógicos y aplastantes) a veces son bastante subjetivos. Lo que para él era una gran película para mí no pasa de un producto agradable, discreto, un homenaje a muchos de los clásicos de ese género. Para empezar, descubrir que se trataba de un telefilm (una TV movie, como la llaman ahora) no fue agradable. Y no porque yo tenga prejuicios sobre los productos televisivos (bien saben los dioses que algunos de mis mayores disfrutes cinematográficos los han protagonizado ciertas series), sino porque ese telefilm adolece del lenguaje ramplón que los telefilms tenían: sus encadenados a negro para dejar paso a la publicidad enmarcan fragmentos regulares de la trama que aportan poco a la historia: todo funciona por acumulación, y el montaje toma por tonto al espectador y abusa de los subrayados. Planos medios y primeros planos innecesarios por doquier hacen que el interés por la historia se me vaya difuminando poco a poco. Y esa historia nos cuenta cómo un viejo (Robert Duvall) aparece en la vida de su adusto sobrino (Thomas Haden Church) para comunicarle que su madre -la del sobrino- ha muerto y no ha dejado nada a su hijo. El viejo, intentando remediar esa injusticia, decide comprar cientos de caballos y conducirlos muchas millas más allá para venderlos y conseguir así un dinero con el que ayudar a su sobrino, y la película es el relato de ese viaje. Hasta aquí, todo suena a ya visto: un trayecto a través de espacios abiertos (hermosísimos, por cierto) donde un viejo y un joven nos muestran el conflicto de la edad (inevitable acordarse de Río Rojo, de Hawks) y el proceso de aprendizaje y relevo. Pero el viejo y su sobrino se encuentran con cinco jóvenes chinas compradas por un tahúr que transporta a las muchachas para venderlas a un burdel. Como el tahúr intenta robarles, el sobrino lo mata y las cinco jóvenes, en lo sucesivo, acompañarán a los protagonistas en su viaje. La convivencia entre los rudos vaqueros y las chinas se verá enriquecida con la presencia de más fugitivos: una prostituta ya madura (Greta Scacchi) y un chino (que servirá de intérprete entre unas y otros). Para rematar el conjunto, la dueña de las chinas, propietaria de un burdel, envía a un matón en su busca. Un matón cuya peligrosidad resulta resaltada cada poco tiempo, en un intento de mantener las expectativas del espectador, que se verán finalmente frustradas en un climax bastante anticlimático.
A los ecos de Río Rojo podríamos sumar los de La diligencia (la presencia de la prostituta en un carruaje remite a ella), Sin perdón (el tema de la vejez del héroe está siempre presente) o Dos cabalgan juntos, en el principal mérito del film: la descripción de la convivencia de personajes diferentes y la atención no a las escenas de acción, sino a esos pequeños momentos cotidianos que describen a los personajes y sus relaciones. Aunque más que personajes son arquetipos (un género se nutre de ellos, y la dirección de Hill no puede sacar más de los actores, con la excepción de Duvall), no deja de ser agradable el carácter descriptivo de los pasajes en que éstos interactúan. Lo que guardaré en mi memoria serán esos momentos: un viejo y una prostituta con los pies en el agua, al atardecer. Él caballeroso, ella recuperando de pronto todos sus pudores y anhelos, y, mientras, las brasas del día apagándose en el agua tranquila de un meandro del río.